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En los últimos años de su presidencia, Cristina Kirchner popularizó entre sus seguidores/as la expresión “No fue magia”, refiriéndose a que los logros alcanzados durante los gobiernos de Néstor Kirchner y suyos no respondían a ningún factor ajeno a las capacidades humanas, sino a decisiones adoptadas en el marco de un proyecto político al servicio del país y de los intereses populares.
El pasado miércoles (03/08), apenas se hizo cargo del reunificado ministerio de Economía de la Nación, Sergio Massa aludió a la enorme expectativa creada por su llegada a esa función, simbolizada en que algunos/as lo mencionan como “un salvador”, o se dice que su designación representa una “una bala de plata” que utiliza el actual gobierno, o que tiene el poder de un “súper ministro”. Al iniciar la conferencia de prensa posterior al acto de asunción, entre sus primeros conceptos aclaró: “No soy ‘súper’ nada, ni mago ni salvador”. (Pueden recuperarse sus expresiones en un fragmento publicado en Youtube. Posteo del 03/08/22).
A pesar de la indudable pertinencia de sus palabras, es legítimo plantearse, entre las grandes incógnitas que suscita su nueva y altísima responsabilidad pública, cómo podrá hacer posible el propósito de conformar a los llamados “mercados” por un lado, y por otro satisfacer las demandas sociales en favor de una mayor justicia en el reparto de la riqueza socialmente producida, o sea lo que suele denominarse “distribución del ingreso”.
Esa compatibilización entre intereses contrapuestos nunca se verificó en Argentina (al menos en el siglo XX y en lo que va del XXI), ni tampoco en ningún otro lugar de América Latina.
Distintas han sido las experiencias en naciones de Europa Occidental después de 1945, cuando las clases dominantes alcanzaron amplios niveles de acuerdo con los/las trabajadores/as y clases populares en general para reconstruir países arrasados por la guerra y edificar sociedades capitalistas con cierta justicia distributiva. Los modelos socio-económicos emblemáticos de esos procesos fueron los llamados “Estados de Bienestar”.
En nuestro continente, en cambio, nunca ocurrió nada similar. Cuando se lograron mejores estándares de reparto de la riqueza o del ingreso, fue porque hubo gobiernos, fuerzas políticas y líderes populares que enfrentaron el poderío de las clases dominantes u oligarquías locales normalmente ligadas a intereses extranjeros, que son las que controlan los “mercados”.
Contra esas clases sociales y esos intereses, en distintos momentos históricos el Estado disputó la apropiación de la renta y muchas veces también la propiedad de sectores estratégicos de la economía, a fin de orientar el destino de la riqueza en beneficio de las mayorías sociales. Eso es lo que en Argentina particularmente, desde Perón y Evita en adelante, se denomina “justicia social”. Aunque hoy el concepto está bastante olvidado y se habla más modestamente de “inclusión social”.
Ejemplos de aquellas etapas fueron, a mediados del siglo pasado, el peronismo en Argentina, el “Estado Novo” liderado por Getúlio Vargas en Brasil, y la Revolución Nacional en Bolivia. Y mucho más radical todavía, la Revolución Cubana. También, pero ya en los años ‘70, el gobierno socialista que encabezó Salvador Allende en Chile.
Los procesos -cada cual con sus particularidades- fueron combatidos mediante la violencia de las clases privilegiadas y de Estados Unidos (EU), que apelaron a los golpes de Estado y a las dictaduras cívico-militares para restaurar su control en las respectivas sociedades. También perpetraron asesinatos de líderes -o intentos de ello-, bombardeos e invasiones militares -o intentos-. Solo Cuba resistió, e incluso hasta hoy, pero con enorme heroísmo y sacrificios para su pueblo.
