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En la modernidad europea, cuando se fue construyendo el liberalismo, el capitalismo y la burguesía, y con ellos las bases de nuestro formato político, quedaron establecidos principios e instituciones que perduran hasta la actualidad aunque siempre sometidas a tensiones. Una de ellas es la prohibición del mandato imperativo, es decir, el rechazo a que los representantes políticos reciban instrucciones por parte del electorado que deban cumplir obligatoriamente.
El liberalismo se encargó prontamente de negar la validez de este elemento que coartaba, condicionaba y restringía la voluntad de un representante electo. De esta manera, sentaba las bases de la autonomía del representante frente al representado, entendiendo que una vez electo y habiendo tomado contacto con los asuntos públicos, podría tener una visión diferente respecto a los mismos problemas que durante la campaña parecían tener otras respuestas.
Es así que a los representantes, en las democracias liberales representativas, se les puede cuestionar por numerosas acciones pero no por haber incumplido sus promesas. Entiéndase bien, la democracia misma, como forma de gobierno, es objeto de cuestionamientos por nos cumplir con sus promesas. De esto supo mucho el ex presidente Alfonsín. Pero nos referimos aquí a la relación representativa que se establece entre el elector y el electo, que por supuesto no se restringe al legislador sino que es también aplicable a los líderes del ejecutivo, concretamente al presidente y vice en los formatos presidencialistas.
No obstante, que no se les pueda obligar a cumplir promesas, no quiere decir que puedan ignorarlas por completo ya que la ciudadanía se volverá a expresar electoralmente y además tiene otros mecanismos para hacer sentir su desagrado, la retirada de su apoyo o incluso, la posibilidad de forzar al cumplimiento de las promesas originales. La evaluación de la gestión pública se produce día a día, y cualquier político está atento a ella para lograr su supervivencia y, casi siempre, para ocupar nuevamente posiciones de poder.
Nuestro país es hoy el mejor laboratorio para comprobar estas teorías liberales clásicas y ver sus efectos. Durante la campaña electoral a los argentinos se nos prometieron sustantivos muy vagos, como la felicidad, pero también cuestiones más concretas, caso del “hambre cero”, un aumento de la calidad de vida y, por sobre todo, un cambio radical respecto a las políticas públicas del gobierno anterior. Es así que el control de precios, las restricciones comerciales, el fútbol para todos o los enfrentamientos con la prensa, todo eso y mucho más iba a desaparecer. ¿Para qué? Para entrar en el parnaso del crecimiento sin límites, de la llegada masiva de inversiones, de la industrialización, la tecnología, el autoabastecimiento energético, la gestión más transparente del mundo, y en suma, todo aquello que el pueblo argentino había merecido siempre y nunca nadie había logrado darle.
Pues bien, casi como tierra arrasada, esas promesas en escasos meses han sido eliminadas, se han corrido las fronteras temporales de las expectativas, y la realidad marca una diferencia abismal. Inflación, estancamiento, carencia de inversiones, desempleo, aumento de la pobreza, tarifazos y un descenso palmario del nivel de vida de los sectores medios y sobre todo populares, son los resultados de las políticas públicas aplicadas, la mayoría de las veces con grandes idas y vueltas pero con un objetivo claro, más mercado y menos Estado.
Solo por hacer un poco de memoria, el Estado, según la antigua oposición hoy gobierno, debía de dejar de financiar el fútbol, pero Mauricio Macri aumentó considerablemente la oferta de dinero para sostenerlo un tiempo más. De igual manera, el acuerdo de congelamiento de precios, en marcha para los medicamentos, está muy lejos de las críticas que sobre estos mismos acuerdos se hacían antes. El broche, la libertad de prensa versus las reacciones cuando los humoristas ya no castigan a la ex presidenta sino al actual mandatario. Esto último motivó una reunión entre Mauricio Macri y Marcelo Tinelli donde deben de haber firmado la paz a cambio de nuevos y sustanciales negocios. O sea, lo bueno que hubo antes se usa tarde y mal y lo que nunca se hizo, por “antidemocrático”, ahora se hace sin el menor complejo ético.
La campaña terminó en los hechos, aunque no en los discursos, hace muchos meses y la realidad embarga los corazones y los bolsillos de muchos conciudadanos. Una frase, que resuena en la calle con fuerza, lo resume todo: “antes vivíamos mejor”.
El pueblo puede saber poco de teoría política clásica y prohibición de mandatos imperativos, pero es un evaluador permanente de las gestiones públicas y ya expulsó a un presidente no hace tanto. Los dos años de De La Rua tendrían que ser material obligado de análisis del actual presidente, sobre todo porque aquél, con sus virtudes y torpezas, recibió una bomba a explotar, pero Mauricio Macri recibió un país radicalmente diferente.
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