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La restricción externa en la Argentina ha sido crónica producto de su especialización productiva. Se agravó con las políticas de Martínez de Hoz en tiempos de la dictadura militar que condicionó al gobierno de Alfonsín y a la economía nacional en un cuadro internacional caracterizado por el despliegue de una economía globalizada. En su desarrollo ha venido destacando la inserción subordinada en la creciente financierización, esto es, “el proceso que conduce a la supremacía de los actores, instituciones, mercados e incentivos financieros en la economía y la sociedad” (Storm, 2018). Ella involucra -entre otros- los mercados de commoditiesy ha ido permeando y condicionando las economías de empresas, provincias, municipios y familias. Un aspecto central de ese proceso fue la expansión y transformación de los flujos internacionales de capital a partir de la segunda mitad de los años 1970 coincidente con el régimen dictatorial. Por una parte, esos movimientos crecieron a un ritmo mucho más rápido que la economía real, o sea que el producto y el comercio internacional; y, por otra parte, dichos flujos cambiaron su composición
Hasta ese momento, la mayor proporción de los créditos externos provenían de fuentes oficiales, fueran organismos multilaterales, préstamos bilaterales de Estado a Estado, y bancos públicos de comercio exterior, o estaban garantizados por los Estados desarrollados, y se destinaban a financiar proyectos de inversión que respondían a programas oficiales nacionales y/o regionales de desarrollo, o importaciones de bienes desde los países desarrollados. El giro desregulatorio neoliberal de las últimas décadas facilitó los mecanismos para operar en los mercados bursátiles (sobre todo de empresas, pero también de personas físicas y hasta de jurisdicciones subnacionales), eliminó los controles cambiarios e incorporó numerosos instrumentos financieros de creciente sofisticación (swaps, futuros, opciones, entre otros). Así, a partir del auge de la financierización, los créditos externos pasaron a ser concedidos en su mayor parte por agentes privados (bancos, bonistas, inversores institucionales), y no pocas veces alimentaron negocios puramente financieros, como el carry trade (bicicleta financiera).
Esta financierización difiere de la interpenetración de los grandes bancos y de las sociedades industriales que analizara el economista austríaco Rudolf Hilferding en El Capitalismo Financiero(1910). Hilferding analizaba cómo la industria moderna precisaba invertir una masa de capitales que excedía los recursos de que disponían los capitalistas industriales. Éstos recurrían entonces a los bancos, y esa asociación entre bancos y grandes empresas favorecía la concentración e internacionalización del capital, pero en última instancia, su financiamiento se canalizaba hacia la producción. En la financierización actual también prima lo financiero sobre la economía real, con una interpenetración de grandes bancos y de sociedades industriales, comerciales y de servicios. Sin embargo, la movilización de recursos financieros pierde su anterior finalidad productiva y avanza hacia lo que François Chesnais (2017) define como “las finanzas en tanto que finanzas”. A lo largo de los últimos cuarenta años, ellas dan cuenta de los activos (acciones, etc.) en posesión de las sociedades financieras (bancos y fondos), pero también de las operaciones y lógicas de los departamentos financieros de las sociedades industriales y comerciales trasnacionales, a partir de las cuales controlan a los Estados, las empresas y las familias. Argentina ha quedado atrapada en esa telaraña en especial por las políticas macristas.
En el capitalismo periférico contemporáneo, la financierización se relaciona de manera estrecha con la deuda externa y la fuga de capitales, que generan ciclos de auge y crisis y agravan la tradicional restricción externa en los países periféricos (Cibils y Allami, 2017). Esa dinámica conduce a una financierización subordinada, tal como señalan Marcó del Pont y Todesca (2019). Las economistas retoman expresiones de Powell: “en estos territorios, la lógica del capital global determina y cristaliza un tipo de inserción asimétrica y dependiente, con el dólar funcionando como una cuasi-moneda mundial”(Powell, 2013), situación que expone a las economías como la argentina al riesgo que supone el cambio de las condiciones de financiamiento de los países líderes y de sus agentes controlantes, en especial de la Reserva Federal de los Estados Unidos.
