27/08/2023

Investigación y desarrollo

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El criterio de productividad nunca puede aplicarse a un trabajo intelectual de creación en que, por principio, no se conoce el tiempo que puede insumir ni su resultado final. Por eso los controles que se utilizan en el CONICET o en las universidades para evaluar el trabajo de sus investigadores son diferentes.

Humberto Zambon

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Javier Milei, en su carácter de candidato a Presidente, ha cuestionado el quehacer científico, preguntándose cuál es la productividad de la investigación científica y prometiendo el cierre o privatización del CONICET.

Hay que recordar que la productividad es una medida económica que relaciona la cantidad de bienes productos por un factor productivo en un determinado lapso; generalmente se piensa en el trabajo; en este caso sería el total de bienes producidos dividido el total de horas de trabajo insumidas, lo que nos da la productividad de la mano de obra por hora. Se aplica a bienes materiales producidos en serie, aunque también podría aplicarse a servicios determinados como, por ejemplo, la cantidad de depósitos bancarios procesados por hora. Pero nunca a un trabajo intelectual de creación en que, por principio, no se conoce el tiempo que puede insumir ni su resultado final. Por eso los controles que se utilizan en el CONICET o en las Universidades para evaluar el trabajo de sus investigadores son diferentes.

Por otro lado, oponerse al CONICET y a los organismos públicos de investigación es totalmente retrógrado. Para verlo, conviene comenzar por una breve síntesis histórica de la evolución del pensamiento occidental.

A partir del siglo XVI el pensamiento occidental ha vivido una verdadera revolución científica que lo modificó radicalmente. Comenzó cuando Copérnico ubicó al sol en el centro del universo y otorgó a la tierra el carácter de un planeta más, poniendo en duda la interpretación literal de la Biblia y en tela de juicio el antropocentrismo (el hombre centro del universo y rey de la creación). La revolución coperniana abrió nuevos campos a la investigación y a la imaginación; así, descolló la figura de Giordano Bruno (1540-1600) que, sin posibilidades de observación empírica, en un impresionante juego de anticipación científica, desarrolló la idea que las estrellas eran soles distribuidos en el infinito, donde lo único eterno era la energía que se encontraba inmersa en todas las cosas.

Le siguieron Kepler y Galileo. Este último (1564-1642) fue un extraordinario científico; además de sus aportes a la astronomía es considerado como uno de los fundadores de la física moderna, La revolución científica se complementó con los trabajos de Francis Bacon (1561-1626) e Isaac Newton, que incursionó también en las matemáticas, lo mismo que Leibniz, Descartes, etc.

La disparidad entre la apariencia sensible que es aceptada por el conocimiento ingenuo y la realidad esencial del universo (la tierra no es plana ni el sol gira a su alrededor) creó una crisis del pensamiento, que culminó con Descartes (1596-1650) y su "Discurso del Método", donde metódicamente se pone en duda todo, en particular lo emanado de la autoridad y de las apariencias del mundo sensible, hasta llegar a lo irreductible, que es la propia conciencia ("pienso, luego existo"). Desde allí, mediante la razón, es posible construir el conocimiento. Obsérvese que ese poner en duda todo, inclusive el conocimiento científico, no implica una posición pesimista sino, al contrario, al estar acompañada de una gran fe en la razón humana y en las posibilidades de las matemáticas como medio de captar la armonía y las leyes objetivas que rigen en el universo, es un racionalismo profundamente optimista. Este racionalismo, asociado a la concepción humanista, tiene importante influencia en el pensamiento occidental posterior.

Se trataba de investigación pura, de ciencias básicas, que desarrollaron guiados por la única finalidad de saber más. Fue una suerte que a Giordano Bruno, Galileo, Newton o demás científicos de aquella época no se les cruzara algún tipo como Javier Milei, que los cuestionara preguntándoles para que servía la investigación a la que estaban abocados ni que productividad alcanzaban, aunque sí es probable que más de un palurdo pensara, como Domigo Cavallo siglos después, que “sería mejor que se dedicasen a algo útil: ¡Que vayan a lavar los platos!”

Por otra parte, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII hubo en Europa un importante crecimiento de la demanda de productos, especialmente textiles, fruto de la riqueza que fluía a España como consecuencia, primero del saqueo, y luego de la explotación en América. La oferta normal no pudo satisfacer esa demanda creciente, por lo que se hizo evidente la necesidad de aumentar la productividad del trabajo: se generó una demanda de invenciones e innovaciones laborales que dio lugar a la revolución industrial, nombre popularizado por el historiador inglés Toynbee, quien fechó su comienzo en 1760. Los primeros adelantos técnicos e inventos del siglo XVIII (como la máquina de hilar y la de tejer) fueron obras de hombres prácticos, curiosos e ingeniosos, pero sin conocimientos científicos especiales. Utilizaban madera para la construcción de la máquina y energía animal para su funcionamiento, aunque rápidamente se pasó al hierro y al carbón (y, en menor medida, a utilizar la energía hidráulica)

La complejidad creciente de las innovaciones volvió necesaria e imprescindible la confluencia entre la ciencia (que venía desarrollándose desde dos siglos antes) de forma tal que, a partir de esa momento, ciencia y técnica se presentan como inseparables y se potencian mutuamente. SI no hubiera existido el desarrollo previo de la ciencias básicas la historia contemporánea hubiera sido muy diferente.

