Columnistas
15/08/2018

Noche de los cristales

Noche de los cristales | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

En esta nota publicada originalmente en Nuestras Voces, el autor habla del atentado al ND Ateneo la noche en que se estrenaba el documental sobre Santiago Maldonado y destaca que más allá de la pertenencia de los atacantes a las nuevas camadas de los servicios de inteligencia, la vida democrática del país, ya muy deteriorada, perdió un jirón más y se adicionó un paso perfeccionado hacia el abismo.

Horacio González *

Los cristales rotos en la vereda del teatro ND Ateneo, inspiraban en su agraviante mudez, un sentimiento que no costaba mucho definir. Componían una pila donde los pedazos se habían quebrado en caprichosas formas irregulares, puntiagudas. Eran así el filo amenazante de la noche. ¿Quiénes fueron los que tiraron poderosos adoquines contra las puertas de vidrio del Teatro? Aparentemente, no temían identificarse, dejar señales de identidad en las paredes. ¿Eran anarquistas, querían manifestar su disconformidad por el film sobre Santiago Maldonado dirigido por Tristán Bauer, ex secretario de medios del gobierno kirchnerista? ¿Intentaban señalar lo que para todo anarquista es obvio, las culpabilidades genéricas del Estado? Sobran las evidencias de que los autores encubiertos del atentado fueron jóvenes ligados a las nuevas camadas de los servicios de inteligencia, probablemente de la Gendarmería o de la policía de la capital. Pero no nos conformemos con esta apreciación que dista mucho de ser inexacta. Ahondemos un poco más en el plano de profunda gravedad que tiene este episodio, que de esta manera todavía no había sido practicado por el gobierno. Hubo audacia, procedimientos muy calculados de las agencias clandestinas del estado y toma avanzada de riesgos en la consumación del acto. La vida democrática del país, ya muy deteriorada, perdió un jirón más y se adicionó un paso perfeccionado hacia el abismo.

Invocar al anarquismo fue el antiguo recurso de las policías secretas de todo el mundo. La tantas veces caracterizada como la más importante entre ellas -la Ojrana, la agencia secreta del Imperio Zarista-, había desarrollado tecnologías de avanzada sutileza respecto al mimetismo con los movimientos insurgentes, a fin de conocerlos y extenuarlos desde adentro y desde afuera. Para ello se precisaba de ciertas figuras a ser construidas con delicadeza paranoica y obsesión de orfebre de las pasiones. El doble agente y el agente provocador. Ambas figuras son metáforas profundas de lo político. Veamos a estos “militantes” que pertenecen a los cuadros secretos del instituto policial del Estado y que son enviados bajo capuz a las filas insurgentes. Es militante doble, del Estado al que a la vez simula destruir en su papel de agente secreto, pero también vive y permanece en el interior de las filas revolucionarias con su conciencia en modo de disimulo. Puede haber sido antes un consciente militante antisistema, y por distintos procesos de desidentificación -la tortura es el más evidente-, se rehace en las turbulencias de la negatividad de su propia conciencia originaria. Ya no sabe quién es pero tiene un código de actuación en su nueva vida, pertenece a otro amo pero puede recitar los trazos más consagrados de la lucha contra las patronales y el Estado.

El agente doble, en tanto, puede coincidir en todos sus trazos con la anterior figura -a veces denominada “infiltrado”-, pero por un nuevo proceso de transfiguraciones y forzado por lo inevitable de su doble pertenencia, acaba situándose en la riesgosa situación de poseer dos amos, equilibrando lo que le entrega como miembro de la insurgencia a la contrainsurgencia, y como miembros de la contrainsurgencia a la insurgencia. Evalúa en cada caso los elementos que se contrapesarán mutuamente. Está en ese filo cortante de dosificar en cada caso que porción de su identidad de “traidor y de héroe” cede a cada polo de la confrontación. Víctor Serge, antiguo militante de la izquierda belga, refiere con singular interés cómo importantes parlamentarios bolcheviques en la Duma, eran a la vez no menos importantes agentes de la Ojrana. Y en ambos casos, con similar eficacia; se había producido en ellos el desdoblamiento perfecto por el cual la convivencia de las dos identidades era un juego de “otros”, que todos sabían que era mortífero. Finalmente, toda conciencia política, en su abismo ignoto, puede querer saber cómo es su ser trastocado, dado vuelta en función de una insospechada alteridad.

El anarquismo es una noble doctrina que percibe al mundo como imposibilitado de declarar su transparencia de punta a punta. Todo por causa de las secreciones anómalas que pueden ser Dios o el Estado. En estos términos, el anarquismo tiene siempre razón porque -sea en la versión de Bakunin o en la de Tolstói, en la de Kropotkin o de Di Giovanni-, se procura una existencia exenta de las formidables construcciones que cubren de opacidad al individuo libre que se piensa como una estrella única del universo. Desde esa unicidad perturbada por engendros policíacos y estadolátricos de control, puede pensarse en una vida de meditaciones cercana a la vida natural o en un tipo de violencia también emanada de un momento originario de la creación -como el que pudo ocurrir en el mundo natural-, para ejercerla contra los Poderes reinantes. Puede considerarse al anarquismo el grado cero de las creencias políticas, de ahí su atractivo. Todas las demás serían agregados de ese creacionismo originario, porque en las capas sucesivas que se sedimentan sobre el origen anárquico del mundo, sean estatismo, nacionalismo, socialismo, marxismo, siempre permanece un síntoma primitivo de carácter libertario. Es el anarquismo como factor inconsciente y reprimido que subyace en toda corporación disciplinaria o partido político, sea que hablen de preservar a las corporaciones o de deshacerlas con la fuerza de una liberación nacional o social.