Existe una amplia bibliografía de autores que analizaron la financierización y deuda en Argentina como parte de la lógica capitalista asociada a la globalización. Parte de ella fue retomada por quienes elaboraron el Primer Informe de la Mayoría de la Comisión Bicameral Permanente de Investigación del Origen y Seguimiento de la Gestión y del Pago de la Deuda Externa de la Nación, Congreso de la Nación Argentina, Ley 26.984, dirigido por quien presidiera dicha Comisión, el ex Diputado nacional Eric Calcagno, y publicado en 2019. Allí se advierte el papel de los agentes financieros, incluyendo al FMI, los bancos internacionales, las bolsas de valores, los fondos privados de inversión y los bonistas, y el complejo entramado de negocios con derivados que trajeron consigo las inversiones financieras que se han multiplicado desde los años 90. Estos flujos financieros generaron una permanente volatilidad en la economía mundial, que golpeó y continúa golpeando de manera muy especial a las economías emergentes.
En ese escenario global es que la economía argentina reorientó su modelo de desarrollo ya desde mediados de los años setenta en tiempos de la dictadura militar, dando un rol dominante al sector financiero y, dentro de éste, al sector privado local y al internacional, impactando fuertemente en la industria, en particular la manufacturera. Siguiendo esa lógica, en la década del 90 y como parte del Plan de Convertibilidad, se puso en marcha una reestructuración y descentralización del Estado nacional, y se privatizaron numerosas empresas de sectores estratégicos como la energía, el transporte, las comunicaciones y también bancos públicos. Asimismo, se desregularon los mercados de bienes y servicios, y se alcanzaron niveles superiores al 20% de desocupación abierta. En un marco de apertura externa comercial y financiera y de convertibilidad 1 a 1 del peso y el dólar, se incrementó el endeudamiento externo sin que sirviera, en lo esencial, para financiar la economía real o proyectos de desarrollo. Esos recursos fueron en cambio empleados para realizar ganancias financieras de corto plazo, para ser luego sacados del país, dando lugar a lo que se conoce como fuga de capitales. Se generó así una sucesión de entradas y salidas masivas de capitales que dio origen a ciclos de auge, crisis y depresión. En cada ciclo fue creciendo el saldo de la deuda pública externa, con múltiples consecuencias en materia de primarización, desarticulación y debilidad productiva, concentración económica, extranjerización empresaria y desigualdad distributiva.
El modelo de desarrollo cambió a partir de 2003 y se pusieron en marcha políticas activas que reiniciaron un ciclo de elevación de la producción, la exportación y el empleo, que se tradujo en el pago de las deudas con el FMI, la recuperación de los niveles de vida, de las AFJP y el ahorro previsional, y de YPF, entre otros recursos nacionales. Todo ello a pesar de la crisis financiera y económica mundial de 2008 y del accionar de los fondos buitres en la última etapa del gobierno kirchnerista que litigaron a partir de la demanda de los bonistas que no ingresaron al canje de 2010.
El desatino del gobierno macrista incrementó la deuda pública externa al extremo desde el 10 de diciembre de 2015; tomó créditos con bonistas y con el FMI en la mayor operación de deuda de la historia argentina y del propio Fondo. Ello fue producto del régimen económico neoliberal, de metas de inflación y apertura de la cuenta capital que devastó las cuentas públicas y las reservas del Banco Central. A partir de 2020 el gobierno del Frente de Todos tuvo que refinanciar las deudas con el FMI y con los bonistas, y remediar la devastación operada en distintos sectores productivos y sociales, al tiempo que debió enfrentar las derivaciones de la pandemia del Covid-19, el impacto de la guerra entre Rusia y Ucrania con los desbalances de costos y precios que implicó, y la mayor sequía de los últimos 100 años, sin crédito externo. Hoy Milei quiere la dolarización de la economía nacional. Es el veneno de la serpiente, después de las purgas que significan los pagos de las deudas tomadas en tiempos del gobierno de Cambiemos, 2016 a 2019.