Varios autores se han ocupado de la innovación tecnológica. El primero, en el siglo XIX, fue Carlos Marx, que muestra que la innovación (“la revolución permanente de los medios de producción”) es inherente al capitalismo y es una de las principales características que lo diferencia de los modos de producción anteriores, mientras que en el siglo XX otro alemán, Joseph Schumpeter, señaló a la innovación como la dimensión fundamental del desarrollo económico, poniendo el acento en el papel del empresario innovador como agente de ese cambio.

A medida que avanza la tecnología y los conocimientos científicos asociados, la investigación que culmina en innovaciones productivas, por lo general, debe realizarse con equipos multisectoriales que requieren cada vez más tiempo y mayores recursos, lo que tiende a desanimar al empresario privado. Entonces, a pesar que la ideología neoliberal aún dominante despotrica contra el estado y considera nociva su intervención en la economía, en todo el mundo el estado está reemplazando al empresario schumpeteriano y viene a cumplir un papel fundamental en la innovación tecnológica.

En una nota anterior citamos a la investigadora de Sussex, Gran Bretaña, Mariana Mazzucato, que analizó numerosos ejemplos de la intervención del estado en la investigación; por ejemplo, la biotecnología y el 75% de las nuevas drogas aprobadas por el Departamento de Salud de Estados Unidos han resultado de investigaciones pagadas por el estado, a lo que hay que agregar el increíble desarrollo rápido de vacunas para la última pandemia. Lo mismo ocurre con el algoritmo de búsqueda de Google o con la tecnología que está detrás del IPhone de Apple. Otro caso es el de las técnicas de fractura hidráulica para la explotación de gas y petróleo.

Un caso claro es el de China. Con los cambios iniciados en 1978 por Deng Xioping, que dieron lugar al “milagro económico de China”, se permitió la inversión extranjera, sujetas al control del estado, autorizándolas en función de las necesidades del país y cuidando, fundamentalmente, la transmisión de conocimientos tecnológicos. Por otra parte, el estado hizo convenios de asesoramiento tecnológico para la modernización industrial, se orientó la enseñanza hacia las ciencias básicas y la ingeniería y se otorgaron muchísimas becas para el estudio y la especialización en el exterior.

Sobre Estados Unidos el General Jake Sullivan, consejero en seguridad y hombre de confianza del presidente Biden, ha dicho que después de 1945, en la época dorada de la hegemonía norteamericana, entre el 40% y el 60% de la inversión en investigación y desarrollo de Estados Unidos provino del Estado; luego, con la irrupción del neoliberalismo y el axioma de que “los mercados asignan en forma eficiente”, la capacidad industrial norteamericana, fundamental para que un país siga innovando, ha sufrido un auténtico golpe. El gobierno norteamericano, al contrario que los conservadores y los mal llamados “libertarios” argentinos, está convencido que el estado debe volver a ocupar su lugar central en la inversión en investigación y desarrollo científico.

En nuestro país son conocidas instituciones públicas como INTA en la innovación agropecuaria, INTI en la industrial, CNEA para la aplicación pacífica de la energía atómica, CONAE para actividades especiales, así como el CONICET en la investigación científica (actualmente tiene más de 11.000 investigadores y más de 10.000 becarios). Además, un gran impulso a la investigación se dio en el presente siglo con la creación de ARSAT (Argentina Satelital, en el 2006) y con el Ministerio de Ciencia y Técnica al año siguiente.

Con el gobierno neoliberal-conservador a partir del 2015 hubo un serio retroceso que comenzó con la cesantía de personal en el Ministerio de Ciencia y Técnica, y continuó con una embestida contra la empresa nacional ARSAT, operadora de los satélites ARSAT-1 (construido en el INVAP y lanzado el 16 de octubre del 2015) y el ARSAT-2 (lanzado el 30 de setiembre del 2015) con los que brinda, entre otros servicios, el de televisión digital abierta que llegaron a 12.000.000 de habitantes de nuestro país. Estos cambios políticos se reflejaron claramente en el presupuesto nacional: sumado el de Ciencia y Técnica, Conicet y CONAE, de 2009 a 2013 creció de 1200 a 2300 millones de dólares y luego tuvo un crecimiento moderado hasta el año 2015, en que representó el 0,35% del PBI (1,46% del presupuesto total). En el 2019 había bajado hasta representar solo el 0,23% del PBI (1,03% del presupuesto nacional) y también bajaron en términos reales los presupuestos del INTA, INTI y de las universidades nacionales, que tuvieron problemas para continuar con sus proyectos de investigación y extensión.

El gobierno de Macri produjo un daño enorme al sistema, ya que no tuvo en cuenta que las investigaciones requieren continuidad, tiempo y tranquilidad económica para quienes se dedican a ello; además, es necesario incorporar en forma permanente a estudiosos jóvenes en la carrera de investigación para que existan frutos futuros, todo lo que requiere un presupuesto creciente.

Con el cambio de gobierno la investigación recibió un nuevo impulso: Conicet hizo varios llamados para la incorporación de nuevos investigadores, con lo que la cifra de estos superará los 12.000, todo un récord para nuestro país. Además, en febrero del 2020 se aprobó la Ley 27.614 de financiación de ciencia y técnica, que lleva al presupuesto correspondiente al 1% del PBI en 2032, con suba escalonadas anuales.

Ahora es de lamentar la nueva amenaza que se alza contra la investigación científica, aunque, confiando en la racionalidad del pueblo argentino, creemos que no pasará de eso: una propuesta trasnochada que muestra desconocimiento de un área esencial para nuestro desarrollo.

29/07/2016

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