Al comenzar el siglo XXI, en circunstancias nacionales y mundiales propias del momento (muy diferentes a las de los casos mencionados en el párrafo anterior), los/las líderes que confrontaron ante los intereses dominantes para generar una mejor distribución de la riqueza y ampliar el reconocimiento de derechos sociales fueron, de forma destacada, Hugo Chávez en Venezuela, Lula Da Silva en Brasil, Néstor Kirchner y Cristina en Argentina, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador.
Para derrotar los avances populares, las oligarquías locales y EU adaptaron y/o modificaron los métodos. Una de las innovaciones antidemocráticas es el -muy vigente- golpismo judicial y mediático, que en los ámbitos politizados se denomina “Lawfare” (“guerra judicial” o “guerra jurídica”).
La referencia a antecedentes de años o décadas anteriores en el continente, intenta llamar la atención sobre el profundo y violento antagonismo que se desata cada vez que determinados gobiernos y líderes ejercen el poder con el propósito de transformar las estructuras de una sociedad y mejorar las condiciones de vida del pueblo.
Capitalismo de rapiña
Volviendo a la Argentina de hoy, la necesidad de aferrarse a una expectativa de salida para la grave situación actual puede conducir a espejismos. Pero si se observa atentamente, no existen experiencias históricas donde se verifique que una distribución más justa de la riqueza o del ingreso se consigan sin afectar intereses de los sectores dominantes.
Más todavía en un país como el nuestro, donde la clase capitalista que maneja los resortes de la economía es particularmente rapiñera, depredadora, insaciable para saquear los recursos de la naturaleza y de la población, y con una voracidad sin límites para aumentar su rentabilidad.
Tales características se manifiestan crudamente en los empresarios sojeros que acumulan la producción en silobolsas y se niegan a venderla para especular con una eventual devaluación del peso. (El tema fue descripto en una columna de Héctor Mauriño publicada hace dos semanas en y titulada, irónicamente, “La moral silobolsa”. Nota del 24/07/22).
El gobierno del Frente de Todos, que tuvo/tiene todos los vientos en contra -primero la catástrofe general macrista y en particular la deuda externa, luego la pandemia del Covid y ahora las consecuencias mundiales de la invasión de Rusia a Ucrania-, llegó a este momento dramático porque el presidente Alberto Fernández no cree en la confrontación con los intereses dominantes. No está en su matriz de pensamiento. Nunca lo prometió y no podía esperarse otra actitud de su parte.
Ahora, Sergio Massa inicia un recorrido similar pero con una habilidad política mucho mayor y con un comprobado manejo del oportunismo y del discurso marketinero. Es un dirigente que capta como pocos/as el sentido común y los humores de la sociedad, particularmente de las clases medias.
Sin embargo, y en esto es igual al presidente, sus concepciones ideológicas desarrollistas descartan por completo cualquier tipo de disputa contra los grandes intereses que dominan al país y al mundo. Tanto el jefe del Estado como el flamante conductor del ministerio de Economía confían fervientemente en el acuerdo, el diálogo y la conciliación, y descreen que en la sociedad existan intereses incompatibles entre sí.
Massa en particular, y sobre todo desde que enfrentó electoralmente al kirchnerismo en 2013, siempre se alió -y se alineó- con fracciones del poder económico local e internacional, y también con sectores políticos y diplomáticos influyentes de Estados Unidos.
Si con esas características lograra detener la espiral inflacionaria y revertir, aunque sea mínimamente, la pérdida de capacidad adquisitiva en los ingresos familiares de la mayoría de la población, sería una novedad histórica.
Porque la “magia” de dejar conformes, simultáneamente, a los mercados y al pueblo, hasta ahora nadie la ha demostrado, como lo sugieren los ejemplos de nuestro país y de otros de América Latina señalados anteriormente.
De todos modos la expectativa en la sociedad es muy grande, los apoyos que ha recibido dentro del Frente de Todos le otorgan al nuevo ministro una fortaleza política considerable, y el deseo colectivo de superar una situación muy adversa también le confieren un crédito social valioso para acometer su difícilísima tarea.
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