Endeudar al Estado habiéndole dejado el gran peso de esa deuda a la población argentina fue parte central del proyecto político y del modelo económico de la alianza Cambiemos que optó por eliminar el cepo, bajar impuestos directos a los ricos y contribuciones patronales, sacar retenciones a los agroexportadores, y abrir la economía al capital extranjero en lo comercial y en la bicicleta financiera y cambiaria. Pomposamente Macri anunció que ajustaría las cuentas fiscales de manera gradual de la mano de Pat Gray en su plan de Metas de inflación. En ese espíritu redujo personal de la administración pública, suspendió obras públicas y ajustó la masa salarial, pero en realidad, con su política económica que abrió las importaciones y la entrada de capital especulativo, subió las tarifas e intereses y enfrió la actividad, sumado a la baja impositiva a la gran propiedad y a las exportaciones, redujo la recaudación, y por tanto no contrajo el déficit fiscal ni gradual ni bruscamente, sino que lo agrandó. Esta decisión puede concluirse que formaba parte de una estrategia política de un segundo tiempo: el gobierno procuraba así acumular poder para aplicar más adelante las reformas estructurales que juzgaba necesarias en lo previsional, lo laboral y lo impositivo, y que se ufanó Dujovne que pondría en marcha. Entre tanto, emitiría deuda, y con ello garantizó extraordinarios negocios financieros y cambiarios.
Hoy Bullrich, candidata a presidente por el mismo espacio político plantea poner en marcha las reformas estructurales pendientes de modo inmediato, amenazando a los y las trabajadoras con eliminar las indemnizaciones y otros derechos laborales, y plantea que pondrá en marcha la economía bimonetaria oficial en la Argentina. Su asesor Daniel Artana, por su parte, plantea derogar la ley que modificó el impuesto a las ganancias liberando del pago en la cuarta categoría a los y las trabajadoras y a jubilados y pensionados con haberes de hasta 15 salarios mínimos vitales y móviles. Y Milei, que le compite desde La Libertad Avanza, sube la apuesta y plantea la dolarización, la eliminación del Banco Central, la privatización de las empresas públicas y de la educación, y la profundización del ajuste más allá de lo que plantea el propio FMI.
Como parte del diluvio neoliberal devenido en epidemia, Macri en su gestión duplicó la deuda pública exterior en dólares corrientes. Pasó de USD 101.700 millones a inicios de su gobierno a USD 197.400 millones al concluirlo, si se considera la deuda del Gobierno central, de las provincias y del Banco Central. Y la triplicó como porcentaje del Producto Interno Bruto (PIB) de 16% a 46%. Su gobierno aprovechó condiciones favorables para colocar deuda exterior: una amplia liquidez en los mercados externos, bajas tasas internacionales de interés y, en Argentina a fines de 2015, la relación deuda externa sobre PBI más baja desde 1975, indicador reconocido por sus propios gestores en el Foro de Davos. Al inicio de su gobierno faltaba levantar el bloqueo financiero impuesto por los fondos buitres y la justicia de EE.UU., para lo cual aceptó pagar los inusitados montos que exigían, por encima de USD 12 mil millones, más los miles de millones de USD adicionales que significaron los pagos de comisiones a bancos y estudios jurídicos.
Cerrado el acuerdo, el gobierno se endeudó a ritmo vertiginoso: entre marzo de 2016 y marzo de 2018 el Tesoro nacional colocó 67 mil millones de dólares en los mercados externos. Cabe destacar que, en esos años, la Argentina fue, con mucho, la economía emergente que más deuda exterior tomó. A esas emisiones se agregaron capitales de corto plazo, atraídos por las altas tasas de interés que pagaban las Letras del Tesoro y las Letras del Banco Central (LEBACs). El diluvio continuo con prisa y sin pausa, y arrastró al conjunto de la economía con devaluaciones, elevada inflación, y recesión, más deuda pública, y costos sociales y políticos elevados.
