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Columnistas
22/05/2017

La criminalización de la política pública

La criminalización de la política pública | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

El autor de esta nota plantea que si bien es menester que “alguien” se haga cargo de una política pública que ha traído mayores niveles de inequidad, criminalizar las políticas públicas como mecanismo de deslegitimación de la dirigencia política es un camino peligroso para la democracia.

Pablo Gutiérrez Colantuono *

La elevación a juicio de la causa contra la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner por la toma de decisiones en el ámbito de la política económica y cambiaria, la ilegal destitución de Dilma Rousseff y el hostigamiento judicial sistemático a Lula Da Silva en Brasil, son hechos políticos institucionales que nos permiten reflexionar sobre varios aspectos actuales de nuestra Argentina y Latinoamérica. En especial la tensión entre jueces y gobiernos, ya que pareciera que algunas decisiones de los poderes judiciales despliegan un papel equivocado en la dinámica de nuestras democracias constitucionales.

Las políticas públicas frecuentemente son diseñadas mediante leyes y decisiones del Poder Ejecutivo.  Ha pasado mucha agua debajo del puente hasta tener claro que tanto unas como otras pueden ser objeto del debido control judicial. La tensión siempre existió en términos de poderes más o menos democráticos. El Poder Judicial es de entre todos los poderes del estado el que menor legitimidad de origen posee según es sabido.

En las épocas en que se depositaba mayor peso en los parlamentos se entendía que los jueces tenían un límite: el criterio, la oportunidad y la conveniencia que había llevado en un momento determinado al legislador a dictar una determinada ley. Los jueces aplicaban la ley, eran épocas de un Estado de la legalidad antes que un Estado constitucional, el cual sí emerge fuertemente en los siglos XIX y XX.

Entender al sistema desde la Constitución antes que desde la ley representó un notable avance en términos de derechos ciudadanos y de calidad institucional del poder. También generó nuevas y diversas tensiones entre legisladores, administradores  y jueces.

Es la decisión de quién gobierna aquello que percibe habitualmente la ciudadanía, antes que la ley o la decisión judicial. Y es en ese mayor conocimiento especialmente en los sistemas presidencialistas donde justamente se tensiona más aún la relación entre poderes.

La tensión entre jueces y gobierno es conocida bajo las expresiones de la politización de la justica y la judicialización de la política. El control que los jueces acaso puedan efectuar de las políticas públicas sucede, entre otros,  en el plano de  la actuación penal de los funcionarios y en el control de la política pública desde su validez constitucional.  Cierto también es que la clase política, dirigentes y autoridades elijen más de las veces el camino de la judicialización de diversos asuntos en vez de buscar caminos de diálogos y debates. Se busca la confrontación inútil al extremo de la argumentación falsa, y cuando ello no es suficiente motor o fuerza de visibilidad electoralista se ocurre por ante los tribunales con denuncias penales las más veces, y en menor cantidad, a acciones que intentan controlar el apego de la decisión adoptada a los parámetros de constitucionalidad exigidos.

La judicialización de la política tiene por responsable a la clase dirigente, mientras que la politización de la justicia es protagonizada por los propios jueces. Ambas debilitan a nuestro criterio el fluido tráfico de construcciones políticas provenientes de sus ámbitos naturales: consenso y disensos de ideas y programas propuestos desde los partidos políticos en tanto estos son reconocidos como actores principalísimos de nuestras democracias constitucionales.

La politización de la justicia  o la  judicialización de la política

Las políticas públicas están contenidas en aquellas decisiones generales, es decir en decretos y resoluciones del gobierno nacional, provincial o  municipal que concretan algunos aspectos de las funciones generales que tienen a su cargo, esto es la administración general del país, de las provincias o de los municipios.

Estas decisiones son tomadas en base a aquello que está permitido por la constitución y las leyes. Pero también desde los propios criterios que poseen los gobernantes acerca de la conveniencia institucional en adoptar una decisión u otra en un momento determinado.

Muchas de las decisiones adoptadas son precedidas por intervenciones de órganos y organismos de control que aseguran que las mismas son posibles de ser adoptadas. 

