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Desde el inicio de nuestro siglo, pero en particular en los últimos años, una buena cantidad de intelectuales y políticos han señalado los daños que a la democracia y sus instituciones le hacían ciertas desviaciones del presidencialismo argentino. El argumento central apuntaba a la centralidad excesiva del presidente, del Poder Ejecutivo, que invadía la esfera de los otros poderes, en particular del Legislativo. De esta manera, la separación, el contrapeso y el balance entre los poderes de la República, la base de nuestro sistema de factura original norteamericana, estaba siendo dañada irreversiblemente.
Esta crítica incluye la reforma constitucional de los ‘90 y el crecimiento de los poderes discrecionales, materializado en los famosos Decretos de Necesidad y Urgencia, en la concesión de atribuciones legislativas frente a la emergencia, y en la capacidad de vetar total o parcialmente las leyes del Congreso. El mal uso y el incremento de estos poderes, configuraba para ese conjunto de críticos lo que Hugo Quiroga sintetizó en el decisionismo democrático, una característica a la vez que una rémora de la política argentina vigente desde el retorno de la democracia. La Unión Cívica Radical lideró por años esta crítica y aún con más fuerza sus desprendimientos de este siglo, por caso las diferentes formaciones que lideró, y dicho sea de paso destruyó, Lilita Carrió. El Pro se sumó sin dudarlo a este frente común.
En los dos años finales del gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, las imputaciones de este tipo aumentaron notablemente, construyendo la oposición y sus medios afines, más un sector del Poder Judicial, una imagen pública de deterioro abrupto de la democracia. Para este sector la década kirchnerista terminaba con un poder tan discrecional que algunos de los máximos referentes opositores dudaban de que estuviéramos viviendo en una auténtica democracia. Por supuesto que estas afirmaciones estaban acompañadas del no reconocimiento o del rechazo directo de las transformaciones que esa década había provocado, sobre todo en la mejora de la calidad de vida de los sectores populares y en la creación de una nutrida clase media, signo destacado por los organismos internacionales en una mirada más objetiva de la realidad argentina.
Hoy asistimos asombrados a una nueva versión de estos males del presidencialismo, al decisionismo bondadosoque ostenta el actual presidente de la nación. El coro de voces que defendía la democracia está ahora voluntariamente silenciado y poco o nada dice frente a estos primeros meses de gobierno en los que abundaron las prácticas antes enfáticamente criticadas. Mauricio Macri, bajo una concepción unilateral del poder, no tuvo frenos para gobernar a través de Decretos de Necesidad y Urgencia, pretendiendo incluso nombrar jueces de la Corte Suprema, y para barrer “obstáculos” institucionales a su gestión de gobierno. Incluso vetó una ley, la que pretendía frenar los despidos, aprobada mayoritariamente por el Congreso. De la declamación del llamado “gobierno abierto” y la defensa de la institucionalidad, pasamos al gobierno sin límite.
Estas prácticas eran necesarias para impulsar políticas diametralmente opuestas a las del gobierno anterior. Mega devaluación, tarifazos, despidos, ventajas al gran capital, transferencia a fondos Buitre, desregulación en la adquisición de divisas y el relajamiento de los controles para sacar capital del país, necesitaban de los más centralizados y autoritarios instrumentos del presidencialismo.
En este marco aparece tras seis meses de gobierno la única medida de distribución hacia sectores más vulnerables, la nueva política respecto a las jubilaciones, pero como no podía ser de otra manera, viene asociada al blanqueo y a la repatriación de capitales instalados en el exterior para no tributar al Estado argentino. O sea, cuando aún no se apagan las luces de los Panamá papersy los escándalos que vinculan directamente a Mauricio Macri con el patrimonio, las acciones empresarias y sobre todo las maniobras evasoras de su familia, el actual presidente asocia jubilaciones con blanqueo. Pero hay más, en este marco anuncia la repatriación de 18 millones, supongamos de pesos, que tiene depositados en el exterior. Este hecho es presentado como una “radicación de ahorro en la Argentina” por la prensa afín, sin crítica de ningún tipo.
En síntesis, estamos viviendo una etapa de penuria económica y aumento de la pobreza y la desigualdad, y en paralelo la principal figura de la República está sospechado de maniobras evasoras y decide traer ahora, no antes ni siquiera durante la campaña o en su prolongada jefatura del gobierno porteño, el equivalente a 75 años del sueldo promedio mensual de una familia de sector popular de nuestro país.
¿Hay cacerolazos? No. ¿Hay manifestaciones masivas? No. Por ahora la derecha que gobierna nuestro país tiene un enorme apoyo mediático y judicial, y cuenta con el beneplácito de sectores de nuestra sociedad. Pero cada vez hay más pobres, las promesas iniciales se dilatan y las prácticas de este gobierno empresario empiezan a ser un insulto a la inteligencia colectiva, aunque gran parte del arco político todavía lo cubra.
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