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12/07/2020

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Relatos de tiempos difíciles

Relatos de tiempos difíciles | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Cada recodo de estas localidades del oeste del conurbano tiene un centro: Campo de Mayo, ese universo de cautivos sin nombre ni número, sin historia ni edad, sin sexo ni religión. Son los desaparecidos del Ejército en la provincia de Buenos Aires. Esa historia investiga Fabián Domínguez.

Gerardo Burton

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Es la primavera de 2003; todavía hace frío aunque está avanzado octubre. El encuentro es en un húmedo bar de la estación Aristóbulo del Valle, donde comienza o termina Vicente López, a metros de Puente Saavedra. Fabián Domínguez ya está frente a su café, sentado a una mesa junto al ventanal. Hace a un lado libreta -parece una agenda-, grabador y saluda: quiere hablar del cura Jorge Adur, de la experiencia de trabajo en el barrio Manuelita de San Miguel y de los religiosos desaparecidos en junio de 1976. También sobre el secuestro de Adur, hacia 1980, en el contexto de la contraofensiva dispuesta por la conducción montonera en el exilio. Domínguez tiene un proyecto que lo obsesiona: la biografía del cura y el relato de los secuestros de militantes en la zona oeste y su paso por “el campito”.

Todo relato implica una dosis de ficción y esa ficción funciona como un anzuelo para quien lee. Aquí Domínguez propone una convención: no hablará desde el análisis sociológico ni hará una interpretación histórica; su pretensión será mostrar los hechos desde los pequeños detalles. Por eso para él resulta importante hablar de las plazoletas, de los cruces de calles y avenidas, necesita describir minuciosamente los barrios y las características de sus pobladores: si es de clase media, si es un vecindario de obreros, si es una villa... Cada recodo de San Miguel, de Grand Bourg, de Pablo Nogués, de Del Viso, de José C. Paz; cada calle de Bella Vista, de Muñiz, de Hurlingham tiene un foco, un centro: Campo de Mayo, ese universo de cautivos sin nombre ni número, sin historia ni edad, sin sexo ni religión. Son los desaparecidos del Ejército en la provincia de Buenos Aires, arrojados como bolsas de basura en el campo de concentración más grande de la dictadura, junto con la ESMA en la ciudad de Buenos Aires y La Perla en Córdoba. Domínguez intenta reconstruir desde atrás: el ojo del remolino es la desaparición y el ingreso -forzado, forzoso- al chupadero. Pero cada nombre recorre un sendero, tiene una historia, recupera un rostro, los gestos, los olores y los sabores de esa gente que no está. Es un ejercicio de antropología literaria, una búsqueda genealógica de cada uno, de cada una. De los chicos robados, de las madres que no están, y de quiénes fueron los ejecutores escondidos en alias, usando nombres de guerra en una humorada especular: buscaban identidades verdaderas con nombres falsos a detenidos que también escondían sus nombres. Domínguez busca la normalidad escondida debajo de la normalidad impuesta por el régimen de terror. Lo cierto es que el horror no esconde la política; al contrario, la hace necesaria para terminar con él y la sistematización de la degradación y el sometimiento. La tortura sin fin en mazmorras sin exterior posible: una cápsula sin raíz, sin futuro, sin pasado. El puro presente de esa normalidad torcida.

Antes del mediodía, un grupo de madres se arremolinaron en torno a la puerta del colegio. A las 12 tocó la campana de salida y un rato después las veredas y calles se vieron invadidas por decenas de guardapolvos blancos.

Muchos advirtieron que además del auto, que desentonaba con el paisaje cotidiano, en la vereda de la estafeta postal había dos hombres de sobretodo gris, que esperaban con paciencia. Dialogaban entre sí, a veces fumaban, pero no dejaban de mirar en dirección a la escuela. 

Una de las maestras de primer grado llegó en su auto, acompañada de otras docentes. Mientras el rodado transitaba por las calles de tierra, se podía ver a algunos alumnos rezagados que se entretenían tirando piedras y haciendo “patito” en un arroyito cercano. Era habitual que en el vehículo también llegara la directora, a quien recogían en Ruta 8 y San José, cerca de su casa de Muñiz.