En novelas extraordinarias del siglo XX -las de Joseph Conrad, El agente secreto y Bajo la mirada de Occidente-, se trata el grandioso tema de la conciencia anárquica presa a los preceptos del Estado que la captura para ponerla a su servicio. Al parecer, el Estado percibiría que su mayor triunfo sería poner a su servicio a aquellos que muestran su mayor aversión hacia los aparatos del amo gendarme. Por eso, todo Estado debe tener su policía psicológica, sus agentes rudos poseedores de una “inteligencia” especial, esa que consistiría en conocer al enemigo y hacer con él dos cosas para extinguirlo: desdoblarse para desde adentro de él, deshacerlo luego de catalogarlo con “informaciones” provenientes de conocer su interioridad, y tomar algunos de sus miembros a fin de, luego de quitarles por la violencia destructora sus ejes de actuación personal, destinarlos a vivir una conversión forzada para producir acciones signadas por una estructura de terror.

¿Eran anarquistas los que pintaron consignas “anarquistas” en las paredes del Teatro donde se proyectaba el film El camino de Santiago? Evidentemente no, si es que se tratase de conciencias asumidas como tal. Podemos inferir que la “pintada” sobre una de las paredes del Teatro que rezaba “El Estado es culpable” integra más bien el sentido profundo que define el lugar de dónde provenía el ataque que cualquier otro significado que quisiera dársele en relación al derecho de realizar esa película por parte de quienes la hicieron. El film de Tristán Bauer traza una genealogía de la Campaña del Desierto en la resonancia actual que tiene en varios componentes del Poder Ejecutivo. Los Bullrich, los Peña Braun, y otros biznietos de los integrantes de la plana mayor militar que actuó en la época en el proyecto que conjugó expansión territorial con expulsión de asentamientos preexistentes mapuches y creación de una nueva clase terrateniente. Los escenarios naturales que son captados en el film con imágenes nítidas, serenas y de tono grandioso -paisajes, el río calmo y azulino, los arreos de ovejas-, son los que acogerán muy pronto una tragedia, y más crudamente, un asesinato por parte del Estado. Una de las fuerzas anímicas que corren en el interior de las imágenes, es esa placidez del paisaje patagónico cortada por un acto siniestro de las fuerzas represivas. En cuanto a esto, con El camino de Santiago estamos ante una fuerte denuncia de la acción de la Gendarmería -por un lado-, y como contraste humano y social, ante el itinerario biográfico de Santiago, un espíritu libre que en el recuerdo de la gente de El Bolsón aparece como una bruma generosa con filetes mesiánicos. Son las agallas de lo que puede la memoria que intenta pensar una tragedia personal y colectiva. El film deja abierto innumerables problemas de la formación de la Argentina como Estado-Nación, muestra sus débiles cimientos atravesados por lo infausto y lo tenaz de un ánimo coercitivo sobre las poblaciones (en sus diversos estratos culturales e históricos) que al fin y al cabo, nunca ha cesado.

El máximo contraste que toma la película en su estructura interna no disimula un aire límpido que la emparenta con La Hora de los Hornos, de Pino Solanas. El mundo de los vernissages, del lucimiento de indumentarias y colores exclusivos en las vestimentas. Es el mundo de Benetton. (En Pino, era el mundo del Di Tella en los años 60, donde -lo que significó luego grandes discusiones-, se contrastaban las vanguardias artísticas del Di Tella con el Plan de Lucha de la CGT de 1964.) Con Tristán Bauer -que citó a Pino en su introducción a la proyección del film-, estamos ante la oposición entre el asesinato encubierto ocurrido al borde del Río Chubut, con sus frías aguas mansas, y las reuniones donde Benetton presenta sus modelos. La indiferencia del dueño del emporio que hace del capitalismo un signo equívoco de sufrimiento (estaba en sus publicidades, como diciendo ambiguamente que las imágenes dolorosas de la enfermedad no estaban bien) y el modo que ante él se le aparece como un fantasma acusatorio el rostro de Maldonado, es uno de los momentos altos del film.