El marco constitucional brinda amplitud de criterios a los gobiernos en la elección de los medios que se seleccionarán para darle contenido a sus políticas públicas, pero también esa misma constitución les imponen algunas reglas para adoptar sus decisiones, de entre ellas que la política pública adoptada respete el estándar de razonabilidad. Esto es que sea adecuada a los fines que dice satisfacer con la adopción de esa medida y no otra, en ese momento y no en otro tiempo. Este aspecto de la razonabilidad de la política pública es una de las  llaves que abren la puerta al control. Los jueces nacionales sólo y tan sólo ante un agravio planteado en un caso concreto pueden y deben controlar la constitucionalidad de esa política pública. Revisan si la medida adoptada cumple con los fines que motivaron su dictado, si no existían otros medios alternativos para lograr el mismo fin, etcétera. Es esta la segunda llave que abre la puerta del control judicial.

La política instrumentada por la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner en materia económica y cambiaria que en uno de sus tramos ha sido aquello que se conoce como “dólar futuro” es parte de esta descripción que hacemos. La validez constitucional de la medida adoptada puede ser objeto del debido control judicial, previa existencia de un caso planteado por quién pueda sentirse afectado. Se revisa la  razonabilidad de la medida, la cual es una operatoria típica de economías modernas consistente en fijar precios futuros de operaciones actuales para intentar minimizar los efectos de las oscilaciones bruscas, por ejemplo, en el costo de los insumos.

Lo hasta aquí descripto se encuentra fuera del mundo penal y quizás por tal razón carezca de cierto “atractivo”.

En paralelo aparece aquello que sí llama la atención y que hemos denominado la criminalización de las políticas públicas. Nos movemos así al terreno penal.

La criminalización de la política pública

Todo  funcionario público tiene determinadas obligaciones a su cargo nacidas fundamentalmente de que ellos son servidores públicos, los primeros obligados a cumplir la ley y a desarrollar sus actividades conforme es entendida en un momento determinado. Su intencionalidad en transgredir la ley – recordamos en sentido amplio de la Constitución y sus leyes - con el fin de generarse beneficios para sí o para terceros de las más diversas maneras y medios es aquello que en esencia reprocha el sistema penal.

La corrupción atenta contra el bienestar general de toda una comunidad, frustra un plan de Estado y el desarrollo de la humanidad.

Los privados, tan involucrados como el sector público en la corrupción, redistribuyen esos fondos públicos –en dinero o en especie– de entre ellos mismos y los  funcionarios. Posee un claro anclaje estatal-privado.

Por su naturaleza, por sus mecanismos de concreción y por sus niveles de afectación a la población toda es que se trabaja sobre la posibilidad de calificar como  delito de lesa humanidad a los actos, hechos y omisiones corruptos. Serían imprescriptibles y no aptas para ser amnistiadas y perdonadas por norma alguna.  Es un tema que genera profundos debates.

Por más que parezca una verdad de Perogrullocabe insistir en que  tematizar la corrupción es proponernos eliminar sus prácticas y efectos desde la institucionalidad y no contra esta. No podemos anteponer la discusión de la lucha contra la corrupción para con ello debilitar o anular las  garantías básicas constitucionales tales como la presunción de inocencia de las personas, el derecho a un juicio justo ante autoridad independiente e imparcial, entre otras. Salvo que se persiga una condena pública para eliminar posibles contendientes electorales, desnudándose así que la lucha contra la corrupción nada importa realmente  a quién la alega.

Los diversos procesos penales en marcha contra la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner, la destitución de Dilma Rousseff y el hostigamiento sistemático a Lula Da Silva en Brasil ¿persiguen la lucha contra la corrupción que nace del respeto de las garantías y resguardo de la institucionalidad? ¿Se trata de “excluir” posibles competidores en la contienda electoral a través de una condena en los “tribunales mediáticos”?

La causa dólar futuro, como es conocida, ha permitido que se eleve a juicio oral a la ex presidenta. Volvemos aquello que decíamos, las políticas públicas acertadas o desacertadas pueden ser objeto de la réplica de la contienda política electoralista para la confrontación argumentativa respectiva. Pueden generar conflictividad judicial que cuestione su validez. Se elige, en cambio, la criminalización de la política pública la cual generará “una condena” social de posible alto impacto electoralista.