Pero desde hacía algún tiempo que los lunes la directora llegaba en tren, directamente desde Capital Federal, donde iba los viernes, cuando salía de trabajar como preceptora de la escuela media n° 4 de San Miguel, frente a la Plazoleta de Primera Junta y León Gallardo. Las maestras del turno tarde que llegaban se reunían en un aula.

–¿Qué están chusmeando ahí? –preguntó una de las recién llegadas.  –Esos dos hombres que están enfrente estuvieron toda la mañana parados en la vereda, parece que estuvieran vigilando. ¿Los conocés?

–Por su actitud y cómo están vestidos, es evidente que esa gente no es del barrio –respondió una de ellas. 

–Por el corte de pelo y la manera de pararse parecen policías –dijo otra.

–¿No serán los mismos que vinieron hace diez días y preguntaron por Susana? 

–¿Quién preguntó por ella? 

–Hace dos semanas vino un hombre, vestido de civil, que se identificó como policía. Dijo que era de la Brigada y preguntó por ella. Susana no estaba, entonces preguntó dónde vivía, pero no le respondimos sino que lo mandamos a Inspección, en San Miguel. (El invierno de la directora, p. 57-58, sobre la desaparición de Susana Pertierra)

Domínguez cree necesario ponerle fecha al inicio del terrorismo de Estado en el país. No dice marzo de 1976, porque en ese momento ya estaban las cartas echadas, piensa quizás. No. Dirá que los sucesos de junio de 1956 fueron “una ratonera para Valle”, pero sabrá acaso que tampoco fue el inicio. Habría que ir muy hacia atrás en el tiempo, romper la inercia de esa conciencia tranquila que establece que en Argentina no hubo grandes conflictos y por eso es “así” -“pasa que en este país nunca hubo una guerra, como en Europa” y se omiten la triple alianza, unitarios y federales, las luchas por la independencia, el sojuzgamiento de las provincias, los fusilamientos de obreros, el odio a los extranjeros pobres, las campañas de exterminio a los pueblos aborígenes y tantos etcéteras. Domínguez hablará del levantamiento de Valle desde el punto de vista de la ciudad de General Sarmiento: dónde, quiénes, cuándo, cómo. Y aparecen entonces sobrevivientes e hijos de sobrevivientes. Como Yepeto.

En 2006 conocí a Yepeto, un viejo militante setentista que volvió del exilio y participó de la organización y marcha a Campo de Mayo al cumplirse 30 años de la dictadura. Estábamos en el Serpaj Zona Norte y algunos decían que fue militante peronista, otros decían que era marxista, nadie lo podía enmarcar. Yepeto parecía el abuelo de Heidi, o el creador de Pinocho, no daba la imagen de un combatiente, y él guardaba silencio, no le gustaba hablar de su pasado. El trabajo en conjunto le hizo bajar algunas barreras, y de a poco contó cosas de su militancia, pero en tono de sorna, así que no todo parecía creíble. En realidad todo era verdad, pero su humor lo disfrazaba como si se tratara de la marcha de células guerrilleras locas, o de la Armada Brancaleone.

“A mí me gustaba la música, pero me hice guerrillero porque no me banco las injusticias. Estuve con Cacho El Kadri en la primera guerrilla peronista, después pasé a Montoneros y cuando perdí contacto con la orga, con los milicos pisándome los talones, un amigo me conectó con los perros (PRT-ERP).”

Casi como una gracia cuenta que un día fue a panfletear a la vereda de la fábrica Ford. “Los trabajadores nos evitaban, no agarraban los panfletos, pasaban a la vereda de enfrente. Al rato paró un auto, me subieron y me llevaron lejos y en el camino me dijeron que estaban secuestrando obreros, que en la fábrica había un centro clandestino con milicos torturando y que si seguía con los panfletos me iban a desparecer. Me dejaron en estado de pánico en General Paz y Panamericana. Salí rajando y me metí en la primera embajada que encontré.”

En 1995 pude charlar con el viejo Irusta, militante activo de la resistencia peronista, que en la intentona de Valle estuvo a la vera de la Ruta 8. Fue delegado municipal de Bella Vista durante el gobierno peronista de Remigio López, después de 1983. Poco recordaba de esa gestión, pero podía explicar en detalle la noche del 9 de junio, cuando en cada entrada de Campo de Mayo había un grupo de civiles esperando las armas y la señal para copar la guarnición militar....

