28/10/2021

Aguafuertes del Nuevo Mundo

La profe lo tiene claro

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Poco antes de jubilarse, repasa ante sus alumnos -en una clase virtual- 38 años de trabajo y formación académica. Les cuenta lo que fue para ella la movilidad social ascendente, que sospecha en riesgo, mientras piensa que en las elecciones hay que defender un sistema de protección social para toda la población.

Ricardo Haye *

Se ha puesto las mejores pilchas. La ocasión lo merece y ella se lo debe a sí misma. Aunque se trate de un encuentro virtual, es una de sus últimas clases antes de que le llegue la jubilación. Elena repasa sus 38 años de vida académica y una vez más se dice a sí misma: “Llegué hasta aquí como resultado de la movilidad social ascendente”.

La mujer ya anda ligeramente por arriba de los sesenta y no se le escapa que nació y creció en un hogar consolidado y que tuvo padres afectuosos y bien ocupados en su desarrollo.

Pero sabe con la fuerza de las convicciones profundas que, en su evolución personal, profesional e incluso espiritual, existió la responsabilidad mayúscula de un Estado que, con los barquinazos propios de la historia argentina de las últimas décadas, generó condiciones propicias para que hoy esté a las puertas del retiro tras una carrera impecable en cuyo transcurso alcanzó los niveles más altos de escolaridad y formación académica.

Es un contraste notable cuando considera que papá y mamá no llegaron a completar el ciclo primario de educación, aunque eso no les impidió desplegar su conciencia social al calor de las etapas en que la vida institucional no fue avasallada por las frecuentes asonadas militares que tuvieron a los saltos a la sociedad argentina. E incluso por oposición, también cuando la democracia fue tomada por asalto porque le dio elementos de comparación elocuentes y definitorios.

La novedad vendría a finales del siglo pasado, cuando los regímenes antipopulares llegaron al poder a través del voto. Esa gente sensible y consciente de su realidad que fueron los padres de Elena jamás contribuyeron a semejante despropósito. De ellos aprendió Elena a desconfiar de los cantos de sirena y del palabrerío envolvente pero hueco de las agrupaciones políticas construidas con el único propósito de resguardar los intereses de los sectores acomodados.

Aquel ingeniero mal encarado que expresaba eso de “hay que pasar el invierno” fue un claro ejemplo de una discursividad nociva, al servicio -siempre- de un mayor empoderamiento de los poderosos, a costa -siempre, también- del esfuerzo de las mayorías populares.

Rostros de la ignominia.

 

Hay un inventario trágico que va enhebrando nombres, como los de Francisco Manrique, aquel ministro de Bienestar Social durante los gobiernos de facto de los generales Levingston y Lanusse, que intentó construir una carrera como dirigente procurando ganarse el voto de los jubilados. Esa ilusión fugaz sirvió para comprobar que se puede engañar a muchos durante una temporadita o se puede embaucar a algunos por mucho tiempo, pero jamás se consiguió engatusar a todo el mundo todo el tiempo.

En la dictadura siguiente fue Martínez de Hoz el ministro que puso todo su empeño en aniquilar el aparato productivo criollo. Massera, almirante siniestro del trío genocida que capitaneaba ese régimen oprobioso, también quiso perpetuarse a través de un partido político que felizmente nunca alcanzó relevancia alguna.

Y así como ellos hubo otros que intentaron lo que por entonces resultaba imposible: obtener reconocimiento popular.

En casa de la joven Elena, primero, y de la Elena adulta, después, nunca lo consiguieron. Y en muchos otros hogares, construidos en torno a la cultura del trabajo y el espíritu solidario, pasó lo mismo.

Hasta que la última década de la centuria pasada hizo realidad eso que hasta allí venía siendo inadmisible y absurdo: con adhesión de algunas porciones de las capas sociales más desfavorecidas, un dirigente peronista actuó como el caballo de Troya que introdujo en la administración nacional a los referentes destacados de las concepciones políticas más retrógradas y feroces. Y ahí, por fin, el ingeniero invernal, su familia y sus secuaces lograron llevar a la práctica su obsesión por el desguace del Estado.

Un lapsus inolvidable de un ministro de aquella época sirvió para que ese gobierno ominoso mostrara la hilacha: "Nada de lo que deba ser estatal, permanecerá en manos del Estado”, aseguró el titular de la cartera de Obras y Servicios Públicos, Roberto Dromi, al que el inconsciente le desnudó el pensamiento.

