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27/09/2020

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Narrar el Caos

Narrar el Caos  | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Desde un pueblo ficcional de la precordillera neuquina, Ricardo Costa elabora una trama que exhibe personajes reconocibles en las calles de hoy en día: militares que cometieron genocidio; curas; maestros y obreros; hombres y mujeres sometidos a la violencia estatal y para estatal.

Gerardo Burton

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“No se puede relatar el caos”, dirá Ricardo Costa durante una entrevista a propósito de su primera novela, Fauna terca, con la que inauguró una saga que abarca más de medio siglo de la historia argentina. Sin embargo, esa negación resulta desmentida cuando Costa elabora una trama que parte de un pueblo ficcional establecido en la precordillera neuquina, quizás asimilable a muchas poblaciones conocidas –o una síntesis de ellas-. Acá hay un nudo que se desata paulatinamente mientras exhibe personajes reconocibles en las rutas, en los caminos y en las calles de hoy en día: están los militares que cometieron genocidio; los curas que los bendijeron y los que fueron perseguidos; los maestros que enseñaron y desaparecieron; hombres y mujeres sometidos a la violencia estatal y para estatal. Ese hilo aparentemente caótico desborda esa obra inicial, continúa y llega a su segunda novela: Todos tus huesos apuntan al cielo

Tras la guerra de Malvinas y luego de su servicio militar, Costa se radicó en Neuquén, donde trabajó como docente y escribió y publicó varios libros de poesía, muchos premiados. Dice además que siempre tuvo la intención de escribir, con la mirada de un joven conscripto, sobre su experiencia durante la dictadura la atmósfera que se vivía en pueblos y ciudades. Tras varios años, durante los cuales publicó poemas y ensayos, se impuso la escritura –y la estructura- de la novela. Afirma que no hay un pasaje, una transferencia de un modo discursivo a otro, cada tema requiere su registro. Así, luego de su Fauna terca siguieron cuatro. La segunda es Todos tus huesos...

Como ocurre en España con la guerra civil y en México con la revolución y su institucionalización, una de las tendencias que hoy recorre la narrativa argentina –y no sólo la narrativa sino también el ensayo y la poesía- merodea la puja política de las décadas de 1969 y 1970. Hay un intento por explicar la lucha armada, hay una indagación en esa confianza en que la revolución estaba a la vuelta de la esquina, y hay un intento por descifrar ese recorrido violento e injusto que recorre la existencia política del país desde sus orígenes. Eso hace Costa, un autor de una poesía de preguntas e inquisiciones que deriva en narrador de esa saga que parte de un pueblo de la Patagonia con antecedentes en el Santa María de Onetti, el Macondo de García Márquez o el Yoknapatawpha de Faulkner. El relato de Costa mira el país desde ese poblado casi rural del sur llamado San Agustín al comienzo y más tarde Alto San Agustín debido a su reubicación tras la construcción de una represa que inundó el original.

La acción central de la novela se desarrolla entre los años 1976 y 1979 aproximadamente y culmina a comienzos de este siglo. Aquí, y en la anterior, Fauna terca, Costa recorre la historia política y social del país contada por varias voces

La principal voz en Todos tus huesos… es la de Neno Corvalán, la “coronela” o la “yegua coronela”, amante sometida del coronel Díaz Galván, jefe del regimiento en Alto San Agustín. Neno es un personaje secundario o terciario en la primera novela que ahora adquiere el protagonismo del relato con que Costa aborda la experiencia específica de las mujeres durante la dictadura militar. Un doble malentendido lleva a la Neno primero a sobrevivir al intento del coronel para sacársela de encima definitivamente y luego, a encontrarse y convivir con una pareja de guerrilleros que le facilitarán la salida al exilio, sin el hijo que parirá en la clandestinidad y que años más tarde la buscará en vano. En la escena previa al encuentro con Mario y Ángela, cuyos nombres de guerra son Luis y Tita, la Neno se entera de su embarazo:   