Qué motivó el déficit fiscal, y en qué se usó el endeudamiento?
El déficit financiero promedio anual del sector público argentino fue de 3,2% del PIB en el período 2012-2015, y aumentó a 5,7% del PIB en 2016-2019. Ello no se motivó en una expansión de la inversión pública, ya que dejó obras paralizadas en todo el país. El mayor déficit se debió a la eliminación de las retenciones al agro (o su rebaja para las exportaciones de soja), a la reducción de impuestos directos, básicamente a la gran propiedad, de las contribuciones patronales, y a los mayores pagos de intereses sobre la deuda pública.
El Tesoro, y también varias provincias, decidieron cubrir sus necesidades de financiamiento con deuda externa, pese a que la gran mayoría de sus gastos era en pesos. Entre ellas Río Negro se endeudó en diciembre de 2017 en USD 300 millones para ejecutar un plan de obras públicas preferentemente municipales (Plan Castello) cuyos compromisos de pago eran claramente en pesos. Esta deuda ha actuado como soga en el cuello de las finanzas públicas provinciales por los montos de intereses, los plazos de vencimiento y las previstas amortizaciones de capital, y debió ser reestructurada junto con la deuda nacional en tiempos de pandemia. Más allá de los nuevos plazos y tasas dicha deuda seis años después sigue condicionando el desempeño público, la prestación de servicios y los planes de inversión provinciales.
El endeudamiento generalizado del Tesoro nacional y las provincias dio lugar a un proceso explosivo. Los dólares recibidos eran cambiados por pesos en el Banco Central (BCRA), que emitía así una cantidad de moneda que excedía la prevista por su política monetaria. El BCRA colocaba entonces letras propias para absorber esa emisión. Como los intereses pagados sobre esas letras eran muy superiores a los que cobraba por las reservas internacionales el BCRA debió afrontar un creciente déficit en el rubro “intereses y actualizaciones”: -1,9% del PIB en 2017, -2,2% en 2018, -2,6% en 2019. Pero, además, acumulaba pasivos de corto plazo en letras que en cualquier momento podían no renovarse y volcarse al mercado de cambios. Eso que se repetía como amenaza frecuente, generando particular nerviosismo en la plaza financiera y cambiaria, ocurrió en los primeros meses de 2018: y es lo que se conoce como “freno súbito” (sudden stop).
Cabe preguntarse entonces: ¿Por qué el gobierno de Macri recurrió a la deuda exterior y no a la interna para financiarse? Análisis disponibles explican que fue porque no solamente quería cubrir el déficit fiscal, sino que también quería obtener dólares, muchos y rápido: para pagar a los bancos internacionales que prestaron al Estado argentino para hacer frente a la deuda con los fondos buitre, dólares para incrementar las reservas, dólares para cubrir un creciente déficit en cuenta corriente y dólares para fugar y satisfacer el apetito voraz de los especuladores.
La salida de capitales no se frenó en los primeros años de gobierno: el BCRA registra una formación de activos externos de residentes por USD 41.100 millones entre enero de 2016 y abril de 2018. Durante ese período, esa fuga fue enmascarada por la toma de deuda y la entrada de capital especulativo que se entrenó en la bicicleta financiera; pero al producirse el “freno súbito”, y la salida de capital a toda prisa, las reservas empezaron a caer y se avizoraban un default sobre la deuda pública y una fuerte devaluación. La circunstancia ameritaba reponer los controles a la salida de capitales (el “cepo”) y renegociar la deuda con los inversionistas privados. Pero Macri consideró que eso lo forzaba a un ajuste y reducía sus posibilidades electorales. Recurrió entonces al FMI buscando negociar un acuerdo para hacerse de elevados desembolsos que permitieran recuperar la confianza de los inversores y proseguir con el modelo endeudador. Fue así que el FMI otorgó el préstamo más grande de su historia (equivalente a USD 50.000 millones, extendido luego a 57.000 millones) en un trámite express. Entre la solicitud del gobierno y el desembolso del primer tramo (USD 15.000 millones) pasaron 44 días. Y lejos de restaurar la confianza, el dinero del FMI sirvió para potenciar la fuga de capitales: entre mayo de 2018 y octubre de 2019, el BCRA registró la salida de USD 12 mil millones de capitales especulativos, de USD 16 mil millones por el repago de deuda pública, de USD 5 mil millones de deuda privada, y de otros USD 45 mil millones de formación de activos externos. La fuga de divisas fue considerable y continua. La economía pública quedó exhausta y endeudada.
