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No son pocos los que han establecido un inventario de hechos que estarían planteados en dos tiempos. Por un lado aquellos protagonizados por una suerte de guerrilla de la voz y la palabra. Su instrumento el teléfono y las redes. Son amenazas de bombas y anticipos de un magnicidio. Todas destinadas a horadar la confianza y moral del amenazado. Por extensión estaría en riesgo de vida la ciudadanía y la democracia como sistema. Aquí una suerte de guerra de desgaste contra la estabilidad. No importa si el identificado y apresado es un alineado o un par de jóvenes que le da lo mismo pasarse por terroristas virtuales del Estado Islámico o entretenidos en buscar pokemones en plaza Moreno de la ciudad de La Plata. Lo cierto es que la promoción de estas intimidaciones son funcionales a una segunda línea de acción que preocupa más bajo la idea de que en el país hay una mano siniestra interesada en hostigar la gobernabilidad bien ganada desde el 10 de diciembre.
Ciertamente, el partido del Pro y sus aliados duros y blandos, mas la formidable cadena de voces que repiten la misma cantinela, muestran a la calle y los actos como lugares de violencia. Sostienen que hay una violencia rabiosa aunque con capacidad de contención para hacer selectivo el daño. Allí sus responsables: dirigentes y tropas desocupadas del kirchnerismo, más la clásica izquierda no peronista. Todos, pero más los primeros, protagonizan una cruzada de fe contra el orden moral y estable de la gobernabilidad democrática. Se dice que es muy grave lo ocurrido con tal o cual evento, no siempre probado. Que a partir de allí fue necesario reforzar la protección del presidente. Que el presidente junto a sus custodios ahora cuentan con un auto blindado. Que seguramente el primer mandatario tendrá que dejar atrás visitas, inauguraciones y tantos actos protocolares. Por supuesto que poco se habla de la estrategia de los vallados para alejar a curiosos y críticos y del despliegue de cientos de miembros de fuerzas de seguridad. Los primeros meses de actos y eventos públicos fueron solo para el Presidente y selectos invitados.
Cuando se habla de ingobernabilidad en la era neoliberal se deja atrás toda la historia del presente democrático. De allí que se agiganta el momento y se pasa por alto un Raúl Alfonsín rehén de militares sublevados en tiempos carapintadas. Esos mismos ex militares que luego son rehabilitados al formar parte de un variopinto desfile en las jornadas del bicentenario de la Independencia.
Queda por responder si estos eventos son o no parte de una gobernabilidad jaqueada. Permítasenos hacer entonces un breve recorrido del reconocimiento del término gobernabilidad. Curiosamente nació en su versión negativa de ingobernabilidad. Ciertamente, allá por los años setenta del siglo pasado una ciencia política anglosajona, de raíz liberal, le dio estatus académico y político al vocablo. Ingobernabilidad de las democracias significaba un estado de crisis para gobiernos que debían enfrentar sociedades que exigían más y mejor democracia. La contracara de ello era un acuerdo de elites y agendas para hacer que los gobiernos funcionaran. El derecho a mandar y la obligación de obedecer son ley y principio de un gobierno. Siempre frente a sociedades movilizadas. Todo en un contexto en que se discutía si las democracias podían ser solo elites autoelegidas que compiten por el voto popular y una vez obtenido el gobierno deciden hacerlo a favor de sus propios y exclusivos intereses.
Entonces las academias sostenían que bastaba con la legitimidad electoral. Esta sería la cualidad exclusiva de la gobernabilidad. Todo a favor de la estabilidad y eficacia de un gobierno. Una versión sin muchas complicaciones teóricas pensaba la gobernabilidad “como una propiedad de los sistemas políticos definida por su capacidad para alcanzar objetivos prefijados al menor costo posible”. El objetivo es gobernar. Se construyo el paradigma de la gobernabilidad en tanto “una serie de acuerdos básicos entre las élites dirigentes y una mayoría significativa de la población”. La mayoría se expresa solo electoralmente. Supone entonces que la institucionalidad lograda reduce la incertidumbre y refuerza la legitimidad a las acciones de gobierno.
Desde hace mucho ese paradigma está en discusión. Es muy difícil reconocer hoy que una democracia se la aprecia solo por el respeto a las reglas de la elección de los representantes. Las democracias son gobernables en la medida que aceptan el desafío de promover el bienestar y hacer menos desiguales a los ya de por si desiguales. Un gobierno de elites empresarias, pasado su momento electoral, y frente a sus decisiones cuestionas solo puede refugiarse en que no puede gobernar por la presencia de amenazas y voces críticas. La mayor parte de las experiencias neoliberales de occidente recurrieron a este verbo. En general reforzaron el elitismo y los llamados Estados de seguridad. Sin duda para los suyos.
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