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El próximo 5 de noviembre tendrá lugar la sexagésima elección presidencial en los EE.UU.
Hace mucho sabemos que la “Gran Democracia del Norte” es una democracia bastante “de mentirita”.
Los complejos procedimientos e innumerables obstáculos para inscribirse como votante, la manipulación de los distritos electorales para favorecer a la decreciente población blanca y sobre todo el poder del dinero y las corporaciones en la selección de las candidaturas hacen de la Unión más bien una república oligárquica dominada por una plutocracia que pronto nos dará su primer trillonario.
En el fondo, es una estructura de partido único dividido en dos secciones, Republicanos y Demócratas, con terceros partidos ocasionales y efímeros y un “estado profundo” inconmovible.
Como en otros lugares, la deriva de la derecha hacia la extrema derecha está erosionando a este sistema político.
Los EE.UU. no son, económica, social ni culturalmente la nación del “sueño americano” de mediados del siglo XX.
Con una deuda pública gigantesca, el país vuelca anualmente miles de millones en guerras lejanas, mientras las infraestructuras de transportes, caminos, redes eléctricas, sanitarias y escolares se derrumban.
Después de décadas de desindustrialización y desigualdad creciente de los ingresos, 33.8 millones de estadounidenses, entre ellos 10 millones de niñas y niños, padecen inseguridad alimentaria y casi un millón vive en las calles.
Con el peor sistema de salud de las naciones desarrolladas, han reaparecido enfermedades largamente erradicadas y la expectativa de vida ha caído a los valores de 1990.
La nación con la mayor población carcelaria del mundo y una policía crecientemente militarizada sufre una violencia urbana de proporciones catastróficas, con una tasa de homicidios 25 veces superior a la de las 22 naciones más desarrolladas.
En un país de profunda tradición racista, 4 de cada 10 estadounidenses son hoy no-blancos y según las proyecciones del último censo serán el 50.7% de la población en 2060.
En este contexto complejo y divisivo la elección de noviembre se encamina a una remake de la de 2020, Joe Biden será el candidato demócrata y Donald Trump el republicano.
El pasado 5 de marzo fue el “súper martes” de las primarias en ambos partidos, con elecciones internas en 15 de los 50 Estados, entre ellos los dos más populosos, California y Texas.
Para reafirmar que se trata de una elección extraordinaria, por primera vez las primarias carecen de mayor interés para la presidencial: Biden corre prácticamente solo y Trump arrasó a su única contrincante, Nikki Haley, que ya abandonó la partida.
Pero es más extraordinaria porque ambos contendientes corren el riesgo de terminar condenados si pierden la presidencia. Trump afronta 91 juicios penales y Biden, protegido por la prensa hegemónica, hace malabarismos para no ser ahogado por los escándalos de corrupción de su hijo Hunter.
El lawfare, inventando para domeñar a los “enemigos” del Imperio, ha llegado a casa en toda regla.
El pasado 4 de marzo, la Corte Suprema falló contra la decisión de la Corte del Estado de Colorado que impedía a Trump competir en las elecciones en ese estado.
El fallo por unanimidad es una muestra de la debilidad de los argumentos jurídicos, una victoria personal de Donald y una alarma estridente para los demócratas, que pusieron todas las fichas en sacar al ex presidente de la carrera.
Otro golpe a esta estrategia fue la decisión de la Corte del 6 de marzo que postergó hasta el 25 de abril (ya definida las primarias) la vista oral sobre la inmunidad de los ex presidentes respecto de posibles delitos ocurridos bajo su mandato.
Trump de 77 años y Biden de 81 (otra perla del carácter gerontocrático de la política estadounidense) no resultan buenos candidatos para una parte significativa del electorado.
El 20 % de votos a Haley es un voto anti Trump entre los republicanos y el 60% de los simpatizantes demócratas vienen expresando, en distintas encuestas, su preocupación con un candidato senil y con evidentes dificultades cognitivas.
Además, por primera vez desde 1968, la política exterior mete la cola en la elección. La actitud contemplativa de los demócratas con el genocidio en Gaza ha movilizado a la comunidad musulmana y a los jóvenes estudiantes, poniendo en duda su concurrencia a las urnas en noviembre en estados decisivos para la presidencial.
El presidente Biden ha tomado el toro por las astas. El 7 de marzo, dos días después de “súper martes”, convirtió su discurso sobre el Estado de la Nación (el informe anual al Congreso) en el relanzamiento de su campaña electoral.
En una enfática alocución de una hora y siete minutos trató de demostrar que sigue vigoroso, atacó trece veces a Trump sin nombrarlo e hizo eje en tres temas que sus estrategas consideran vitales para ganar en noviembre.
Anunció un aumento de los impuestos a los más ricos, defendió el aborto y las políticas reproductivas y ordenó la construcción de un puerto en Gaza para que el Ejército estadounidense opere para detener la crisis humanitaria en la Franja.
¿Alcanzará para torcer la tendencia que le da a Trump cuatro puntos de ventaja? Queda todavía un largo camino.
Para quienes vivimos al sur del río Bravo es sólo una cuestión de matices. Un candidato racista y misógino, adalid de la extrema derecha internacional, frente a un presidente belicista y nostálgico del dominio imperial de “la nación imprescindible”.
Seremos espectadores de una batalla electoral extraordinariamente sucia y mediática, que los poderosos nos ofrecen para disimular por un rato las penurias de un mundo al borde de la destrucción.
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