Queda claro que el crédito acordado con el FMI tuvo fines electoralistas y violó las normas del organismo y las leyes argentinas, como la Ley de Administración Financiera del Sector Público, y no pasó por el Congreso Nacional. El FMI aprobó casi sin examen un préstamo cuyo monto cuadruplicaba el máximo normal de un Acuerdo Stand By (ASB); adelantó los desembolsos para que 88% de éstos se realizaran antes de las elecciones de 2019; evaluó contra toda evidencia que la deuda argentina era “sostenible” (aunque no “con alta probabilidad”) y aseguró que la política económica estaba dando buenos resultados en las cuatro revisiones trimestrales que llevó a cabo. Además, postergó para después de las elecciones las reformas estructurales que estimaba necesarias pero que tendrían un costo electoral; y no exigió que el gobierno al menos reperfilara su deuda con los acreedores privados, ni que implantara un control de capitales, pese a estimar que eran medidas indispensables. Por el contrario, permitió el uso de los recursos del FMI para permitir “una salida considerable y continua de capital”.
Con esas decisiones, el FMI es co responsable del desatino cometido por el gobierno de Cambiemos: empujó a la Argentina a contraer una deuda impagable, e incumplió con sus propias normas. En el mismo sentido, un informe de la Auditoría General de la Nación (AGN) expresa que el gobierno argentino también violó su marco legal al tomar una deuda externa sin solicitar el dictamen de los organismos pertinentes, en particular del BCRA, y sin seguir los pasos legales indispensables, entre ellos la intervención del Ministerio de Finanzas y de la Jefatura de Gabinete, así como la emisión de un decreto del Poder Ejecutivo Nacional. Resaltan el problema legal y las consecuencias económicas, por la ausencia de evaluaciones técnicas oportunas. Dice la AGN: “la firma del ASB no cumplió con el marco de procesos y procedimientos que aseguren la eficiencia y la efectividad en la gestión de la deuda, provocando incumplimientos legales, afectando la prudencia en la gestión del endeudamiento, vulnerando la adecuada supervisión del financiamiento, e impactando adversamente sobre la solvencia y sostenibilidad de la deuda pública.”
El proceso de endeudamiento –primero hacia agentes privados y luego con el FMI–convirtió una deuda pública exterior históricamente baja en una insostenibledesde el punto de vista económico y también desde el social. En primer lugar, la expansión la deuda externa y las sucesivas devaluaciones del peso llevaron la deuda pública total, así como la carga de sus servicios, a niveles que superaban la capacidad fiscal del gobierno central y de varios gobiernos provinciales. En particular, la deuda de la Administración Central (interna y externa) denominada en moneda extranjera se incrementó en USD 93.500 millones, mientras que su deuda en moneda nacional creció en 3,3 billones de pesos. El Ministerio de Economía de la Nación calcula que aplicando el tipo de cambio de las fechas en que se realizaron las operaciones de financiamiento y el pago de amortizaciones, el financiamiento neto fue, entre 2016 y 2019, equivalente a USD 167 mil millones. Es mucho más de lo que admiten los economistas y los responsables del gobierno de Cambiemos en sus análisis.