… En Campo de Mayo las fuerzas que tomaron algunas unidades fueron insuficientes para controlar la inmensa guarnición y los rebeldes fueron detenidos durante la represión que encabezó el general Lorio. De inmediato se armó un Consejo de Guerra para los oficiales, el cual determinó castigar a los complotados, aunque no se llegó al extremo de pretender fusilarlos. Desde la superioridad enviaron órdenes que hacían caso omiso a la determinación del Consejo, y a primera hora del 11 de junio se determinó fusilar a los rebeldes. Para entonces se fusiló en distintos lugares del Gran Buenos Aires, y en la madrugada de aquel día se sumaron a la lista de fusilados los coroneles Cortines e Ibazeta, los capitanes Cano y Caro, y los tenientes primero Noriega y Videla (el tío de Yepeto). 

Los suboficiales, detenidos en el microcine, estaban custodiados con guardia reforzada durante el juicio militar. Horas antes escucharon los disparos de los fusilamientos, y no todos comprendieron de qué se trataba. Cuando el tribunal militar los condenó a muerte, entendieron que los disparos fueron de ejecuciones. Pero la orden de la superioridad fue que cesaran las muertes, y los suboficiales salvaron su vida a escasas horas de enfrentarse al pelotón (Yepeto, p. 17, 21-23)

Ahora, a Domínguez le interesa saber qué ocurrió en el año 1976 en ese barrio de San Miguel. Ya van por el segundo café, el bar sigue húmedo y la conversación se acerca al tema que pretende el periodista devenido historiador. En esa época sólo una calle pavimentada atravesaba el barrio Manuelita. Esa mañana de lluvia era el único sitio por donde se podía caminar. Domínguez pregunta, poco a poco desenvuelve la madeja de recuerdos, las capas geológicas de la memoria y del olvido. Es un juego entre una y otro: hay lo que quiere subir a la superficie y hay lo que trabaja para que no lo haga. De esa lucha estamos hechos, acaso piensa Domínguez mientras formula la siguiente pregunta. El área que estudia abarca desde San Miguel hasta el río de la Plata, San Isidro.

De afuera de la villa llegaban muchachos de la clase media de San Isidro para dar una mano. Mantecol conoció a muchos dirigentes jóvenes de zona norte...

Una tarde, a pocos días de la Navidad del ´79, tardaron en venir a buscarlos y el villero empezó a caminar, sin que apareciera nadie para detenerlo. Tomó un colectivo, pidió que lo llevara y se bajó en una terminal de trenes, y de allí fue a lo de su hermana mayor, en La Matanza. La patota lo salió a buscar y recorrieron toda la zona norte, pero no lo encontraron. Mantecol no buscó otro refugio, y el día que lo fueron a buscar a la casa de su hermana, el 15 de enero, se entregó sin resistirse, solo pidiendo que no le hiciera nada a su familia. Lo castigaron duro, después lo encerraron un mes, incomunicado, apenas le daban de comer. Ya era 1980, y lo sacaron para hacer trabajos en una isla del Delta, junto a otros prisioneros, entre ellos su amigo de La Sauce: Leonardo Bichi Martínez. Conocía el lugar, se llamaba El Silencio, y el año anterior lo habían acondicionado para llevar un grupo de prisioneros, pero esta vez iban a la plantación de álamos, a talar todo el día, trabajo esclavo puro y duro. Con los días, la relación con los guardias se relajó, los controles se aflojaron, y la rutina de trabajos, lanchas con provisiones y guardias le permitieron conocer en detalle los movimientos. Un sábado de julio, a la mañana, estaba en la cocina, llegó la lancha con provisiones, garrafas. Ayudó a descargar y a ordenar en la cocina, y en un momento en que nadie lo vio, se metió en la lancha, se escondió entre las bolsas de papa y carbón, y se fue de la isla. Toda la mañana estuvo oculto, mientras el transporte hacía escalas para dejar mercadería en diversas islas. No volvió más, en su memoria llevaba los rostros, los nombres y los lugares del infierno. Se refugió en La Uruguay, los vecinos lo protegieron y la patota no volvió a encontrarlo. (La doble fuga de Mante, p. 88; 93-94)