Elena y sus padres percibieron de inmediato que el país resignaba el control de sectores estratégicos como la energía, las telecomunicaciones o el transporte.

Cada vez que un ciclo como esos logró poner sus zarpas sobre la conducción del país, se sacrificaron conquistas laborales; se redujo la capacidad adquisitiva de la población asalariada; retrocedió la calidad de la educación; desfalleció la inversión social destinada a financiar la protección ambiental, los servicios comunitarios, la cultura y el arte; grupos sociales vulnerables quedaron desasistidos; crecieron la pobreza y la indigencia; el acceso a la salud resultó más complicado y el futuro, en general, se volvió más incierto para quienes habitan en la base de la pirámide social. Pero hasta ahora esos ciclos de retroceso no han conseguido extinguir la voluntad de progreso y el deseo ferviente de acceder a una mejor calidad de vida de millones de personas.

Elena pasó su infancia y juventud en una casa que era el orgullo de sus progenitores, porque fue fruto del esfuerzo propio, acompañado por créditos hipotecarios accesibles para los trabajadores.

La mujer edificó su carrera profesional gracias a la gratuidad de una enseñanza pública protagonizada por docentes comprometidos que fueron la encarnación de una educación de calidad, la misma a la que ahora tributa la protagonista de esta historia de vida.

En épocas en que se practicaba el turismo social, la familia de Elena supo que los viajes no eran patrimonio exclusivo de los millonarios.

La profesora abre su clase contando estas cosas, que sospecha en riesgo. Y agrega que la Argentina tiene uno de los calendarios de vacunación más completos del mundo. Que, a diferencia de lo que ocurre en muchas otras naciones, nuestros hospitales no excluyen a nadie. Y estas no son realidades que se hayan forjado de la noche a la mañana –explica–, sino la construcción esforzada de muchos años.

Aunque Elena casi no alcanzó a conocerlos, desde que sus abuelos inmigrantes llegaron al país a comienzos del siglo 20 se beneficiaron de las políticas contenedoras que les permitieron prosperar, labrarse un porvenir mejor que el que los aguardaba en sus patrias de origen y generar descendencia saludable y orgullosa de la argentinidad que les legaron sus mayores.

La mirada se le endulza con la recordación de Justino y Emilia, de Francesco y Bianca, que nunca bajaron los brazos y que devolvieron con gratitud todo lo que habían recibido de su país de acogida.

Porque, a diferencia de la réplica farsesca de los emprendedores especulativos de hoy, ellos fueron verdaderos industriosos y en su esfuerzo descansa una buena porción de la resiliencia que las políticas inclusivas y la movilidad social ascendente han sabido mantener.

Ante el horizonte electoral que tenemos enfrente, piensa Elena mientras comparte vivencias y convencimientos con sus estudiantes, debemos perseverar en la defensa de un sistema de protección social universal que garantice un piso mínimo de bienestar para toda la población y reduzca las asimetrías sociales que consagran desigualdades, les explica.

La profesora se toma un respiro y enseguida retoma su prédica, serena pero entusiasta. A pesar de todas sus debilidades y equívocos, -está diciendo ahora Elena- aún con sus errores de criterio e incluso con sus contradicciones, los gobiernos de carácter popular –a los que las usinas del pensamiento con pretensiones hegemónicas insisten en llamar “populistas”- siempre serán nuestra salvaguarda ante el ataque salvaje del neoliberalismo y las corporaciones que lucran con el esfuerzo y la postergación ajenos. En ese flanco volverán a formar filas los adoradores y adoratrices del mercado, procurando favorecer a los patronos mediante la eliminación de las indemnizaciones por despidos, precarizando el trabajo de quienes mantengan sus empleos, alentando las importaciones superfluas y atacando la industria local, mientras persisten en sus prácticas inveteradas de fugadores de divisas. Enfrente, con sus marchas y contramarchas, estarán quienes siempre trabajaron para evitar esas conductas depredadoras.

Elena sabe que esas certezas nuevamente orientarán su decisión en la próxima visita al cuarto oscuro. Como ha sido siempre. Como debe ser.



(*) Docente e investigador del Instituto Universitario Patagónico de las Artes.
29/07/2016

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