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“ Rituales de la jauría
sacuden con frenesí,
manadas: cuiden su festín
que esta fiesta ya toca su fin.
Rituales, alejen la muerte
de mi”
(La fisura del Chocón)
Durante milenios los seres humanos hemos aventado el olor rancio de la muerte celebrando rituales. La idea de la finitud, la nuestra, la propia, nos ha dejado tiesos cada vez que la revisamos en la soledad de las paredes internas de nuestra mente y nuestra alma.
Por eso ritualizamos la vida, porque nos asusta morir.
Los rituales son nuestras válvulas expansivas; celebrarlos y compartirlos nos posiciona en un lugar colectivo de coraje que ningún otro acto social o individual nos puede dar. Solo a través de los rituales nos convertimos en súper-hombres. Los rituales son nuestro elixir total.
¡Control!
Pero el poder bendito del ritual, su luz liberadora, no es algo desconocido –mucho menos menospreciado- por quienes detentan el control social en nuestras sociedades. Y esta tensión que trae de sí el intento por controlar los rituales no es nueva; no nace en esta era mediatizada y tecnológica. Viene de antes, de muy atrás. Quizás desde siempre.
Jean Pierre Vernant, Humprey Kitto, Friedrich Nietsche y Michel Foucault son solo cuatro pensadores que han escrito mucho sobre las mañas y los artilugios que el poder institucionalizado encuentra para controlar los rituales que desatan y desvanecen los nudos de la angustia y el miedo en la gente de a pie. Todos coinciden en lo mismo: desde los albores de nuestra civilización occidental, el poder de turno siempre ha buscado institucionalizar los rituales, intuitivos y catárticos en sus génesis, para servirse de ellos y dar paso a una nueva forma de control. El poder suaviza el rito, lo encausa y –en definitiva- busca anular su poder reactivo a como dé lugar.
Los griegos, por ejemplo, celebraban sus fiestas paganas, plagadas de rituales de liberación, baile y descontrol, en fiestas dionisíacas que desandaban colectivamente invocando a dioses “menores”, aquellos que la gente adoraba adorar y que el Estado político-religioso invitaba a olvidar. Por eso los bailes de las Ménades, las celebraciones dionisíacas y las representaciones sátiras fueron prohibidos por el poder de la Acrópolis para ser rediseñados como rituales bañados en las tranquilas aguas de la mesura. La institucionalización que el estado-polis desarrolló permitía al pueblo varios días de festejos, pero todas las celebraciones y los rituales dispersos debían unificarse bajo el control del Estado y -sí o sí- debían celebrarse de manera mesurada y supervisada en las arenas del templo de Apolo, el dios de la equidad racional, la lógica y el “conócete a ti mismo”.
Pues desde el siglo cuarto antes de Cristo a esta parte, muy poco ha cambiado en este sentido.
Vamos las bandas
Veinticinco siglos después hemos desarrollado una industria del ritual y el entretenimiento que poco espacio nos deja para la catarsis liberadora. El control que se ejerce a nivel industrial sobre nuestros rituales es cuanto menos pasmoso. Más, como seres críticos, poca o nula atención prestamos a este impartido juego de cercenamientos.
El poder se ha reinventado, es cierto, y aquel Estado-religioso de la antigüedad hoy se ha convertido en un poder empresarial fáctico que a veces camufla su accionar en connivencias pragmáticas con los estados democráticos y a veces… ni siquiera.
Dentro de esta realidad premoldeada, dos rituales asoman su ostentosa cabeza y son los más convocantes hoy por hoy: los eventos deportivos multitudinarios (con el fútbol como la gran señora global) y (¡cómo no!) los gigantescos conciertos a cielo abierto.
La propuesta del Indio Solari, más allá de la mística que rodea sus convocatorias y del carácter único de su fuerte poética como artista, se inscribe en uno de los ítems de este catálogo institucionalizado de rituales controlados por el poder. Mal que le pese a muchos.
Como todo fenómeno de masas convertido en producto industrial, el rito propuesto por Solari y los suyos ha tenido una génesis catártica y contracultural que fue motorizada con pureza.
