Columnistas
05/11/2018

Brasil y los peligros de la democracia

Brasil y los peligros de la democracia | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Un discurso anti-corrupción como el de Bolsonaro fue usado en el siglo pasado por los fascistas, que luego atacaron los pilares de la civilización. Una doble vara social le carga las tintas a los políticos, y no a los empresarios o la propia justicia; menos aún al rico histórico, corrupto esencial en el capitalismo.

Francisco Camino Vela *

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En estos días tendríamos que estar festejando los treinta y cinco años de nuestra democracia argentina y seguramente, con una justicia justa, el triunfo de Lula en Brasil, tras el fin del mandato original de Dilma. Pero en lugar de ello y de hablar del crecimiento de la democracia, tenemos que presenciar cómo en el país más grande de la región, Jair Bolsonaro, al que los medios occidentales califican de “ex militar de 63 años nostálgico de la dictadura”, se alza con la presidencia de Brasil en la segunda vuelta electoral. De esta manera, la “sexta” economía del mundo, elige un presidente de escaso compromiso democrático en un país en crisis económica, política e institucional.

Con un discurso rupturista y violento, apoyado por los medios de comunicación y un uso perverso de las redes sociales, y con una imagen de presidente familiar y religioso, llega a la presidencia de la hasta hoy mayor democracia del continente, aportando al clima de ascenso de la ultraderecha en todo Occidente.

Gran parte de su campaña se ha basado en los casos de corrupción, reales o no, profundos o exagerados, pero de impacto desigual en la sociedad. Lamentablemente, nuestras sociedades tienen una clara doble vara para medir la corrupción. Por una parte recarga las tintas más en el mundo de la política que en el empresarial o en el de la propia Justicia, y por otro al rico histórico, corrupto esencial del sistema capitalista, le permite abusos que pena profundamente para otros. De hecho y en líneas generales, los empresarios siempre se favorecen en estos procesos de investigación, sacan ganancias antes en el ejercicio de la corrupción, y se benefician luego también de los cambios políticos.

En este marco, Bolsonaro se ha presentado como el ejemplo de la limpieza y de la nueva política. No obstante, recordemos que lleva siete legislaturas como diputado en Brasilia. Es como si en Argentina el diputado salteño ultraconservador que se viste de amarillo llegara a ser presidente de todos nosotros a fines de la próxima década.  

Sin duda, el electo presidente brasileño ha sabido aprovechar en forma excelente el clima de época que atravesamos, pero la Historia siempre tiene algo que aportarnos. No olvidemos que ese mismo discurso anti corrupción y de regeneración política y social, fue usado por los fascistas en la década del treinta. Fascistas que luego corrompieron los pilares básicos de la civilización occidental

Estos nuevos dirigentes de perfil “fascista” aupados por la tecnología de la comunicación, por el desgaste democrático y por las corporaciones económicas, repiten su fórmula. Frente a democracias heridas en ese juego imposible de expectativas y derechos que se retroalimentan, y que también generan episodios de fuerte decepción, logran el voto de jóvenes desencantados con un sistema que tuvieron desde la cuna, y de viejos desencantados con los resultados de lo que le prometieron iba a solucionarle la democracia. A esto, y en nuestra América, hay que sumarle los conflictos étnicos y de clase.

Trump en EEUU, Orbán en Hungría, Erdogan en Turquía y ahora Bolsonaro en Brasil dan cuenta de un nuevo perfil que eligen las sociedades. Casi un retorno de las “monarquías”, o de “autoritarismos democráticos”. Liderazgos extremadamente fuertes, individualistas, con perfiles autoritarios, sostenidos en las redes sociales y en una relación sin mediaciones con su público, sin contención ni respeto institucional, que prometen cambios profundos a ciertos sectores sociales desencantados y desorientados. Nada que no hayamos vivido en los años treinta del siglo pasado.

