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Columnistas
02/10/2022

Aguafuertes del Nuevo Mundo

El corto trecho del dicho al hecho

El corto trecho del dicho al hecho | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Cuando al morir Eva Perón se lanzaron vivas al cáncer, no había redes sociales y era otro el entramado mediático. Hoy las prédicas de algunos medios y de ciertos dirigentes repugnan nuestra conciencia, pero más zozobra aún provocan las voces callejeras que piden “meter bala” y “cortar cabezas”.

Ricardo Haye *

Sin ninguna pretensión mítica podría decirse que “en el principio fue el verbo”. Las palabras, que tienen cualidades reparadores, confortantes y hasta incluso salvíficas, también pueden constituirse en armas cargadas de violencia simbólica, elementos de poderosa agresividad.

Cuando en la Argentina comenzó a ganar espacio mediático la figura de un dirigente de verba feroz como Milei, el terreno por el que avanzó había sido convenientemente abonado por una larga tradición de expresiones y frases envenenadas.

La muerte de Eva Perón en 1952, solo por poner una fecha antojadiza que seguramente no inauguró el ciclo, en algunos círculos del país produjo inscripciones oprobiosas de vivas al cáncer, que a millones de argentinos les arrebató a una figura fuertemente instalada en sus afectos.

No bastó con el regocijo íntimo; la exaltación de espíritus cegados impulsó a dejar registro de esas expresiones desafortunadas en numerosos grafitis que ensuciaron paredes pero que también cubrieron de sombras tenebrosas tanto el ánimo de los sectores refractarios a esa dirigente sin cargo como al alma de sus seguidores incondicionales.

No había redes sociales entonces y el entramado mediático de la época no resistía comparación alguna con el ecosistema integrado que hoy atraviesa con sus mensajes a la población más receptiva e incluso a los que abominan de sus discursos hegemónicos.

Tres años después de la muerte de Evita, la llamada Revolución Libertadora intentó erradicar del vocabulario criollo el nombre de Juan Perón. La alegoría del “tirano prófugo” actuaba como reemplazo instituido de la nominalidad que intentaba suprimirse y, al mismo tiempo, caracterizaba al expresidente como una persona autoritaria, corrupta y que había gobernado sin apego a la justicia y violando principios del Estado de derecho.

La última alocución de Perón antes de su derrocamiento había pasado a la historia como “el discurso del cinco por uno”. Desde un balcón de la Casa Rosada, el todavía presidente deploró el asesinato de trescientas personas que acababa de ocurrir durante un bombardeo aéreo opositor sobre Plaza de Mayo y prometió que por cada uno de los suyos que cayera, caerían cinco de los adversarios.

El país se había convertido en un ring, en uno de cuyos rincones los simpatizantes justicialistas alimentaban el deseo del regreso de su líder proscripto en un avión negro que traería consigo esperanzas latentes de una vida más digna.

Los periódicos vendían ediciones matutinas y vespertinas, la radio aún atravesaba su época dorada y la televisión comenzaba a afincarse en los hogares argentinos. Las visitas a los cines entregaban una cuota de propaganda dirigida a través del noticiario semanal Sucesos Argentinos.

Esas eran las voces que amplificaban la discursividad bifronte y polarizada de la Argentina. Peronismo y antiperonismo reeditaban anteriores pujas fratricidas entre unitarios y federales y las aún más antiguas disputas entre liberales y conservadores, ocurridas en los mismos albores de la Patria cuando el medio excluyente era la Gaceta de Buenos Aires, fundada por Mariano Moreno en 1810.

Los antecedentes históricos remiten a una textualización de impacto más tenue sobre la sensibilidad de los individuos, muy especialmente cuando se la compara con la actual descarga torrencial de mensajes, algunos de los cuales son extraordinariamente pobres en argumentación pero progresivamente más audaces y agresivos en su carga adjetiva.

Si antes los medios reflejaban el estado de opinión de sectores contrapuestos de nuestra sociedad, resultará altamente apreciable que alguna vez podamos discernir si los actuales pronunciamientos de las grandes corporaciones privadas, el entramado público de la comunicación y las organizaciones comunitarias dedicadas a dar a conocer su perspectiva del mundo, solo reproducen un clima social de época, lo estimulan o lo generan.

Hace cien años el sociólogo norteamericano Harold Lasswell impulsó decididamente la llamada “teoría de la aguja hipodérmica”, que le atribuía a la comunicación de masas grandes posibilidades de incidir sobre las actitudes y el comportamiento de los integrantes de la sociedad. Con una cuota enorme de determinismo, aquel planteo sostenía que los estímulos adecuados obtenían las respuestas deseadas sin que ninguna interferencia fuera capaz de alterar los resultados previstos. “A cada estímulo, una respuesta”, era la fórmula que se repetía. El resumen era que, frente al poder colosal de medios de comunicación de masas, la sociedad carecía de cualquier elemento de resistencia.

