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06/10/2018

De fragmentos y de exilios

De fragmentos y de exilios | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Recuerda un collage de hace tiempo titulado “Partida en dos”, y que refiere un sueño recurrente: veía desde la ventana su pueblo natal, Barda del Medio, del que la separaba un mar inmenso, un océano. Esa obra metaforiza el exilio: es el fragmento del fragmento, hay una unidad pero permanecen los pedazos.

Gerardo Burton

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¿Cómo será vivir en un campamento para refugiados en Suecia? Mejor: ¿cómo habrá sido vivir en una pequeña ciudad sueca a comienzos de los ochenta? ¿Qué pensaría esta mujer mientras enseñaba lengua materna a hijos e hijas de otros exiliados? ¿Cómo se sentiría, recién llegada con su hijita de tres años y su compañero salido de la cárcel? ¿Qué habrá sentido durante la guerra de Malvinas? ¿Cuándo habrá aprendido a juntar esos pedazos de su vida? ¿Habrá sido cuando el papel roto, casi deshecho se iba rearmando como un rompecabezas involuntario y terminaba en los primeros collages? ¿Y qué ocurrió cuando decidió el regreso?

Años más tarde, esta mujer dirá, en un café de la avenida Argentina, que los refugiados de entonces no son los de ahora; hoy los rechazan, les impiden la circulación, llegan a los países que alientan las guerras que asuelan sus territorios; hoy no son bien recibidos, afirma. Entonces, el bienestar parece terminarse en todo el mundo, piensa, mientras cuenta que días atrás en el aula magna de la universidad se presentó un libro sobre la vida de exiliados argentinos en Bélgica durante la dictadura. Aunque parezca que todo se termina no es así: quedan retazos de aquellas energías, de aquellas esperanzas, y eso en algún momento armará sus piezas, las reacomodará en el soporte de madera o en el existencial.

Esta mujer recuerda un collage de hace tiempo que tituló “Partida en dos”, y que refiere un sueño recurrente: veía desde la ventana su pueblo natal, Barda del Medio, del que la separaba un mar inmenso, un océano. Esa obra, piensa, metaforiza el exilio: es el fragmento del fragmento, hay una unidad pero permanecen los pedazos, la fragmentación no parece rendirse. Y algo más mientras avanzaba este texto: en el extenso buzón de las redes sociales, ayer se recordaba que en su novela “Donde van a morir los elefantes”, el chileno José Donoso decía que “el paraíso está aquí; siempre que uno sepa cómo armar los fragmentos”. 

Es un buen punto de partida, porque de lo fragmentario, Cristina Vega inició la construcción de un mundo y, con un procedimiento de demiurga, le dio un principio de racionalidad a la re-unión de los pedazos de papel, a sus colores y a sus texturas. Como con su vida, los collages convocan exilios diferentes, cada uno es un fragmento y cada exiliado aporta el suyo. Se retoma así una existencia nueva, distinta y potenciada -entre el desgarro y el arraigo, entre la ausencia y la plenitud- que circula entre los dibujos de un mandala, entre las fotografías fragmentadas de Santiago Maldonado, en las mujeres de ojos grandes y en los caleidoscopios enormes. Es que el caleidoscopio es como el collage: arma una imagen, pero todo el mundo sabe que conserva los pedazos originales y así los fragmentos adquieren una armonía en el todo. El todo nunca está totalmente unido, pero conforma un universo: los fragmentos están en equilibrio, los retazos encuentran su correspondencia entre sí en el conjunto.

En esos rectángulos, en esos cuadrados que contienen miles de pedazos de papel como pinceladas que reproducen el efecto de la acuarela, la superficie del acrílico y el relieve del óleo están el primer campamento del exilio en Moheda, las ciudades de Borås y Lund, en el sur de Suecia, y también su vida anterior y posterior. Hay un punto en que el vértigo se calma y el público puede mirar en cámara lenta la evolución de la obra desde la materia prima inicial hasta el objeto estético. Hay, entonces, algo que hace que el ojo que mira se asome al proceso mediante el cual los fragmentos se unen y al cabo coagulan en una obra de arte caleidoscópica.

Los caleidoscopios siempre la atrajeron: decía que al girarlos levemente, esas miles de cuentas que tienen en su interior, se rearman y forman una nueva figura. Considera que a veces, determinados sucesos parece que nos destruyen, pero, como en el caso de los caleidoscopios, nos recuperamos y comenzamos otra vez una y mil veces. Por eso me parecen, comenta, una metáfora de la vida, por su circularidad, por sus ciclos sin fin y su eterno recomenzar, por el componente de azar que tienen, por su capacidad de destruirse, recrearse y reinventarse permanentemente, por su estallido de luz y color, y porque con los mismos elementos siempre aparecen diferentes figuras.

Llegará el momento en que Cristina Vega señalará con sorpresa que muchos de sus compañeros de secundario con quienes se reunió hace unos meses, la recordaban dibujando mujeres y ojos. Entonces comentará cómo dio la vuelta todo: empecé dibujando mujeres y ojos y ahora hago collages con mujeres y ojos. Hablará de elementos que se conectan con los anteriores, de una etapa más racional. Pero ahora, agrega, no podría volver a eso: busco algo más placentero, más relajado, más lúdico. Siento de otra manera, dice, me siento más suelta, más por el sentir que por lo racional. No creo que vuelva a hacer eso, cuenta al referirse a los laberintos, a esos paisajes surrealistas entre Dalí y De Chirico de otros tiempos. Eso, añade, tiene mucho trabajo psíquico, hay como una traducción de lo onírico al papel pero, insiste, no podría volver a hacer eso. Necesito más la cosa placentera, relajada. Antes, dice, hacía una cantidad de bosquejos, pero -después de un episodio de enfermedad- fue como una vuelta a empezar. En ese momento, señala, aparecieron los caleidoscopios, más lúdicos, más placenteros, en la busca de una obra menos racional. Hablará también del paisaje musical que la acompaña en el momento de trabajar en el taller, dirá que siempre hay música -Mozart, Chopin, piano, tangos- y que la meditación que practica contribuye al encuentro consigo misma: hay un sosiego, una aceptación de una misma, algo que no es fácil, pero es importante, porque hay una energía que se recupera y que sirve para el disfrute del momento creador.

María Cristina Vega nació en Barda del Medio, Río Negro en 1948. Concurrió a talleres privados tanto de Buenos Aires, Neuquén y Borås y Lund (Suecia), trabajó en dibujo, pintura y grabado, con diferentes materiales -pastel, tintas, acrílico, óleos-. Desarrolló en solitario el collage por lo cual se puede decir que, en esta técnica, es fundamentalmente autodidacta. Tuvo varias etapas hasta llegar –en 1980- a lo que denomina “pintar con papel”. Si bien en la actualidad hay otros artistas que han adoptado esta técnica, su obra mantiene una peculiaridad y originalidad que la hacen característica.

Participó de varias exposiciones en forma colectiva e individual en salones de Neuquén capital, General Roca y Cipolletti –Río Negro-, San Martín de los Andes y Mar del Plata. En el Museo Gregorio Álvarez de la ciudad de Neuquén expone hasta el 29 de noviembre próximo junto con Horacio Sánchez. La exposición, denominada “Del caos a la armonía” se compone de trece obras de cada uno y permite observar dos métodos diferentes del collage, donde se combinan la pincelada obtenida con la superposición o yuxtaposición de papel y el color que componen la figura, la imagen, el símbolo o el juego que surgen de la combinación con otros elementos.

29/07/2016

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