Columnistas
18/06/2016

Hormigas en la frontera

Hormigas en la frontera | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Una legión de argentinos viaja por estas épocas al sur de Chile con el único propósito de traer mercadería, más barata allá, para hacer una diferencia. Como integrantes de un ejército laborioso y pertinaz ponen a prueba la paciencia de los choferes de los ómnibus y amenazan con colapsar la Aduana de Pino Hachado.

Gerardo Burton

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A las siete de la mañana un día de junio, hace frío en la terminal de ómnibus de Temuco. Algunas gentes dormitan dispersas entre los asientos, bolsos, valijas y otros bultos. Los menos dan vueltas con impaciencia mientras miran ansiosos las dársenas en espera del ómnibus que los llevará al otro lado de la cordillera. El día es frío y es por eso que la cafetería, que sorprendentemente está abierta a esta hora, es un continuo ir y venir de parroquianos.

En las oficinas de las empresas de transporte recién llegan los empleados: encienden las luces, las salamandras y las computadoras, en ese orden. En una esquina, una mujer y una pareja de adolescentes sacan el envoltorio de remeras, ropa interior, camperas, pantalones y guardan, por un lado la ropa y por el otro las bolsas. Rearmarán todo cuando estén en Allen, eso dicen.

La mayoría viajó el domingo y esta mañana regresan con un botín que valdrá por lo menos el doble al cruzar los Andes.

En la estación, mientras, todo es un rumor en sordina, y los pasos se escuchan por encima de palabras, quizás menos que las necesarias.

Poco antes de la hora señalada y entre bufidos el micro estaciona en la plataforma asignada. De él bajan los conductores y tratan de organizar el caos que se insinúa, porque sin saberse cómo, bultos y gentes ya están ubicadas en torno de las portezuelas de las bodegas del vehículo y disputan entre gritos y forcejeos el exiguo espacio. Ningún bulto mide menos de un metro y medio de alto y ochenta centímetros de circunferencia.

-¡Dos maletas por pasajero! ¡Hasta 15 kilos por persona!, grita el conductor debajo de una gorra de fieltro y enfundado en un chaleco verde oliva que le hace suponer más autoridad. Por supuesto, su exhortación pasa como el aire de la mañana, que ahora es tan frío como antes pero un poco más luminoso.

Un chico se ríe y grita que sí, que ellos tienen dos valijas por persona: son diez, por lo tanto, hay veinte bolsos y maletas enormes, repletas de ropa y electrodomésticos pequeños. Un tipo al que le rechazan un paquete increpa al chofer y le dice que entonces va a comprar otro pasaje, así puede llevar el doble. No, señor, no es así, la bodega no tiene espacio, son cuestiones de seguridad, no se puede llevar más que lo que el vehículo permite.

Una vieja que fue rubia y ahora es casi pelirroja grita al changarín que la respete mientras lo empuja con una bolsa más alta que ella y el doble de ancho. Ropa, seguramente, y nueva. Un cincuentón flaco, bien vestido, con más pinta de macró que de tendero, vigila cómo su mujer trata de subir dos valijas con ruedas, nuevas, flamantes, negras, hinchadas que pesan cada una unos 25 kilogramos por lo menos. En el lote también va un televisor anchísimo. Y quizás sea suya también una caja que contiene computadoras.

El conductor se desgañita como molinete enloquecido, tratando de detener el aluvión de bolsas negras enormes y de otras, más pequeñas, con logotipos de supermercados y tiendas de ropa. El changarín trata de que el aluvión de valijas, mochilas, bolsos y paquetes no lo sepulte y pugna por salir de la bodega del ómnibus, que ya está colmada.

-Ya van a ver en la Aduana, amenaza. Y alguien le contesta que qué le importa porque ella va a pagar lo que lleva, que qué se cree, insolente. Es otra vez la teñida de colorado. El macró bien, gracias.

Una vez a bordo, el caos se multiplica: las bandejas superiores quedan atiborradas con objetos de cualquier tamaño y consistencia: desde cajas de cartón y de plástico hasta pequeñas bolsas con comestibles para el viaje. Los asientos son territorio de disputa entre bultos y personas y no se distingue cuál es el que porta un alma. Los objetos parecen vencer en esta competencia, a tal punto que bloquean la escalera que une el piso superior con el inferior y la cabina de conducción y, lo peor: bloquea el acceso al baño, que configura la última sorpresa del bólido. Como ocurre en estos casos, el complejo de inodoro y lavabo denuncia sin complejos ni eufemismos la antigüedad del micro. Nunca lo pintan, nunca lo arreglan. A veces lo lavan. Lo cierto es que el micro, a más de cien kilómetros por hora y con esa obstrucción en las salidas, es una trampa.

Una mujer que viaja con su hijo y su nuera protesta y murmura ya van a ver en la aduana, nos vamos a quedar tres horas pero les van a hacer bajar todo. Y vuelve a leer su Biblia y el libro que la explica: “Lo que dice la Biblia sobre la guerra espiritual”. Viaja a Neuquén a ver a su madre. Extraña Argentina, pero hace más de quince años que se radicó en Chile donde le costó hacerse un lugar que no piensa abandonar sin más. Mira por el parabrisas mientras habla de su marido, de cómo se esforzó en el trabajo en el matadero, que les permitió comer carne al principio y luego la compra de la casa, los chicos, el casamiento de los mayores. Y ahora lo único que espera es tomar unos mates con su madre.

El micro avanza y la mañana se hace más luminosa sobre la nieve y sobre los campos, cubiertos apenas por una tenue niebla. A lo lejos y sobre la derecha, el Lonquimay dibuja un triángulo blanco sobre el celeste del cielo. Los pehuenes se suceden y el silencio ocupa cada vez más el aire del micro: estamos a metros del cruce de la frontera.

Luego de pasar por la oficina de migraciones chilena, se aproxima la hora de la verdad. El ómnibus estaciona al costado del devaluado edificio de la aduana argentina: los pasajeros bajan con documento y bolsos en la mano mientras de la bodega empiezan a caer los bultos. Los conductores ofician de maestras jardineras o educadores viales tratando de dirigir el tránsito de personas que, dormidas o fastidiadas, hacen lo posible por dificultar la tarea de los aduaneros.

No habrá lugar para todos; la oficina parece más pequeña que el ómnibus. Los papeles son sellados y cada uno debe instalarse junto a su equipaje. Forman una hilera, como hormigas que son, al lado de sus paquetes, donde duerme la ilusión de una fortuna pasajera. A lo mejor salvan el día, la semana, el mes.

No está todo, pero no importa, la aduana tiene un solo analizador de equipaje operado por un solo inspector. El resto del personal hace papeleo. Se produce una especie de consenso, de pacto tácito. Ningún pasajero protesta cuando le exigen abrir su equipaje y nadie paga multas. Todos felices cuando, menos de una hora después, el examen termina. La algarabía contagia a todos, especialmente a los aprendices de contrabandistas, que logran pasar sus compras sin pagar un peso. Todo el mundo sabe que hubo algún guiño, pero nadie pregunta, nadie hace olas. Ya estamos en la Argentina.

29/07/2016

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