Uno
Habrá sido la primavera de 2013, octubre acaso. Se van a encontrar en el café Victoria Urquiza, en la esquina de Triunvirato con Avenida De los Incas. A él siempre le queda cómodo: se baja del 80 que viene de Devoto y entra directamente al bar. Elige ese bar porque de ahí puede volver rápidamente a su casa, de donde ahora casi no sale, y, con su magro botín, dedicarse a buscar algo que calme su angustia. La belleza, esquiva; el amor, en fuga; la poesía, en barbecho, aun sin saber si algo habrá mañana. Todo parece haberse descompuesto en sus días.
Contra su costumbre llega tarde, de visible mal humor, distraído. Con el segundo café, el recién llegado de la Patagonia pide un submarino con medialunas para su amigo. Nadie sabe -él tampoco- cuándo fue la última vez que comió algo. Hablan entre los rayos de luz que ingresan por el ventanal que da a Triunvirato. La conversación se empantana, porque esta vez no ha traído poemas, textos. Sólo inquiere, como siempre, si el de la Patagonia sigue su escritura; cómo está la familia, pregunta, los hijos. Habla de su casa casi en ruinas, rememora a amigos, a sus padres, y asegura que hace tiempo no ve a nadie. Ya no me invitan a leer, soy un olvidado, dice, casi un paria. Ni él ni su interlocutor tienen respuestas, y por eso cambia de tema de inmediato.
Esa primavera, ninguno de los dos lo sabe todavía, será la última que los reunirá. En su siguiente visita a Buenos Aires, el de la Patagonia verá a Victorio Veronese, el poeta de Villa Luro, con quien hablarán del amigo muerto pocos meses atrás en un hospital público del conurbano, reirán con las charlas mantenidas en la terraza, con las caminatas por San Telmo y las lecturas de poesía buena y mala en los bodegones que poblaban el barrio en los años de la dictadura y que ahora han sido expulsados como del paraíso por el dios turismo.
Dos
Habrá sido el primer día del año. Veronese y el patagónico intentarán reconstruir los últimos tiempos, la desolación creciente, el desvarío, las ventas al por menor de objetos de la casa para comprar algo de comida, pagar abonos telefónicos y algunos gustos. Hablarán de las lecturas casi litúrgicas de esos poemas extraídos de las enormes bolsas de plástico negro donde los conservaba; la asistencia a rondas de poetas con quienes solía discutir debido a su escaso margen de tolerancia a la cursilería y al mal gusto y a la acostumbrada mistificación del gremio. Militará el odio a las falsificaciones, desnudará la poesía sin sangre ni carne, creerá y así lo proclamará, que la belleza encandila como un hielo ardiente, una luz que hiende las córneas porque hay que estar ciego para ver. Entonces, en esos raros, epifánicos momentos, habrá una voluta invisible que convertirá en poesía el diálogo y que necesitará las palabras del poeta a punto de terminar su andar en este planeta.
estoy en esta enorme casa vacía
solo
porque soy un hombre solo
entre libros solo
entre poemas solo
nadie llama ni se acerca
y puedo morir sin que sepan
que en esta mañana de lloviznas
y frío
escribo como siempre
pensando que Dios escuchará la plegaria del solitario
estoy solo
mis padres descansan en un jardín lejano
mis días de infancia
coloridos por familia que descansa también lejana
nadie vendrá
pero zorzales y palomas ponen libertad
entre las plantas que invaden para que
recuerde que aún tengo mis sueños
que brillan con sus sueños
y que es mentira que estoy solo
agradezco la incansable música de sus cantos
entre flores y plantas y lo invisible permanente como un ángel
y agradezco repito
esta forma tan serena de acercarme al universo
y entre bellos aleteos que ponen cielo entre el jardín y mis ojos
me dicen me muestran
la vida que aún late
como late mi corazón entre tantas formas de estar vivo
espero no olvidar que siempre están que siempre vuelven
que no estoy solo que nada se detuvo y que la duda es tan efímera como la noche (“Plegaria del solitario”, p. 59)
De vuelta a esa mañana de primavera en Villa Urquiza: quedan migas sobre la mesa, las tazas vacías y la mirada huidiza del poeta que quiere volver a su casa de la calle Campana, a la penumbra donde vive y que pronto abandonará. No quiere permanecer ni diez minutos más en el café, saluda y con torpeza se levanta de la silla, que arrastra y deja a punto de caer sobre el piso. Saluda a su atribulado amigo. Ninguno de los dos piensa que es el último abrazo que se darán. Si alguien lo insinuara, recibiría un insulto por respuesta. Cuando se vaya, quedará en el aire un cierto dolor, un anticipo de final cuyo desenlace se conocerá en poco más de sesenta días.