El resultado fue un empeoramiento brutal de los indicadores de la deuda de la Administración Central. Su deuda bruta total (interna más externa) pasó de 52,6% del PIB a fines de 2015 a 89,8% a fines de 2019. Más preocupante es ver cuánto creció su deuda con el sector privado y los organismos multilaterales: creció de 22,8% a 53,7% del PIB. Por su parte, la deuda externa pasó de 13,9% a 43,3% del PIB. Como se ve, no solamente creció la deuda total, sino que cambió su estructura. Se volvió más difícil de renovar y más gravosa para el sector público en su conjunto. Esta evolución, sumada a la extraordinaria subida de las tasas de interés reales, llevaron el pago de intereses de la Administración Central de 2,0% del PIB y 7,9% de los ingresos tributarios en 2015 a 4,2% y 18,2% respectivamente. Si se suman los pagos de capital, los servicios totales de la deuda llegaron en 2019 a 20% del PIB y 85% de los ingresos tributarios.
La carga de la deuda se volvió también insostenible para la balanza de pagos. El monto de la deuda externa (pública y privada) pasó de USD 167.400 millones a USD 278.500 millones durante el gobierno de Cambiemos, creciendo de 26,0% a 62,3% del PIB. La carga de intereses a girar al exterior pasó de USD 6 mil millones en 2015 a USD 17,4 mil millones en 2019, esto es, de 8,5% a 21,7% de las exportaciones de bienes y servicios entre dichos años. Junto con el monto de la deuda, se deterioró el perfil de sus vencimientos. Las amortizaciones a pagar por la deuda externa de largo plazo pasaron de USD 11 mil millones en 2015 a 30 mil millones en 2019. A fines de 2015 el Gobierno Central debía enfrentar vencimientos de capital por su deuda externa entre 2016 y 2019 por sólo USD 22 mil millones. Macri dejó al gobierno siguiente: USD 76 mil millones a pagar entre 2020 y 2023; 46 mil millones se debían prácticamente al FMI.
La deuda que generó el gobierno de Macri era también insostenible desde el punto de vista social. Al volverse imposible seguir endeudándose con inversores privados, el gobierno acordó un programa con el FMI, cuyo eje central era la compresión del gasto público primario (salarios, jubilaciones, transferencias sociales, inversión pública), mientras crecían los pagos de intereses que recibían los grupos de mayores ingresos. La caída del gasto apuntó a los salarios públicos y las jubilaciones reales, sólo que esta vez no se redujeron sus valores nominales: se los rebajó con la inflación. Ésta subió de 25% en 2017 a 54% en 2019. Entre esos años, los gastos primarios se contrajeron un 20,8% en términos reales, mientras que los ingresos corrientes caían un 9,7% entre esas fechas. Los salarios reales disminuyeron un 22% entre noviembre de 2015 y noviembre de 2019, y la jubilación mínima real cayó un 23% entre esas fechas. La caída del poder de compra de la mayoría de la población hundió a la economía en la recesión: el PIB cayó un -7% entre el 4º trimestre de 2017 y 4to. trimestre de 2019. Aumentó el desempleo y el subempleo de 3,2 y 4,2 puntos porcentuales, para alcanzar 9,8 y 12,7% de la población activa, respectivamente. Esta evolución se vio reflejada en un incremento de la pobreza y de la indigencia. Durante el gobierno macrista la tasa de pobreza aumentó en 8 puntos porcentuales, y la de indigencia en casi 4 puntos; 3,7 millones de personas cayeron en la pobreza y 1,8 millones en la indigencia. La caída del salario real se reflejó también en la distribución funcional del ingreso, al disminuir la participación de los asalariados desde 52% a 46% del valor agregado total. La distribución personal del ingreso también se volvió más inequitativa: en el primer semestre de 2015, el ingreso familiar per cápita del decil más rico era 17,2 veces mayor que el del decil más pobre, y en 2019, esa relación había crecido hasta 21,4 veces.