El 24 de marzo de 1977, la Neno Corvalán, por primera vez, entró sola a un bar, pidió un café con leche con medialunas y abrió el sobre que le había entregado la secretaria del laboratorio de análisis clínicos. Por sobre el borde del papel membretado, en perspectiva a la diagonal empedrada donde se hallaba el bar, advirtió un movimiento de personas que le llamó la atención. Una pareja de jóvenes armados cruzaba la calle a la carrera, se detenía sobre la mano contraria y regresaba al punto de partida para ocultarse detrás de un puesto de revistas. El auto verde que pasó frente a ellos frenó antes de llegar a la esquina, giró en U, aceleró y se detuvo a unos metros del puesto. El vehículo, al que de inmediato lo emparejó otro similar, era parecido al que Roberto tenía en San Agustín. Los disparos, los gritos y la gente entrechocándose compusieron una escena revuelta por el desborde. Los hombres que descendieron de los vehículos color oliva se desplegaron y abrieron fuego al mismo tiempo. Las hojas metálicas del puesto de revistas no resistieron la progresión de plomo que lo perforó de forma desmedida. Parabrisas, papeles y pedazos de baldosas repartían sus partes en un infierno callejero. Hasta que el muchacho que se protegía detrás del puesto cayó herido, luego de golpear de espaldas contra la puerta de entrada de un edificio de departamentos. 

A continuación, fue el turno de la chica, que antes de desplomarse abrió fuego y corrió hacia su compañero. Después, por unos segundos, hubo silencio y quietud. Nada que por naturaleza se declarara vivo parecía componer el escenario. Una ligerísima nube de humo flotaba por detrás de los autos verdes. De repente, uno de los hombres trajeados cruzó la calle e hizo un gesto para que sus camaradas lo siguieran. Era alto, estilizado y vestía un ambo gris oscuro, absurdamente elegante para una situación tan sangrienta como la que allí estaba culminando. Empujó con el pie al muchacho y luego hizo lo mismo con su compañera. Pero la chica seguía viva. La Neno la vio alzar la mano y mover una pierna. Un segundo hombre, pero esta vez uniformado y pasado de peso, pateó a la muchacha en la cabeza. Pero no fue este, sino el del traje gris oscuro el que la tomó de los cabellos, la arrastró hasta el vehículo y la cargó en el baúl. A la Neno le resultó familiar el porte de ese hombre. Lo veía gesticular, dar órdenes, señalar sectores y proceder con absoluto dominio de la situación. Pero no estaba segura de que fuera quien ella pensaba.

La Neno no tuvo miedo porque todo sucedió demasiado rápido. Es más, por detrás de la ventana del bar parecía estar viendo una película policial. Demasiado irreal para ser verdad. Desde allí podía adivinar la tensión en los rostros y en los gestos de los protagonistas, pero no alcanzaba a escuchar lo que decían. Solo se estremeció con los disparos, con el estallido de los vidrios y la explosión de un neumático. Pero no se escuchaban las voces en las imágenes de las que fue testigo.

Luego de cargar el otro cuerpo en el vehículo de apoyo y retirarse tan rápido como llegaron, el auto que desflecaba uno de sus neumáticos reventados partió a alta velocidad, el espanto fue ganando a quienes presenciaron el enfrentamiento. Solo la Neno permaneció pasiva en su mesa de café. Miraba el puesto de revistas. Fijaba su atención en un brazo encharcado en sangre que asomaba por debajo de una de las hojas metálicas. No se sumó a las expresiones de horror ni a los interrogantes de los mozos. No se tomó la cabeza ni huyó al fondo del local ni lloró como lo habían hecho las mujeres que tomaban el té en la mesa vecina. La Neno temía. No sabía cómo tenía que proceder ante una situación como esta. Temía por lo que estaba por venir. Temblaba. Eso no podía estar pasándole a ella. No en este momento. Es que esa tarde del 24 de marzo de 1977, el texto que acompañaba el papel membretado del laboratorio decía en letras negritas que el resultado era positivo.

A media cuadra, junto al puesto de revistas acribillado, los bomberos quitaban un tercer cadáver de la escena y se disponían a lavar la vereda, a enjuagar cuanto antes la sangre que escurrían las baldosas acanaladas, los canteros florales, la cuneta y por último la alcantarilla. Pasada la medianoche, nada quedaría de aquel tiroteo. No habría vainas servidas rodando por el empedrado. Tampoco esquirlas de revoque o de baldosas. No habría muertos. Los diarios no registrarían titulares referidos al tema. Solo quedaría el desmantelamiento de un puesto de diarios y revistas. Y a media cuadra de allí, en el bar, uno de los mozos se ocuparía de recoger la picadura de un sobre vacío y de montar cada una de las sillas vienesas sobre sus respectivas mesas, mientras el ayudante de cocina se esmeraría en volcar agua con desinfectante sobre el piso y refregar la mugre del día.

