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La forma en que actúan en esta época de la historia los poderes de facto locales e internacionales, más los enormes cambios en las conductas humanas derivados del avance colosal de las tecnologías digitales, y además las profundas transformaciones en la subjetividad social que causó la pandemia del Covid, dan como resultado procesos políticos que son muy distintos de los vividos en las décadas anteriores, aunque al mismo tiempo tengan grandes continuidades.
Lo que continúa, lo que permanece inalterable, es la disputa entre clases sociales y bloques de poder enfrentados unas/unos con otras/otros, y que en función de ello pugnan por ocupar lugares en la conducción del Estado para empujar desde allí la defensa de intereses contrapuestos.
Las sectores dominantes en América Latina, en el siglo XX se valieron durante largas etapas de la violencia física -ejecutada por las fuerzas armadas, policías, etc.- contra personas y organizaciones que desafiaran sus privilegios. El método usual para hacerlo fueron los golpes de Estado contra gobiernos, fuerzas políticas y líderes surgidos del voto ciudadano, tras lo cual se implantaban dictaduras cívico-militares.
En el último cuarto de la centuria pasada, luego de las derrotas sufridas por organizaciones revolucionarias en particular, por fuerzas populares en general y por el conjunto de intereses de los pueblos del continente, el curso de los hechos dio paso a la instalación de regímenes democráticos condicionados por las corporaciones, y sobre todo por los grandes conglomerados capitalistas a los que habitualmente se denomina “mercados”.
La expresión máxima de esas “democracias de mercado” tuvo lugar durante la década de los ‘90. En esos años las naciones de Suramérica vivieron procesos muy similares, caracterizados por procesos electorales de los cuales surgían gobernantes que aplicaban un modelo económico y social llamado “neoliberal”, donde el libertinaje de los poderes capitalistas era absoluto porque, precisamente para que ello ocurriera, los gobiernos arrasaban con los bienes y empresas públicas, y eliminaban los controles y regulaciones estatales que pudieran ponerle límites a la voracidad del capital.
Ocurrió por ejemplo en Argentina (bajo los presidentes Carlos Menem y Fernando De la Rúa), Brasil (con Fernando Collor de Mello, el interino Itamar Franco, luego Fernando Henrique Cardoso durante dos periodos), Venezuela (Carlos Andrés Pérez, quien en los ‘70 había sostenido una política nacionalista, y luego Rafael Caldera, que también tenía gobernado mucho antes y con un perfil socialcristiano), Chile (Patricio Aylwin, Eduardo Frei Ruiz Tagle), Uruguay (Luis Lacalle Herrera, Julio Sanguinetti, Jorge Batlle) y Bolivia (Jaime Paz Zamora, Gonzalo Sánchez de Losada, Hugo Bánzer), por citar casos emblemáticos.
Esa época de gobiernos democráticos sometidos al capitalismo extremo local y trasnacional tuvo un cambio drástico al comenzar el nuevo siglo. En sentido estricto, el inicio de la nueva etapa se produjo cuando en 1988 fue elegido Hugo Chávez en Venezuela, y en 1999 ese país aprobó mediante referendo una nueva Constitución que sentó las bases legales para la Revolución Bolivariana.
Pero el símbolo más explícito del “No va más” al modelo capitalista salvaje, denominado “neoliberal”, tuvo lugar en Argentina al producirse en diciembre de 2001 la quiebra del país -que ya no pudo pagar su deuda externa ni tampoco seguir sosteniendo el espejismo de que 1 peso valía igual a 1 dólar- y el consecuente estallido social en los últimos días de ese año, prolongado en la catástrofe humanitaria, social y económica de 2002.
A partir de entonces se desarrolló en la mayor parte del subcontinente el periodo de los procesos populares y soberanistas representados por líderes como el mencionado Chávez, Lula Da Silva, Néstor Kirchner y Cristina, Evo Morales, Rafael Correa, y también los aportes de José “Pepe” Mujica y el Frente Amplio uruguayo, así como de Michelle Bachelet en Chile, que no tuvieron la misma profundidad transformadora pero contribuyeron a la democratización del Estado y a la integración suramericana.
Reacción, derrotas y ultraderecha
La respuesta de las oligarquías locales y la estrategia imperial de Estados Unidos (EU) consiguió debilitar o derribar, uno/una tras otro/otra, a los/las líderes y fuerzas políticas que expresaron intereses opuestos a sus planes de dominación.
Desde mediados de la segunda década de este siglo las derechas -que representan a las respectivas clases dominantes y a la geopolítica estadounidense- retomaron el control del Estado en cada país.
