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Se despliegan sobre el mundo fuertes pulsiones de totalitarismo corporativo, en que los gerentes de masas de dinero inexistente en billetes y de las que tampoco son los dueños, están ocupando el lugar de la política (o tomando a los políticos como rehenes), mientras acumulan riquezas que los erigen en la nueva aristocracia planetaria.
América Latina, dada su posición geopolítica subordinada, sufre este nuevo embate del colonialismo en su versión correspondiente a las primeras décadas del siglo XXI y, por ende, su “ceocracia” también es de menor nivel, como lo fueron otrora los colonizadores originarios provenientes del sur español, “cristianizados” a golpes poco antes.
Por ende, nuestra “ceocracia” es mucho más desprolija que las de los países-sede de las corporaciones transnacionales. También es mucho menos informada que nuestra vieja oligarquía que, al menos dio lugar a un “gorilismo ilustrado”. La decadencia salta a la vista incluso en los tradicionales medios herederos de esa oligarquía, que mentían desde el siglo XIX con la elegancia propia de la época, pero que últimamente imitan los modos torpes de los mentirosos del siglo XXI.
Se cierra el círculo de control monopólico de la comunicación masiva acallando las voces opositoras, invocando una libertad de empresa que en realidad es posibilidad de monopolio y que se rebautiza como “libertad de expresión”. El estigmatizado “6,7,8” era una voz en un contexto plural, pero hoy se impone una sola voz: la del oficialismo. Quien pretenda alzar una voz diferente, cada vez más carecerá en el futuro de cámaras y micrófonos, todo en nombre de la “libertad de información”.
No es nueva la táctica de invocar discursivamente un valor positivo para negarlo fácticamente. Es la vieja táctica de todos los vendepatrias, que siempre invocaron la democracia, la libertad, la República, la Constitución, el derecho, etc., y en nombre de estos valores cometieron las peores atrocidades de nuestra historia, coronadas con el bombardeo a la Plaza de Mayo en 1955 y los crímenes de lesa humanidad en la última dictadura.
Ahora, en nombre de la sagrada libertad de expresión no vemos más el despreciable “6,7,8”, porque a partir de este momento todos debemos creer lo que dice Macri: estamos viviendo el mejor momento de nuestra historia. ¿Acaso no se vivía en el “paraíso socialista” con Stalin? ¿Acaso no estaba Hitler ganando la guerra? ¿Acaso no estábamos echando a los ingleses de las Malvinas? ¿Los desaparecidos no estaban en París? ¿Maldonado no paseaba por el borde de un río y decidió zambullirse? ¿Milagro Sala no tiene una mansión? ¿Las “off shore”, la información privilegiada para comprar dólares a término, los blanqueos millonarios no son acaso vulgares mentiras?
La ola de pulsión totalitaria nos acecha y a su impulso el Estado de Derecho se derrumba, la República cruje, la democracia se pervierte. Todo para llevar a cabo un programa propio de vendepatrias: bajar salarios para aumentar ganancias y renta financiera, reducir carga fiscal a los que más tienen, malvender lo poco que otrora no se vendió, contraer deuda astronómica con celeridad, celebrar tratados que aseguren nuestra dependencia del poder financiero mundial, reducir universidades, no malgastar en investigación. Sólo falta cambiar el Preámbulo: “para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los ricos del mundo que quieran explotar el suelo argentino”.
El programa se complementa haciendo gala de poder represivo, inventando procesamientos, estigmatizando opositores, exponiendo algunos a la picota, injuriando a pueblos originarios, amenazando y persiguiendo a jueces (por primera vez en la historia el propio Presidente reclama la necesidad de jueces “propios”), desacreditando y debilitando al sindicalismo por cualquier medio, maniobrando horarios para impedir la incorporación de senadores al Consejo, clonando procesos (algunos inverosímiles), manteniendo presos políticos (Milagro y sus compañeros), invirtiendo el principio de inocencia (todo ex-funcionario es sospechoso), encubriendo con argumentos pseudojurídicos conmutaciones de penas a condenados por delitos de lesa humanidad (2 x 1), desconociendo tratados internacionales (Fontevecchia), pretendiendo nombrar jueces máximos sin acuerdo del Senado, proyectando reformas al Consejo de la Magistratura para garantizar mayoría oficialista, violando la autonomía del Ministerio Público para manejar la impunidad, echando a todo el personal del Ministerio Público para nombrar a los amigos, aumentar las tarifas esquivando todo control público, desacreditando a los laboralistas como mafiosos. Y podríamos seguir, quizá con el “blanqueo” y otras maniobras.
Todo esto se lleva a cabo con un nivel de omnipotencia que se acompaña con una paralela pretensión de “eternidad”. Como es sabido, esto es normal en la infancia y hasta cierto punto en la adolescencia, por la inmadurez propio de esa etapa evolutiva, pero en los adultos se llama “alienación” y es patológico: sólo los locos pueden creer que el poder (político o económico) es eterno. En este mundo nada es eterno, e incluso la “eternidad” es algo anterior al tiempo, porque el tiempo mismo siempre es finito.
“Todo fluye” decía el viejo Heráclito, y el poder político –y más en nuestro país– fluye rápido, demasiado rápido a veces, aunque la impaciencia y la depresión se apoderen de algunos conciudadanos. Esta pesadilla pasará, sin duda, pero hay un daño que puede perdurar y no es sólo el económico (de por sí arduo pero no imposible de remontar), sino el cultural, el que hace a nuestros hábitos, costumbres, pautas de comportamiento, tolerancia, prudencia, respeto al otro. En una palabra: esto daña nuestra cultura de convivencia, lesiona nuestra co-existencia.
En efecto: todo esto va a pasar, como pasaron otros momentos peores. Hoy estamos en una etapa de resistencia, pero cuando esto pase, el problema es cómo queda nuestra confianza en el derecho. Nuestro pueblo, precisamente por la perversa invocación de valores positivos para pisotearlos y pasarlos por las cloacas de los peores intereses plutocráticos, desconfía históricamente del derecho. No obstante, fue posible crear una incipiente cultura jurídica, pero estos hechos la debilitan.
Esto es particularmente grave, pues cuando una sociedad pierde la confianza en el derecho y en las instituciones, los arroja lejos como una herramienta inservible, como un martillo sin mango o una tijera sin filo, pero en ese caso la alternativa al derecho es la violencia, en la que siempre pierden los más humildes, aunque triunfen, porque aún en ese caso habrán puesto el mayor número de vidas e integridad física.
Es momento de resistir defendiendo nuestra cultura jurídica, reafirmando que esto no es más que la perversión del derecho pero no el derecho. Es posible que esto funcione, pese a la histórica desconfianza, pero nada garantiza que cuando esto pase se neutralicen todas las pulsiones antijurídicas que se están sembrando, o sea, que el daño se pueda revertir por completo. Esperemos que eso sea posible y que los esfuerzos de contención tengan éxito, pero de cualquier modo, no olvidemos nunca que esas pulsiones serán en resultado indeseable de la alienación de quienes hoy se consideran “eternos”, y cuya inmadurez patológica lesiona nuestra cultura jurídica.
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