Columnistas
27/05/2017

Kelo

Kelo | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.
Foto: Julia Burton – Fabián Domínguez

Raúl Ahumada recuerda que “el día del operativo reaccionamos de inmediato, aunque sabíamos que también nos podía tocar a nosotros. A la vuelta de los curas vivían las monjas del Divino Maestro, y ellas nos avisan del operativo. Yo no vi cuando se llevaron a los chicos, porque no podíamos ser tan suicidas de acercarnos al lugar, pero sabemos que llegaron y se los llevaron”.

Gerardo Burton

[email protected]

Las calles tienen otros nombres ahora. Petrópolis es Blasco Ibáñez, y no se encuentra Recife. Alguien corrige: es Balcarce; bueno, a Balcarce vamos. El arroyo sí se llama igual: Los Berros, aunque nadie los recogerá hoy para la ensalada. La contaminación, la polución. Casi no hay baldíos en el barrio que se llama Manuelita, a pocas cuadras de la estación San Miguel del ferrocarril San Martín.

Las casas son de material en su mayoría, se nota que en los últimos años hubo una mejora del poder adquisitivo de sus habitantes, todos obreros hace cuarenta y un años. En la ruta 202 -hoy Balbín-, Blasco Ibáñez choca con el recreo Puerta de Hierro, de la Unión Obrera Metalúrgica. La mayoría de los vecinos del barrio eran, entonces, metalúrgicos, algunos de Lorenzo Miguel, otros no. Quizás se convirtieron, ellos o sus hijos, en empleados de servicios, docentes, médicos, contadores, abogados, cuentapropistas.

La parroquia que era Jesús Obrero fue rebautizada como San Francisco Javier. Nada de obreros desde mediados de 1976, cuando el párroco era un desconocido aunque poderoso jesuita que hoy ocupa la cátedra de Pedro en Roma.

El cielo parece haber cambiado de latitud: como si se hubiera movido de la Patagonia a este retazo de la Pampa húmeda: diáfano, sin nubes, el otoño acapara las últimas tibiezas del año entre las hojas apenas ocres de los álamos y los plátanos del barrio. Nada queda de la niebla con que Buenos Aires amaneció este sábado.

Casi ni hay juncos en el arroyo Los Berros, todo está limpio, como cuidado. El avance de la ciudad le hace el responso al arrabal. Ya todo es urbano, la frontera se fue quién sabe dónde. En la placita hay algunos chicos con sus madres, vecinos que esperan el mediodía para encender el fuego del asado, otros que salen tarde a los supermercados. En una esquina está Fabián Domínguez, el cronista e investigador de la historia del barrio. Vamos hasta la casita, que hoy está desocupada y con signos de deterioro, de descuido. Hace tres años que murió Sara Vial de Etchenique, la última ocupante, una anciana de más de ochenta años que desde Chile con su familia escapando de la dictadura de Pinochet. Acaso creían que acá la pasarían mejor, sin represión ni dictadores. Ellos compraron la casa poco después de junio de 1976. Treinta años después se puso la placa en el frente, y las fotografías y otra placa se dispusieron en el oratorio, donde hoy permanecen. Juan Pablo, hijo de Sara, insiste en que entremos, que veamos la casa.

Restos de un afiche en una columna exterior recuerdan una movilización, en la plaza, en homenaje a los desaparecidos del barrio. Bajo los álamos, desconocidos por su tamaño, Fabián dice vamos a ver si está Kelo. Pasa sus días entre Miramar y Manuelita, parece que quiere radicarse allá, pero en una de ésas...

Subimos al auto con las chicas, un giro por la plaza; la iglesia sigue cerrada, domina el mediodía. Cruzamos Tupac Amaru, hacemos una o dos cuadras y giramos por Güemes o Agüero, y en un taller hay dos tipos trabajando, uno es Kelo. Es él con uno de sus once hijos, que arreglan una Renoleta despanzurrada. Desconfía; mira, pero desconfía. Se tranquiliza porque ve a Fabián, que ha hablado varias veces con él y están las dos chicas, la abogada y la socióloga. Sigue mirando desde el fondo de los años, exprime su memoria, trata de reconstruir rasgos, timbres de voz. Nada, por ahora.

Alguien le dice: lluvia, 4 de junio. Habla de Petrópolis y Recife, de esta parte del barrio que se llamaba Brasil, por las calles. Recuerda los baldíos, el pasto crecido en todos lados, incluso a orillas del arroyo. Sigue: el jeep, la vuelta a la parada del colectivo ese mediodía donde parecía llover toda el agua del mundo. Más: el accidentado que no llegó y se salvó; la espera paciente e infructuosa de la patota en la casa; la huida de algunos, las desapariciones posteriores.

