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En los ciento y algo de días que lleva a cargo de la Nación, el Presidente Javier Milei ha delineado lo que parecería ser su política exterior. Lo hizo en una serie de entrevistas televisivas, parecidas a un combo de personajes de Capusotto o a alguna cinta perdida de Cha Cha Cha!
En un raid alucinado, a los insultos propiciados a Maduro y a Lula durante la campaña, sumó varias veces descalificaciones groseras a los presidentes de Colombia, Gustavo Petro y de México, Andrés Manuel López Obrador.
Su embajador en Chile, Jorge Faurie y la banquera devenida Canciller, Diana Mondino, sumaron sus propios desatinos, aunque con más “clase”.
En una primera lectura se podría pensar que el presidente no ha salido de su rol de panelista ramplón y agresivo de la tv. Un sujeto al que, como ha dicho muchas veces, no le interesa la política y mucho menos la exterior.
Se mueve en un imaginado mundo de individuos, empresas y corporaciones, donde el estado se reduce al guardián nocturno, sin lugar para las relaciones interestatales. Un mundo pre westfaliano, si se nos permite ponernos un poco teóricos.
Pero cuando sale de su burbuja, el Presidente repite los viejos sueños húmedos de la oligarquía argentina: sentirse parte de un Occidente dominante. Sin comprender que, como lo demostró la guerra de Malvinas, no somos para ellos parte del “mundo libre” sino, a lo sumo, sus lacayos.
“Mis únicos aliados son Estados Unidos e Israel” ha dicho en una afirmación de curioso pie de igualdad.
La alusión a Israel no es mucho más que una peculiaridad de su personalísimo judaísmo, aunque tiene claras repercusiones políticas, en el contexto del genocidio en Gaza y el riesgo creciente de una guerra en Medio Oriente, de consecuencias posiblemente devastadoras para el mercado internacional.
En definitiva, la única política exterior del Presidente Milei es el alineamiento automático con “la gran democracia del Norte”, en la más pura tradición conservadora. Nada nuevo bajo el sol.
Sin embargo, los EE.UU. no son la nación rica y poderosa de 1945, ni el motor de la dinámica globalizadora de fines del siglo XX.
Tras los fracasos en Irak y Afganistán y la fantasmal Guerra contra el Terror, son hoy un Imperio en decadencia, atrapado en una guerra por delegación contra Rusia y con problemáticas relaciones en Asia, África y América Latina.
Además, y quizás lo más importante, embarcado en una guerra tecnológica y económica con China, la gran potencia industrial, principal socio de 145 naciones y nuestro segundo socio comercial.
Las relaciones Argentina-EE.UU. nunca han sido fáciles ni placenteras. Estructuralmente, nuestras economías no son complementarias y ahora menos que nunca.
El proyecto mileísta de reprimarizar la economía nos pone en una posición de mayor debilidad, atando nuestra política exterior a la de un país que produce y exporta alimentos y energía y controla buena parte de sus precios internacionales.
Políticamente, EE.UU. tiene una actitud del patrón de la vereda, tendiendo a trasladar sus intereses como necesariamente propios de sus socios también. Pregúntenle si no a Alemania.
El gobierno más pro-estadounidense desde la vuelta de la democracia, el de Carlos Menem, tan admirado por Milei, siempre tuvo el cuidado de fortalecer el Mercosur y buscar nuevos socios en Medio Oriente y el sudeste de Asia.
El maniqueo posicionamiento del Presidente ha sido un regalo del cielo para el gobierno estadounidense.
Mal parado en Sudamérica, sin buenas relaciones con Brasil, Colombia, Chile, Venezuela y Bolivia, Argentina le resulta una importante baza (y también base) para su estrategia geopolítica regional.
Por ello, hace pocos días recibimos por primera vez en la historia la visita del director de la CIA. Y no es cualquier director. Junto a Jake Sullivan, el Asesor de Seguridad Nacional, William Burns representa las cabezas más lúcidas de la administración Biden.
Nacido en Fort Bragg en 1956, hijo de un General del Ejército, historiador y doctor en Relaciones Internacionales, William Burns es un diplomático de fuste, con 32 años de experiencia en el servicio exterior. Fue embajador en Jordania (1998-2001) y la Federación Rusa (2005-2008) y Subsecretario de Estado (2011-2014) En 2013, junto a Sullivan, dirigió las negociaciones secretas que llevaron al Acuerdo Nuclear con Irán.
Asumió como director de la CIA el 19 de marzo de 2021 en el intento de Biden por reorganizar la Agencia, sacándola de su militarizado hundimiento en operaciones encubiertas de casi nula utilidad, y volverla al rol de auxiliar eficaz e informado de la política exterior que le había dado Truman en su nacimiento.
Que un funcionario de semejante envergadura haya encontrado tiempo, entre la guerra en Ucrania y el caldero de Medio Oriente, para reunirse en Buenos Aires con el opaco Jefe de Gabinete habla a las claras de la oportunidad que los EE.UU. ven para orientar la política del gobierno nacional.
Qué hablaron, algún día lo sabremos. Pero resulta verosímil que Burns haya dejado una agenda de política exterior que nos alejará de Rusia, de nuestros principales socios comerciales, Brasil y China, así como de los organismos supranacionales como el Mercosur, la CELAC y los BRICS.
Sin dudas estarán en esa agenda todos los “actores malignos” que enumeró con esmero la Jefa del Comando Sur, la Generala Laura Richardson el 14 de marzo último ante la Cámara de Representantes y que, casualmente, nos visita mientras se escribe esta nota.
Quedaremos así atadas y atados a una guerra económica y tecnológica (y esperemos que hasta ahí) que no es nuestra, pero cuyos sacudones y complejidades nos afectarán en los días por venir.
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