Misas paganas eran aquellas que celebraban fuera del circuito establecido, cuando el llamado de liberación de la manada era perfectamente realizable, sin que la contaminación de la industria aguara el dulce vino de la mímesis liberadora. Pero todo lo que los Redonditos soñaron para vencer a “la bobera del nuevo pac-man” cayó como casa de naipes al viento cuando el fenómeno ritual comenzó a convertirse en un producto cultural masivo, la mar de standard a pesar de su forzosa filosofía “independiente”. Entonces el escenario de la celebración comenzó a plagarse de trazas amargas: primero fue la muerte del primer Bulacio, luego el pibe apuñalado en River. Ahora, ya con Solari como solista, ésta situación -por ahora- se ha llevado puestas dos vidas.
El desprecio moralista con el que los medios han tratado la situación, el accionar displicente con el que el Estado se ha desentendido del tema y el silencio con el que el empresariado organizador ha actuado quizás nos esté colocando en un alerta mucho mayor que lo que hoy estamos discutiendo: si el Indio es un criminal responsable o si la sociedad es boba y se mata a sí misma… las dos únicas cosas que no paran de sonar en la campana de medios y redes sociales.
Pensemos por un instante, a lo mejor este concierto trágico está aquí para ponernos de cara a una reflexión mayor, algo que deberíamos considerar con mayor seriedad:
¿Son estos rituales los que verdaderamente queremos celebrar o hemos caído en una desgraciada aceptación de lo que se nos propone como dado?
Bajo las condiciones sociales y empresariales vigentes: ¿existe aún la misa ricotera como tal, o ya estamos hablando de algo completamente pasado, de un ritual que no puede consumarse más como tal porque el sistema se lo ha fagocitado?
El Amo
La justicia podrá desandar con mayor o menor equidad este gigantesco y trágico desaguisado que se ha presentado frente a nuestras narices en Olavarría. Los medios podrán juzgar a piacere a Solari y a las masas, estigmatizando a uno como un millonario vanidoso que solo es capaz de actuar con inconsciencia y a otros como a un hato de corderos desmadrados que solo piensan en beber fernet de oferta a morir, fumar porro, fornicar sin casarse, cobrar planes y cagar en el patio delantero de una señora de Olavarría.
La sociedad tiene servida las redes sociales para acompañar este razonamiento mediático. Y por un tiempo lo hará, no hay dudas, ¿verdad?
Mientras tanto el poder fáctico, disfrazado a veces de Estado (el amo que juega al esclavo) intentará surfear con elegancia patética la ola de la responsabilidad para llegar parado y rozagante a la playa del “este quilombo no me compete en un mundo de libre mercado”.
Así, entonces:
¿Es dable que cientos de miles de personas -dos tercios de la clase media/trabajadora, un tercio de la clase social más marginalizada y despreciada- siga pensando que estos son rituales a los que hay que asistir porque liberan?
¿No estaremos atados a una zoncera -a “nuevas supersticiones”- creyendo que es necesario celebrar estos amontonamientos empresariales de pésimo sonido y formato premoldeado como si fueran misas?
Quizás lo que necesitemos es otra cosa y no esto, por más que venga un poco maquillado de encuentro épico. Supongamos, por ejemplo: ¿y si vamos por una conexión más íntima con nuestros espíritus, una “razón” más atávica para aprender a construirnos nuevos rituales de pura sangre?
A lo mejor necesitemos aprender el mensaje que nos dejan estas dos personas muertas y el éxodo angustiante de decenas de miles de personas que se desconcentran en una ciudad abandonada para –por fin- inventar los nuevos ritos que alejen a la muerte de aquí.
La deliberación de la acción es nuestra, que “ellos” intenten una rápida absorción de lo que nos libera y traten de convertir nuestros rituales en negocios que llegan a ser hasta criminales no es asunto nuestro.
Pongamos el foco en otro lado: en la creación de nuestros nuevos rituales, los que nos devuelvan el fuego, ¿por qué no?
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