Se afloja, pasen, pasen, sientensé. Vengan. Es la casa de mi hija ahora, ella se muda y yo vengo poco. Estoy en Miramar y acá, dice. Ya recuerda algo más. Sentados en rueda, habla de Perón, de los errores de querer disputarle la conducción. Sin darse cuenta, dibuja en su cara la sonrisa taimada del líder. Hace autocrítica: cómo vamos a insultarle la mujer, dice; cómo pretendemos que un tipo como Galimberti conduzca. Vuelve al presente: habla de empezar con enseñanza agrotécnica en Miramar: allá hay muchas estancias, hay trabajo en el campo, dice, y la gente no sabe arreglar los tractores. Son importados, y cuenta que la reparación de máquinas agrícolas puede ser una salida para los pibes. Él se recibió en escuela técnica, y se pregunta dónde van a ir los pibes que quieran aprender ahora, con este gobierno. Y cuenta también que en Miramar lo contrató el dueño de Hugo Chocolate Sosa, que fabricó para Bariloche el huevo de Pascua más grande del mundo. A Sosa se le descompuso una máquina traída de Italia. Nadie la podía arreglar, ni ingenieros, ni mecánicos, hasta que él se animó. La estudió, la desarmó, la volvió a armar, le dije, cuenta, que me diera tiempo, que yo se la arreglaba. Y ya está. Se limpia las manos en la remera azul, que ya tiene huellas del trabajo en el auto abierto afuera y vuelve a sonreír, como el viejo.

Vuelve a Perón: también se equivocaba fiero, dice. Y nosotros nos volvimos a equivocar, tuvimos errores cósmicos, astronómicos, por eso estamos así ahora. No supimos, no pudimos, dice. Nos ganó el materialismo, concluye. Se entusiasma con la idea de la escuela técnica con los chicos de Miramar. Pelear contra el individualismo, murmura, mientras recuerda cuando era joven, cuando terminaba el secundario y se metía en política, cómo se organizaba el barrio, cómo se podía. Cómo se podrá todavía. Hacer frente con solidaridad, con política, pide.

Al cabo de sus investigaciones, Fabián Domínguez habrá llenado páginas enteras con la vida de los vecinos de este barrio. En uno de ellos escribe sobre Kelo Ahumada:

Raúl Ahumada recuerda que “el día del operativo reaccionamos de inmediato, aunque sabíamos que también nos podía tocar a nosotros. A la vuelta de los curas vivían las monjas del Divino Maestro, y ellas nos avisan del operativo. Yo no vi cuando se llevaron a los chicos, porque no podíamos ser tan suicidas de acercarnos al lugar, pero sabemos que llegaron y se los llevaron. No hubo resistencia por parte de nadie, porque estaban durmiendo, así que no hubo balacera ni nada por estilo, en cuanto a la violencia para con ellos parece que no fueron golpeados allí sino que les dieron un tiempo para vestirse y se los llevaron. Lo que hicimos fue tender una especie de red o barrera en las paradas principales de los colectivos que llegaban al barrio, uno en Blasco Ibáñez y otra en la entrada de Manuelita sobre Gaspar Campos, y ahí observábamos a quienes iban a la casa, nos acercábamos y les avisábamos del operativo y les decíamos que no se acercaran. Yo llegué a avisar a gente que venía de San Isidro, venían caminando, y además hicimos postas como para que no dejáramos de avisar a nadie. Al segundo y tercer día ya no se acercaba nadie”.

Hoy el Colegio Máximo está ocupado por jóvenes en retiro espiritual. No es posible ingresar a los jardines interiores, esos donde un ginkgo biloba guarda una de las esquinas. Una mujer de vigilancia privada explica que hay que solicitar visitas guiadas, que es posible hacerlas durante la semana, cuando la actividad disminuye y se puede recorrer este edificio de planta baja y tres pisos que desde hace unos años tiene una atracción especial: la habitación que ocupaba el jesuita que ahora es papa.

Los visitantes intempestivos se van, rodean el predio para aproximarse al cementerio custodiado por un bosquecillo de robles, que comienza un poco antes, allí donde los estudiantes de entonces aprendían filosofía con maestros que ahora no enseñan en esas aulas, como tampoco los teólogos que hablaban de liberación y fueron puestos en fuga por el mismo jesuita que ahora está en Roma.

Lejos del Vaticano, la luz del mediodía de este 2017 es la contracara de aquel sábado de junio de 1976. El agua, empujada por el viento, cae a baldazos sobre Petrópolis, la única calle asfaltada del barrio. Todavía el olor a gasoil del colectivo está en la ropa, en la memoria del olfato. Allá está la casa de Tito y Marcos, que quién sabe dónde andarán ahora. Falta poco, es a la vuelta y basta de lluvia. El jeep frena con brusquedad y Kelo, de adentro, grita: subí, subí, vamos, te llevo a la parada del colectivo; los milicos se llevaron a los pibes: quedó una patota esperando en la casa; quieren al Turco.

29/07/2016

Sitios Sugeridos


Va con firma
| 2016 | Todos los derechos reservados

Director: Héctor Mauriño  |  

Neuquén, Argentina |Propiedad Intelectual: En trámite

[email protected]