El ayudante de cocina Toranzo trataba de limpiar las huellas de los cientos de calzados que vaya saber desde dónde vinieron a dejar constancia de su miseria. Así que, dale Torancito querido, metele duro y parejo al mosaico, le gritaba el tano Catanzaro, el dueño del bar, mientras actualizaba en una libreta el movimiento diario de la caja. Metele que se nos pasa la vida y en un rato hay que volver a empezar. Vos dale al trapo. Dale, metele. Haceme caso. Y dejá de mirar por la ventana que lo de afuera no existe ¿Entendiste? Este es tu mundo, no ese. Vos dale tranquilo que aquí no ha pasado nada. (Páginas 31-33)

Las voces preponderantes de la narración, además de la Neno, pertenecen a su hijo Mauro, que nunca llegará a conocerla, y a Mario y Ángela, los militantes que la adoptan como compañera. La historia es reconstruida por Mauro a través de los relatos de diversos personajes que contradicen, denigran o reivindican la figura de esa mujer que nunca conocerá. Cada personaje testimonia su experiencia de los golpes de Estado y de la dictadura cívico militar que asolaron la Argentina del siglo XX.

Aunque Costa no identifica la organización a la que pertenecen estos jóvenes, su historia y sus diálogos los asimilan a la guerrilla peronista; tampoco habla de sitios u operativos de represión conocidos, pero la ficción los sitúa en un paisaje que se hace inmediatamente familiar tanto para quienes vivieron en esa época como para los que acceden a la novela por el placer de la lectura. La acción, entonces, transcurre casi naturalmente desde la cordillera hacia La Plata y viceversa. 

A través de una enmarañada red de contactos que Mario y Ángela mantenían con un reducido círculo de confianza, la pareja recibió información precisa sobre cómo había cambiado el cuadro de situación. Además de degradarlos, la organización los condenaba por desertores y por traidores. No les perdonaban que hubiesen abandonado la lucha por proteger a una infiltrada, la que, según el mismo parte, estaba vinculada a una red de inteligencia de las fuerzas armadas. Junto con ello, también los anoticiaban sobre la orden de captura que había lanzado el ejército por Manuela de la Cruz Corvalán, alias la Neno, a quien calificaban de delincuente subversiva y de atentar contra la vida del teniente coronel Berti.

En efecto, el recorte del periódico que Mario arrojó sobre la mesa mostraba la imagen de un departamento que a la Neno le costó reconocer como el suyo, destruido por el estallido de un artefacto explosivo. Sin dificultad pudo identificar a Berti y a Díaz Galván en la fotografía, de uniforme y en actitud de recoger pruebas entre los escombros. La Neno no podía creer la infamia que la prensa había publicado. Menos todavía que Galván y Berti se hubiesen confabulado para destruir a alguien tan apolítica e insignificante como ella. Pero Ángela y Mario sí creían capaces a esos miserables de operar mediáticamente en favor de sus intereses. Lo concreto era que los hechos daban cuenta de que tanto ella como Ángela y Mario formaban parte de una doble lista negra, de la cual no existía posibilidad de escapar. Ya sea por cuenta de la organización o por acción de las fuerzas armadas, ahora los tres pasaban a ser objetos de captura.

Desde que huyeron de la última casa operativa y se instalaron en el sótano de una imprenta abandonada, las normas de vigilancia para con la Neno fueron diluyéndose.