Parece que Domínguez siempre estuviera escribiendo el mismo libro. Cada vez que habla de él en conferencias o congresos hay algo nuevo, el libro es el mismo y no lo es: agrega testimonios de sobrinos, de amigos, de parientes lejanos. De gente que quizás tuvo alguna referencia. Hace un retrato plural de la época, de cuando se podía hablar y de cuando hubo que enmudecer. Y todo transcurre en una zona acotada: desde Campo de Mayo al norte y al oeste; finalmente, el cura Adur compartirá, sabiéndolo o no, cautiverio con muchos de quienes estuvieron con él desde el principio. Es junio de 1980.

Caminó pocos metros por el pasillo del micro, hasta encontrar el asiento número 11. Nadie sabía que era sacerdote y en la terminal de Retiro no lo reconocieron.

El cura Jorge Adur no llevaba sotana, no se disfrazó ni se dejó la barba, aunque entendía que la misión que le habían encomendado era en un territorio peligroso y cualquiera lo podía identificar. Eligió la empresa General Urquiza para ir a Porto Alegre, Brasil, donde se encontraría con un grupo de argentinos para luego tratar de entrevistarse con el papa Juan Pablo II. Una vez sentado, sacó el Libro de las Horas para rezar nona, mientras el vehículo rodaba por la ruta, a la vez que se empezaban a apagar los acentos en guaraní, portugués y castellano. 

La frenada brusca del colectivo lo devolvió a junio de 1980. El golpe de la puerta al abrirse y la irrupción de un hombre de uniforme lo interrumpieron en sus cavilaciones. 

“Atención, señores. Vayan bajando del vehículo con los documentos en la mano.” 

Mientras bajaba del micro, vio el despliegue militar y se dio cuenta de que estaban en la frontera argentino brasileña, en Paso de los Libres, a más de 650 kilómetros de Buenos Aires. Entregó sus documentos, apoyó sus manos en el micro como un vulgar ladrón, y separó sus piernas, junto al resto de los pasajeros. Luego de un rato, aparecieron dos uniformados con los documentos, y mientras los nombraban, se los devolvían y los dejaban regresar a sus asientos. Tardaron en decir su nombre, de hecho nunca lo pronunciaron. Estaban llamando a un tal Altamirano cuando lo encaró un militar. 

–¿Usted es Pedro Ramón Altamirano? 

–Sí, soy yo –titubeó Adur, que por un momento olvidó que tenía pasaportes falsos. Hizo memoria y recordó que el número de documento era 4.066.191; pero dudaba si el número de pasaporte era 5.267.166. 

–Me va a tener que acompañar a la oficina– le dijo el militar, mientras dos soldados se acercaban con los fusiles en bandolera, y muy cerca dos civiles dejaban ver sus armas en la cintura. 

Mientras caminaba escuchó que el micro cerraba sus puertas y, al darse vuelta, vio que empezaba a alejarse sin él. Algo andaba mal. Recordó que ya había leído vísperas en el Libro de las horas y que ese día, 26 de junio, la Iglesia recordaba a San Pelayo, mártir. El texto del responsorio decía: “Combatió hasta la muerte por ser fi el al Señor, sin temer las amenazas de los enemigos; estaba cimentado en roca firme”. La noche era cerrada y solo se escuchaban los pasos marciales del pelotón. Antes de entrar a la oficina se persignó, como yendo a un sacrificio. (La última plegaria del capellán, p. 147; 152-153)

 

Nota: las citas pertenecen al libro Tierra de sombras, de Fabián Domínguez.

Domínguez nació en Santa Rosa (Corrientes), en 1965. Estudió y ejerce como periodista y profesor de historia. Publicó Rodolfo Walsh. Bitácora de un clandestino; Historia del partido de la Costa y Los aviones negros. En co-autoría con Alfredo Sayus, publicó tres libros sobre la década de 1970 en la Argentina. Tierra de sombras apareció en 2019, circula actualmente en ferias y puede solicitarse al autor a la dirección electrónica [email protected]

 

Ver más en:

Entrevista a Fabián Domínguez 

Entrevista Dominguez - laimposible.org

Entrevista a Fabián Dominguez

Investigación sobre barrio manuelita

29/07/2016

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