con silencios escribo mi partida
y detesto huir por las amargas zonas
donde un tren repite su existencia
de acostumbrada muerte
de rieles infinitos
será la partida final hacia la estepa
hacia ocultos lugares invitados al recuerdo
hacia eternos gestos en disputas cotidianas
entonces
con mis huesos respondo a este mensaje repentino
a la duda de entender mi empeño desdentado
y arrepentir
ese olvido aún latente
desde que asombro mis días con la
inocencia encontrada en otros rostros
un devenir inalcanzable golpea
las aldabas más profundas de la noche (“Adiós”, Zaragoza, 29-02-80, pág. 24)
Tres
Jorge Smerling había nacido en Buenos Aires en 1957. Murió en Vicente López el primer día del año 2014. Publicó varios libros: el primero, a sus veintitrés años (1980), Onirocrisis, fue una edición de autor; luego vinieron El vacío de la paloma(una edición artesanal en conjunto con Héctor Miguel Ángeli y Miguel Ángel Viola), con ediciones Mano de obra, de Alberto Ponzo, en el mismo año. Desde entonces, editó con minuciosidad, dado que seguía la producción del libro de una manera obsesiva, El circo natural, con ediciones Carrá, en 1982; Bombardeo en las siestas vecinas, publicado por la Fundación Argentina para la Poesía en 1984; Canción para Viola, un homenaje a su amigo que acababa de morir, otra vez con Carrá, en 1986; Quásar, de nuevo con la Fundación Argentina para la Poesía, en 1989; Canción de adiós para un rey oscuro, en ediciones La Guillotina, de la poeta Eugenia Mugnani, en 1993; Mosca de cuerno, (estudio f, 1993); Canción para una fotografía de ausenciay Misa por los árboles-Señor, el alma es un fragmento de tus ojos(libro reversible), ambos con La guillotina, en 1995 y 1998 respectivamente. Luego de un largo silencio, ya con toda su obra prácticamente agotada, publicó en Neuquén la plaqueta Solo como en mí, con la cebolla de vidrio ediciones, en 2011.
De esos libros quedan ejemplares en las bibliotecas de amigos, quizás en el magma de la internet, pero lo cierto es que están inaccesibles para la mayoría. Un largo hiato de veinte años, apenas saldado por la aparición de dos pequeños poemarios hallados en los archivos del amigo de Neuquén. Nada más, hasta que, en 2019, Graciela Smerling habrá logrado reunir no sin esfuerzo gran parte de los poemas inéditos de su hermano.
La historia comenzará en un bodegón del barrio La Paternal, un mediodía de invierno, cuando ella proponga la edición de esos poemas. Una especie de homenaje mío y de José, está diciendo. En la preparación de los textos recopilados de archivos de amigos y amigas, habrá trabajado Juliana Pupko Smerling, hija de Graciela, y en ese punto comenzará el trayecto al libro. No es poco imaginar otra vez a Smerling en vidrieras, anaqueles, escaparates, en lecturas a solas o en grupos, recuperar su voz como en un gran polo magnético que juntase los poemas dispersos en revistas, diarios, cajones, bolsas, en una galaxia terrestre de sur a norte y de este a oeste y en una vertical hasta el zenit de la belleza. Y que él los lea, los esté leyendo de continuo.
La edición acaba de aparecer, con el sello de En Danza que dirige Javier Cófreces en Buenos Aires. Ya está disponible en librerías y en el sitio de la editora. Su título: La muerte no tendrá la última palabra. Es claro que no.
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