Luego de las malas nuevas recibidas, el trío se daba cuenta de que la fatalidad los hermanaba en un todo orgánico. De aquí en más, la consigna debía postularse en apostar a la confianza mutua y a la máxima cautela ante cualquier movimiento que pudiese delatarlos. Ahora estaban en igualdad de condiciones. Salvo que, para Ángela y Mario, la clandestinidad, la deserción y la muerte eran instancias posibles en el destino de un revolucionario. Pero para la Neno no. Aunque compartiese con sus compañeros una misma categoría de ilegalidad, esas instancias no formaban parte de sus ideales de vida. Lo que ella necesitaba era volver el tiempo atrás y resurgir en la tranquilidad de aquella ciudad tan linda y moderna que la recibió cuando tuvo que abandonar de apuro la Patagonia. O tal vez más atrás, cuando aún era una adolescente enriquecida por la dicha y cuando su amor por todo lo que conformaba su pequeño mundo la convertía en una agradecida de la vida. O por lo menos volver al momento en que tuvo por primera vez a Laurita en brazos. Por lo menos eso quisiera, evadirse de este presente tan injusto, el que la encarna en una persona que ella no es ni llegaría a ser jamás. (Página 90)

El nombre de la protagonista viene de un poema de Jorge Spindola (“Barcos vuelan barcos”, que aparece en el libro Perro lamiendo luna). Allí, Spindola dice que la neno y el pantera/se ganan la vida de barrer/colectivos anclados en la terminal. El apellido Corvalán –“ala de cuervo”, dice Costa- remite al poema de Poe, donde el pájaro repite dos palabras como letanía: nunca más, y es una expresión que justamente simboliza las aspiraciones de la sociedad a la salida de la dictadura. 

Sobre la relación entre la escritura de poesía y la prosa dirá Costa que “el placer que provoca escribir, componer un poema es abismal respecto de la creación de la narrativa. Son dos universos distintos y dos formas distintas de decir el mundo”. También se referirá a la experiencia poética en la Patagonia: para él “en la estepa, el tiempo es el tema que nos atraviesa a todas y todos los escritores que estamos aquí, a todos los que recurrimos a un lenguaje expresivo. Es un conjunto de tiempo, espacio y distancia. Es lo que impulsa a la contemplación. Incluso en medio de la estepa, ese horizonte circular es imponente”. 

De inmediato, esta experiencia se convierte en lenguaje, un lenguaje que “se expresa con naturalidad, que se piensa como lenguaje poético”. En este punto, recuerda una conversación con la poeta Irma Cuña bastante tiempo atrás en la cual coincidían que no se podía hablar de una poesía patagónica en cuanto tal sino de una “poética patagónica” en la que hay un espacio, una dimensión que trasciende lo geográfico o la naturaleza e invita a la contemplación.

En esta parte del mundo el viento entristece la luz.

Cada vez que sopla contra la casa, nada parece merecer 

la más mínima contemplación. 

Yo pensaba que una familia entera estaría abrazándose 

ahora mismo bajo las cobijas, rogando por la clavadura 

de las chapas contra el techo.

Ruedan botellas entre los yuyos y se desgaja la ropa colgada. 

Un pollo escapa y resiste bajo el piletón de lavar.

Todo el aliento muerto de la miseria se ahoga contra esas 

cuatro paredes. 

Sin embargo, en apoyo oblicuo contra el viento, 

la hija sale de la casa, se acurruca junto al pollo 

y comienza a cantarle suave.

A pesar del temporal, ella cree que el amor es un fenómeno natural 

que habita en lo más pequeño de la estepa.

Por eso abraza al animal y se convence de que la brutalidad del aire

es un mundo vacío que va muriéndose de a poco.

           (“Fenómeno natural”, del libro homónimo, publicado en 2012)

Ricardo Costa es escritor y docente. Nació en Buenos Aires en 1958 y reside en Neuquén. Entre otros títulos, ha publicado Teatro teorema (1996); Mundo crudo (2005), Fenómeno natural (2012), Crónica menor. Antología mezquina (2015), Un referente fundacional (2007) y Fauna terca (2011); estos dos últimos corresponden a ensayo y novela, respectivamente. Obtuvo el Primer Premio Fondo del Nacional de las Artes 1998; Tercer Premio Concurso Iberoamericano de Poesía Neruda, Temuco, Chile 2000; Primer Premio II Concurso Nacional de Poesía Javier Adúriz 2012. En 2008, en México, dos obras suyas obtuvieron premios: Mundo crudo –poesía- fue ganadora del Premio Internacional de Poesía Macedonio Palomino para obra publicada, y la novela Todos tus huesos apuntan al cielo, a finales de 2019 en el concurso internacional Ink de Novela Digital "René Avilés Fabila". Este libro, que se editó en soporte digital, puede leerse en el sitio.

29/07/2016

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