La derrota del peronismo en Argentina (en 2015); el derrocamiento parlamentario de Dilma Rousseff y el PT (Partido de los Trabajadores) en Brasil (2016), más la persecución y posterior proscripción y encarcelamiento de Lula (2018); la prostitución del triunfo de la izquierda en Ecuador (en 2017, cuando venció el “correísta” Lenin Moreno pero después se dio vuelta y gobernó a favor de los intereses opuestos); y el golpe de Estado contra Evo Morales en Bolivia (2019), marcaron el paulatino final de la etapa de ascensos populares.
Solo resistió el chavismo de Venezuela, aún sin su fallecido líder fundador, pero a costa de tremendos sacrificios para el pueblo, la emigración de millones de personas y la pérdida de legitimidad del gobierno revolucionario.
Ello se debió a la asfixia comercial y financiera contra el país desatada por EU y las potencias europeas; la incautación de dineros públicos venezolanos por parte del sistema financiero internacional; el financiamiento extranjero a la oposición institucional, a la violencia política opositora, a bandas criminales y hasta a un “gobierno paralelo”; intentos de invasión terrestre (desde Colombia) y amenazas de bombardeo aéreo sobre territorio nacional. Es decir que se debió a una guerra total de desgaste y agresión, tanto política y militar como económica, diplomática y propagandística.
La reacción conservadora y neoliberal en Suramérica fue simultánea a la aparición de fuerzas de ultraderecha potentes y legitimadas por el voto ciudadano en el centro político del sistema de poder mundial. El símbolo máximo fue la elección de Donald Trump como presidente de EU (noviembre de 2016).
Y dos años después (octubre de 2018), Jair Bolsonaro ganó las elecciones realizadas en el país más grande y poderoso de Suramérica -Brasil-, aunque lo hizo en condiciones fraudulentas y antidemocráticas por la proscripción y encarcelamiento de Lula.
Simultáneamente, 2018 también fue el año de un suceso electoral de gran trascendencia para la política continental y mundial: el líder popular y progresista Andrés Manuel López Obrador ganó en México, el otro país (junto con Brasil) de mayor peso territorial, poblacional y económico de toda América Latina.
Mientras que en el sur del continente, a fines de 2019 Argentina dio el primer golpe a través del voto ciudadano contra la oleada conservadora y pro-estadounidense, cuando el Frente de Todos ganó las elecciones con el binomio Alberto Fernández-Cristina Kirchner.
A comienzos de 2020 la aparición del virus del Covid alteró la vida de la humanidad y el curso de los acontecimientos políticos. De todos modos, desde el punto de vista del control del Estado en países de mediana o alta gravitación geopolítica, ni Macri (poco antes de que empezara la pandemia) ni Trump (ya durante la tragedia sanitaria mundial) ni tampoco Bolsonaro (finalizada la misma) consiguieron su reelección.
Pero el paso de presidentes de ultraderecha en Estados Unidos y Brasil ha dejado destruidas en gran parte las bases de la convivencia democrática pacífica y también las perspectivas de atenuar, aunque sea mínimamente, las injusticias sociales y la desigualdad en el reparto de la riqueza socialmente generada. En ambos países los ricos son cada vez más ricos, y al mismo tiempo el resto de la sociedad se empobrece.
En Argentina ocurre lo mismo -las minorías privilegiadas se enriquecen mientras las mayorías sociales sufren- a pesar de que hace cuatro años gobierna una fuerza política de raíz popular. En ese contexto de hartazgo social por la constante pérdida de poder adquisitivo de la población en general, todo agravado por la inflación, irrumpió la amenaza de la ultraderecha encabezada por Javier Milei.
En la primera vuelta electoral del reciente domingo 22 de octubre, una mayoría relativa -y provisoria- de votantes evitó que el país marchara hacia la autodestrucción nacional.
La remontada de la candidatura presidencial de Sergio Massa (Unión por la Patria) hasta alcanzar el 36,7 %, frente al estancamiento de Milei (La Libertad Avanza) en un 30 % casi idéntico a la elección primaria de agosto, y el derrumbe de Patricia Bullrich con su 23,8 % y el posterior estallido interno de la coalición que ella representaba (Juntos por el Cambio), dejan abierta la chance de que nuestro país se salve de un régimen que traería mayores dramas económicos y sociales, y que agravaría las condiciones favorables a la violencia política.
La dominación violenta sufrida durante gran parte del siglo XX por la vía de los golpes de Estado y las dictaduras, en esta época puede llegar a concretarse mediante mecanismos más sutiles y complejos, que incluyen la posibilidad de que una mayoría ciudadana vote a favor de sus verdugos.
Argentina por ahora se ha salvado, y el balotaje del 19 de diciembre será el próximo paso de una lucha que en realidad no termina nunca, porque siempre habrá clases sociales y bloques de poder que representan intereses opuestos entre sí.
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