El problema final es la relación antitética en esencia del capitalismo y la democracia en sus diferentes formatos y etapas históricas. El capitalismo es desigualitario, esa es su base, y la democracia aspira a un mundo de igualdad en diferentes dimensiones. Solo tras crisis arrasadoras y respuestas autoritarias, caso de los años treinta del siglo XX, el capitalismo se avino a humanizar su práctica y a convivir con Estados fuertes y democracias inclusivas, que luego dejaron paso, una vez reconstruidas las sociedades, a formatos neoliberales más propios de la esencia capitalista.

Los populismos de izquierda que sembraron inclusión en nuestro continente en la primera década del siglo XXI, dejan paso ahora a formatos neoliberales que tienen como novedad conducciones mucho más peligrosas que las que sufrimos en los noventa. Menem o Fujimori, y para el mundo anglosajón en una década antes Reagan o Thatcher, parecen políticos de jardín en comparación con Trump o Bolsonaro. Son nuevas expresiones de ultraderecha que suman un componente autoritario y un desprecio por valores básicos de la democracia, y que gustan no ya a una minoría sino a millones de personas.

Los medios de comunicación, convertidos en esta nueva economía en actores claves, ofrecen ejércitos de intelectuales y comunicadores orgánicos a estos proyectos que les traen pingües beneficios a unas cuantas corporaciones.

La justicia, otro gran poder, está al servicio de estos proyectos sin problemas ni tapujos, como lo muestra el “Juez” Moro, que encarceló a Lula y ahora como premio es gobierno. Seguramente Bonadío ya piensa en integrar la Corte Suprema o ser el sustituto de Garavano en una reedición Pro, que espero personalmente sepamos no permitir por los votos.

Por otro lado, debemos tener en cuenta que las sociedades aman el orden, o mejor dicho se sienten inseguras tras gobiernos que han ampliado la ciudadanía y la polis con sectores populares. Buscan seguridad y esta no es solo física, sino mental y espiritual. De ahí el enorme peso de las iglesias, en particular las evangélicas y de cultos estrictos que ordenan la conducta sin fisuras. Además estas iglesias son a su vez generadoras de resignación, un componente esencial para estos tiempos.

Este es otro componente que no debemos dejar pasar, porque incluye a sectores que antes de los populismos estaban sumergidos en el fondo de la pirámide social y ahora, habiendo accedido a una mejor posición en la sociedad, se tornan conservadores y pretenden que los avances sociales se detengan en ellos.

Por supuesto que hay que hacer la autocrítica partidaria, estatal y social que nos corresponde, sobre todo en lo que hace a la corrupción, pero no solo de los funcionarios, sino del mundo empresarial y de la justicia.

En suma, el panorama es claro. Crisis de la economía real, capitalismo descarnado, individualismo, orden, desencanto y antipolítica son el humus en el que crecen con velocidad estos nuevos líderes que, con capacidad de manejar e inventar “información”, y con el apoyo de los medios concentrados de comunicación y las corporaciones empresariales y judicial, prometen la solución mágica a los problemas de la polis.

La realidad, como muestra la historia una y otra vez, será otra. Dejarán una herencia de países quebrados económica y sobre todo socialmente. Una herencia de división social, mayor corrupción e impagables deudas externas. No habrá mejora y el daño a los derechos de la ciudadanía y sobre todo a los vínculos de la polis demandará que, nuevamente, gobiernos con arrojo y visión inclusiva reparen lo que puedan en unos años. Mientras tanto, los grandes apellidos de nuestra golpeada América, seguirán cosechando beneficios para tres o cuatro de sus propias generaciones.

Lamentablemente una buena parte de nuestra sociedad y sus políticos de derecha hablan siempre de Finlandia, pero copian los modos de la peor Alemania.   



(*) Dr. en Historia. Profesor e investigador de FAHU-UNC. Profesor UNRN. Codirector de la Red de Estudios Socio-Históricos sobre la Democracia (Reshide).
29/07/2016

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