-?
Por su tarea académica, a lo largo de los años uno ha ido forjando vínculos con colegas apreciados de diversas regiones del mundo.
Con pena infinita y vergüenza mayúscula les estuve escribiendo estos días, contándoles que el gobierno argentino puede esgrimir su legitimidad de origen y poco (o nada) más.
Compatriotas amigos y compañeros de ruta de muchos años expresan diariamente su desasosiego ante la realidad impuesta por una administración cuyo mascarón de proa es alguien con fuertes desequilibrios emocionales y muy escaso manejo político, tal como acaba de quedar demostrado en el tratamiento legislativo de ese fatídico instrumento conocido como “ley ómnibus”.
Sin embargo, a los corresponsales del exterior les manifiesto mi convicción de que, detrás del fantoche despeinado, operan los intereses oscuros de turbios poderes fácticos.
Los habilita la absoluta falta de empatía, la completa inhabilidad para comprender la situación de quienes permanecen en condiciones extremas de vulnerabilidad económica y social, que manifiesta el presidente en funciones.
El sujeto ofrece una indiferencia patética por el desplome vertiginoso de la capacidad adquisitiva de argentinos y argentinas que hacen cuentas angustiosas para decidir si compran alimentos o los remedios que necesitan.
En estas horas también he comprobado con sorpresa dolorosa que algunas radios y canales de televisión dedican espacios a informar a la gente como protegerse de gases tóxicos que las hordas policiales y de fuerzas de seguridad utilizan para reprimir con furia indiscriminada a quienes ejercen el derecho constitucional a la protesta social.
Los consejos a los manifestantes callejeros combinan la sugerencia de llevar a cuestas agua para enfrentar el calor intenso del abrasador verano argentino con recomendaciones para defenderse de los efectos de bombas lacrimógenas y gas pimienta, a partir de fórmulas caseras que recurren al vinagre, el bicarbonato o el limón.
El asombro inicial ante este tipo de mensajes llegó al paroxismo cuando escuchamos decir que si alguien es detenido debe gritar su nombre a viva voz para que el resto de los manifestantes tome debida nota. La desconfianza ante el accionar represivo semeja a la vivida durante regímenes de facto.
Lo que parece increíble está ocurriendo: nuestra memoria revive circunstancias que parecían patrimonio exclusivo de las dictaduras sangrientas y particularmente de la iniciada en 1976. Cuesta convencerse de que está volviendo a suceder y esta vez sin que haya mediado una asonada militar.
Quizás la sorpresa resulta menos tremebunda para quienes no vivieron aquella época. Tal vez los “sub-40” puedan aceptar o naturalizar estos hechos. Para quienes cargamos encima algunos almanaques más, resulta imposible.
En una de las últimas jornadas de protesta más de veinte periodistas sufrieron impactos de balas de goma sobre sus cuerpos. Algunos recordamos el antecedente similar y reciente de los carabineros chilenos que apuntaban directo a los ojos de las personas y provocaron lesiones y minusvalías permanentes.
Ayer en las primeras horas de la tarde, en plena Avenida Corrientes, a escasos 500 metros del obelisco porteño, se produjo una escena de tremenda violencia. Un civil y dos policías armados corrieron casi una cuadra a un hombre que se escurría entre los transeúntes y fue reducido en la esquina de la tradicional arteria con la calle Uruguay. Uno de los uniformados llevaba en su mano un arma que agitaba en forma convulsa. Un disparo que se escapase podría haber provocado una verdadera tragedia, ya fuera con el presunto delincuente o con quienes transitaban casualmente por allí. Nadie protestó. La vida continuó en un plano de normalidad que adormece las reacciones. Que propicia una tolerancia resignada o cloroformiza las conciencias.
Una ola de necesaria rebeldía debiera despertarse para que nadie vuelva a retrasar el reloj de la historia. El ideal siglo XIX que propone Milei no puede guiar nuestra construcción del porvenir. Los protocolos represivos de una ministra que se anotó en todos los gobiernos antiargentinos de las últimas tres décadas merecen una repulsa colectiva. Las amenazas constantes del ministro consagrado como el mayor tomador de deuda de la historia requieren un repudio social unánime. Las políticas de desguace del Estado necesitan un dique de contención. El industricidio y la primarización de la economía tienen que encontrar respuestas contundentes del movimiento obrero, las pymes y aquellos empresarios que respetan los intereses patrióticos. Alguna vez las fuerzas políticas (o algunas de ellas, por lo menos) deben deshacerse de sus dirigentes cipayos y entreguistas.
Después de varias jornadas de temperaturas agobiantes, una lluviecita se ha descargado sobre la capital argentina. En una de esas, mitiga un poco la canícula exorbitante de la época.
Igualmente, piensa uno y lo comparte con sus contactos extranjeros, debiera venir un aluvión refrescante y de proporciones épicas para barrer con tanto desatino del nuevo oficialismo y deshacer las brumas que obturan las capacidades de reflexión, comprensión y entendimiento de quienes todavía creen que la solución a nuestros problemas pueda provenir de una administración soberbia, agresiva, mesiánica y retrograda y un individuo tan estrafalario como dogmático, tan farsesco como insensible, tan bufonesco como impiadoso.
Va con firma | 2016 | Todos los derechos reservados
Director: Héctor Mauriño |
Neuquén, Argentina |Propiedad Intelectual: En trámite