¿Quién era Santiago? Aparece como un libertario, en una errancia salvífica, una disponibilidad providencial, una conciencia que sin saber que bordea un destino trágico, se interesa por los confines de la desventura humana. Su lugar en esta historia cruda, es la del hombre mesiánico que une mundos contrapuestos. No se propone ser lo que la leyenda intentará después decir que fue. La película toma estas dificultades de su semblanza postrera. El río lo menciona, esas montañas nevadas lo mencionan, porque es el film que está atento a cómo se construyen los relatos sacrificiales. Y coronando inevitablemente a éstos, las ancestrales demandas de tierras del pueblo mapuche, explicitas con precisión por sus integrantes, que introducen el tema radicalmente exigente de la crítica tajante al “pensamiento occidental”. Es así que la misma película dice “El Estado es culpable”, culpable de encubrir la sórdida operación de hacer aparecer el cuerpo de Santiago Maldonado en una escena preparada por la culpa secreta de los Estados: en un rincón del río es colocado el cuerpo en una ficción de ahogamiento preparada en el “teatro de los hechos” por los mismos victimarios.

Debía ser en otro Teatro, aquel en que se daba la película ante un público que se definía por su clara participación en el gobierno kirchnerista anterior, más abuelas y madres de Plaza de Mayo, más la propia familia de Maldonado, donde el Estado Culpable viera la oportunidad de ejercer una de sus máscaras. Subir la escalada de agresión con el resguardo de atribuírsela a su Otro. La simulada identidad anarquista que invocaron las policías de todo el mundo, para consignar los hechos de provocación en los que se especializa. La provocación es un elemento central de este procedimiento de mímesis de lo idéntico con su contrario. Apela a la más radical y fantasmal de las identidades -el anarquismo es la plataforma iniciática de todo credo político-, para aparecer secretamente como el Estado que le echa la culpa de la violencia a otro “Estado”, justamente ante un film donde el Estado sigiloso que manda enmascarados que invierten su real identidad, son los que en su verdadero nombre son denunciados por la película.

Se entiende entonces la complejidad de este evento relacionado con la producción social del terror. En este horizonte de cosas vivimos. Los viejos servicios de operaciones clandestinos del Estado, sus “agencias de inteligencia”, hace tiempo han entrado en la era digital con los trolls, en la era post teatral con atacantes que salen de manifestaciones masivas con la misión de ser parte de ellas y de ser “su otro”, y así el provocador abstracto que toma forma irreal pero concreta en el adoquinazo “anarquista”. Y agreguemos, toma forma caligráfica en los misteriosos cuadernos de un chofer en cuyos relatos puede verse que tan importe puede ser lo que ahí se lee, como la forma en que son procesados por la gran maquinaria semántica de provocaciones, las encargadas del acto propio del “agent provocateur”.  Es el que consuma hechos que primero son hablillas mitológicas en la gran ciudad, deseos ocultos de los mandamases, sueños masturbatorios de los poderosos o ensueños de mandar gente a un más allá lunar. En ese mundo onírico, para jugar con él en lo real, habitan un tipo especial de jueces, de periodistas y de apócrifos militantes pre moldeados en la cera de la provocación.

El agente provocador, cada vez más entrenado y especializado, en medio de grandes operativos que tiene como misión producir violencia en medio de una sociedad donde lo que abunda en los discursos dominantes son metáforas de violencia. Por ello es el que tiene el encendedor profanatorio. El que parece cumplir el deseo no expresado del manifestante encolerizado, que no obstante no volcaría un coche policial (el provocador lo hace) o que no tiraría la primera piedra, en una autocontención casi sacra en medio de las acechanzas visibles que se despliegan a diario. Pero el agente provocador sí lo hace. Se imbrica en el inconsciente de las multitudes manifestantes, en los actos políticos, en las asambleas de todo tipo, y lo hace policialmente. Viejas rutinas, actuar desde dentro de un ideal noble para obligar a descubrirse como lo que no desea ser, ya sea odioso, ya sea violento o desesperado, acudiendo a replicar ingenuamente la demasía que los esbirros gubernamentales le imputan. Sobre todo esto hay historias conocidas, antiquísimas narraciones. El gobierno de Macri, desde el caso Nisman hasta los Cuadernos del chofer, ha dado pasos muy avanzados en dirección a crear atmósferas siniestras, culpabilidades trastocadas, lanzaderas de miedos colectivos y tejidos croché de imputaciones moldeadas en gabinetes tortuosos.

Los Ceos y Oficinistas de la Provocación, todos los santos días van trabajando con ahínco para sellar con hechos calientes la desprevenida papilla temerosa de las sociedades y los pueblos. Quede a salvo la historia del anarquismo, legítimamente trasmutada hoy en los pensamientos libertarios que deben recorrer todo intento de sacar al país de esta inadmisible encrucijada. Pero quede claro que atentados como el del Teatro ND Ateneo cruzan otro de los límites que achican aún más el ámbito de la vida democrática, pues nos ponen frente a la incerteza de las autorías. La democracia proclamada es la que deja en claro los actos respecto a sus autores y las obras respecto a sus creadores. Esto no sucede aquí y ahora entre nosotros. Caminamos sobre cristalerías rotas con pesados adoquines en la noche. Así comenzó el fascismo, en una noche de cristales rotos.



(*) Sociólogo, ensayista y escritor. Ex Director de la Biblioteca Nacional.
29/07/2016

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