Es curioso pero a esta noción también se la conoció con el nombre de “teoría de la bala mágica". Según ella, la transmisión de un mensaje actuaba como una bala que la “pistola” de los medios de comunicación disparaba a la "cabeza" del espectador.

Es imposible no recordar esa proposición en estos días, cuando todavía no superamos el agobio no ya de un arma metafórica sino de una real, gatillada a pocos centímetros de la frente de una de las dirigentes argentinas de mayor predicamento y acompañamiento incondicional de sus simpatizantes.

Con el tiempo, aquella visión extrema de manipulación social fue cayendo en desuso, sobre todo al repararse que también actuaban las interacciones personales directas y otros factores de socialización primaria y secundaria (familia, escuela, amigos, compañeros de trabajo o estudio) con capacidad de intervenir en la toma de decisiones.

El fundamentalismo inicial de “los medios determinan cómo piensa la gente”, quedó rebajado a “los medios son decisivos en proponerles a las personas sobre qué pensar”.

El siglo XXI confirmó que algunas seguridades de antaño ahora mostraban mayor fragilidad conceptual. En principio, el concepto de “comunicación de masas” estalló en pedazos ante la formidable atomización de unos públicos que enfrentan una oferta inabarcable de contenidos que contribuye a segmentar las audiencias en partículas.

Pero aunque no hayan alcanzado nunca esas capacidades formidables que algunos les atribuyeron, los responsables del polo emisor nunca dejaron de ilusionarse con la vocación divina de modelar y regular a la sociedad a su antojo.

Y la verba de sus voceros progresó en contundencia, las lenguas se volvieron más afiladas, los juegos de palabras derraparon hacia el mal gusto. Incluso (y quizás más) cuando esas palabras alternaron con elementos sustitutorios igualmente degradantes, como las horcas o las guillotinas. ¿Todas esas expresiones caldearon el ambiente para precipitar acciones violentas o, por el contrario, actuaron reactivamente ante el estímulo invertido que provenía de alguna porción de la gente de a pie? ¿Qué fue primero: el huevo o la gallina?

No es lógico ni deseable que se supriman los disensos, pero las soflamas incendiarias que llenan el camino de piedras no solo no colaboran con la consolidación del Estado de derecho sino que incluso pueden generar condiciones propicias para que la violencia sígnica escale hasta alcanzar la cima de lo físico. En este sentido, son ilustrativas las consideraciones acerca de la materialidad de los discursos que propone Sacha Pujó en este mismo portal (Véase su nota La organización política del odio: quién administra el resentimiento en Va Con Firma del 11/09/2022).

Entre medio de las instancias de emisión-recepción y comunicación de retorno, habrá que ubicar la responsabilidad de los sectores dirigenciales, no porque queramos otorgarles preeminencias foquistas que los eleven por encima de los mortales, pero sí porque deben asumir el compromiso de serenar los espíritus. De ellos cabe esperar contribuciones efectivas a la paz social y propuestas que conduzcan a una mejor calidad de vida. Nada de eso parece estar presente en los pronunciamientos de algunos parlamentarios y representantes políticos partidarios.

Lo que se recoge en las calles es ya más complicado de disolver. Las propuestas de intolerancia extrema quedan rezumadas en las ideas que expresan los referentes de la agrupación de extrema derecha Revolución Federal: “Hay que matarlos, por favor, hay que matarlos. Con esta gente no se puede convivir. (,,,) Pongan mano dura. Pónganlos contra una pared. (…) Provocalos, cagalos a palazos, dejalos a todos chorreando sangre. (…) Bajale la dentadura, rompele el comedor. (…) Si me siguen rompiendo las pelotas (…) hacemos cuatro molotov cada uno, nos juntamos 20 patriotas y lo resolvemos. Es así de sencillo. (…) ¡Repriman! Ya está. ¿Vas a perder un voto por matar cuatro kirchneristas? Vas a ganar 10, boludo. (…) No, con esta gente tampoco se soluciona por los medios democráticos”.

Tanta inquina, semejante aversión, se consuman primero en un chat entre el agresor frustrado de Cristina Fernández, Fernando Sabag, y su novia Brenda Uliarte: “Hace falta un francotirador. Viste que la mina se pone en el balcón, pimba, un tiro en la cabeza, hacerla mierda”, y finalmente conducen al intento de magnicidio fallido.

Algunas prédicas de los medios repugnan nuestra conciencia, ciertos dirigentes producen escalofríos con su pensamiento retrógrado, pero las voces callejeras que piden ‘meter balas’, ‘cortar cabezas’, ‘eliminar’, ‘destruir’ nos provocan un estado de zozobra intolerable al hacernos reparar en qué sociedad vivimos y en qué seres podemos llegar a convertirnos.



(*) Docente e investigador del Instituto Universitario Patagónico de las Artes.
29/07/2016

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