Lula es perseguido sistemáticamente en Brasil. Las operaciones mediáticas ancladas en actuaciones judiciales no son pocas.

Dilma Rousseff es destituida del máximo cargo previo a que un juez divulgase conversación entre ella y el ex presidente Lula en clara ilegalidad constitucional. Los hechos “imputados” no constituyen objetivamente la conducta que la constitución del Brasil exige para una remoción del máximo cargo gubernamental.

Democracia constitucional y de los derechos humanos

No es posible luchar contra la corrupción desde la ilegalidad, ya que ello traerá tiempos tormentosos. La corrupción se la combate desde la constitucionalidad, con sus procedimientos y sus reglas.

La criminalización de la política pública se ha instalado entre nosotros, debilitando la discusión partidaria y su  proyección en la oferta electoral de entre las más variadas posibles en el marco de una democracia constitucional. 

La democracia constitucional importa aceptar que existen acuerdos básicos sobre los cuales es posible construir mayores niveles de ciudadanía e institucionalidad.  El núcleo duro de ese acuerdo son los derechos y garantías humanos que son ante todo un límite al poder, a los poderes. El mercado, y sus reglas están atravesados por ese núcleo duro y no a la inversa. No hay mercado posible sin que este asuma que su destino es promover las condiciones que permitan el derecho efectivo al desarrollo de las personas, de allí que es connatural al sistema constitucional la regulación estatal del mercado. Podemos discutir las  intensidades de esa regulación, más no que el mercado se encuentra atravesado por  las reglas constitucionales y de los derechos humanos.

La lógica del poder busca siempre zonas de confort y no control. La dimensión de las democracias constitucionales y de los derechos humanos nos propone justamente un espacio indisponible por parte de los poderes internos de los Estados. Es una “porción” de la vida ciudadana e institucional que no les pertenecen, en tanto es dominio de la humanidad toda.  De allí la fuerte reacción del poder y de los poderes especialmente contra los tribunales internacionales de la justicia de los derechos humanos. Esta comporta en esencia una justicia que rompe la lógica del poder de escaparle al control, ya que al ser trasnacional se encuentra fuera del alcance de dicha lógica. Es esta justicia a la cual no desean someterse los países, es ese orden internacional de los derechos humanos al que le escapan frecuentemente los gobiernos, es ese acuerdo esencial no disponible por los Estados al cual muchas veces no se sujetan alegando soberanías nacionales que deponen ante los intereses económicos de un mundo ahí si globalmente unido.

Las políticas públicas tiene al menos dos dimensiones: una, la estrictamente política, la otra del orden de la razonabilidad. La política implica la libre apreciación y valoración por parte de la autoridad máxima de qué tipo de política pública construir, en qué momento adoptarla y cuál es el valor superior que intenta satisfacer con la misma. La segunda, razonabilidad, ya requiere insumos técnicos e intervención de organismos y órganos internos y externos de control con la mayor especificidad técnica posible y autonomía de criterio. Aquí existe una responsabilidad funcional de quién aconseja un camino y no otro, asumir unas consecuencias y no otras, etcétera. La máxima autoridad de gobierno adopta decisiones previa síntesis que efectúa de ambas dimensiones, la cual debe estar suficientemente justificada y comunicada. Aquí la responsabilidad esencialmente es institucional y electoral. Cierto es que cada cual es responsable por las decisiones que  adopta, pero dichas responsabilidades son distintas según la distribución de funciones y la naturaleza de la decisión que se adopta. Los caminos para hacer efectivas las responsabilidades son diversos y de los más variados  alcances, no hace falta imaginar nuevos mecanismos, estos ya existen por doquier. Si algo tenemos las y los argentinos son leyes que prevén casi todo, menos la vocación efectiva por cumplirlas. Cierto es que “alguien” debe hacerse cargo ante la ciudadanía si una política pública ha sido desacertada, ha traído mayores niveles de inequidad; pero de allí a criminalizar las políticas públicas como mecanismo de deslegitimación social de la dirigencia política nos parece iniciar un recorrido peligroso para nuestras democracias.



(*) Profesor Universidades Latinoamericanas en áreas de Derechos Humanos, Derecho Constitucional y Derecho Administrativo. Conjuez Federal.
29/07/2016

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