En síntesis, tanto por razones económicas como sociales, la deuda pública que contrajo el gobierno de Cambiemos era insostenible por su monto, su estructura, sus acreedores y su perfil de vencimientos. La única forma de demorar un desenlace era mantener un acceso siempre creciente al endeudamiento. Pero, ese acceso se cerró: a principios de 2018 se perdió la posibilidad de colocar deuda en los mercados externos, y en agosto de 2019 se interrumpió el acceso a los fondos del FMI y del mercado financiero local. Luego de perder Macri por amplio margen las elecciones primarias, el FMI comprendió que su meta principal (no declarada), que era su reelección como miembro en el Grupo de Lima, no sería alcanzada; por consiguiente, suspendió de manera unilateral la quinta revisión del programa y todo nuevo desembolso. Recién en febrero de 2020, su staff emitió una declaración en donde admitió que la deuda argentina resultaba insostenible, no pudiendo el FMI dar continuidad al préstamo Stand-By.
También después de las elecciones primarias el gobierno incurrió en un default sobre la deuda local, medida inusitada que generó un daño grave y duradero a la reputación del país. El argumento fue que era la forma de acotar la salida de capitales, que amenazaba con vaciar las reservas y provocar una devaluación descontrolada. Según diversos analistas, el gobierno podría haber frenado esa sangría reimplantando controles en el mercado cambiario, pero estimó que un “cepo” arruinaría toda posibilidad de recuperación de la intención de voto antes de las elecciones generales de octubre. Nuevamente, la alianza en el poder tomó una medida perjudicial para el país en aras de sus intereses electorales. La demora en frenar la salida de capitales en la incertidumbre, medida que recién se tomó la noche de su derrota electoral (el 29 de octubre), le costó al país la pérdida de otros USD 9 mil millones de reservas. Este virtual cierre de las fuentes de financiamiento externo e interno representaba de por sí una herencia gravosa para el siguiente gobierno, que tendría que hacer frente a los cuantiosos vencimientos de capital e intereses sin poder pagar al menos parte de ellos con nueva deuda.
Esto se agravó todavía más al estallar la pandemia del Covid-19, ya que, a diferencia de otros países de la región, la Argentina no pudo enfrentar el costo fiscal extraordinario que representó (por aumento de gastos y pérdida de ingresos) más que con una cuantiosa emisión monetaria. La economía cayó casi un 10% en 2020, reflejado ello en el PIB, aunque se recuperó en 2021. Muchos de los críticos de las dificultades macroeconómicas del actual gobierno, incluyendo la aceleración inflacionaria, no asumen la responsabilidad que les cabe por tales dificultades, debido a la deuda que tomaron y a la forma catastrófica en que la gestionaron. A ello se sumó en 2022 el impacto de la guerra entre Rusia y Ucrania en el comercio exterior y el costo energético y de insumos. Y en 2023 la sequía que redujo en más de 20 mil millones los ingresos del comercio exterior, con impacto negativo en la industria y los servicios y en la recaudación.
Como reflexión finalrespecto a la gestión 2016/19, puede concluirse que, el gobierno de Macri es responsable de uno de los endeudamientos externos más voluminosos, rápidos y dañinos de la historia nacional. No fue casual, fue el fruto de una decisión política que colocó el interés de la alianza gobernante por encima del interés nacional. Fue así cuando decidió bajar impuesto a los ricos y a cambio tomar una cuantiosa deuda externa, como una forma fácil de mantener y ampliar los déficits fiscal y externo. Frente a la reversión del flujo de capitales privados, acudió al FMI en un intento de prolongar la lógica de la “endeudar y fugar”, en vez de renegociar la deuda y reimplantar controles de cambio. Y reafirmó esa opción contraria al interés nacional cuando incumplió con la deuda interna en vez de imponer de inmediato el control de cambios, en un intento por revertir los resultados de las elecciones primarias.
Además, los recursos tomados a crédito no se usaron para incrementar la inversión ni las exportaciones; en cambio permitieron ganancias especulativas y la salida de capitales del sector privado. Al igual que con Martínez de Hoz y con Cavallo en la dictadura militar, el Estado acumuló deuda externa para que agentes privados acumularan activos financieros en el exterior. El uso improductivo del financiamiento externo ha hecho que éste no generara las condiciones del repago de la deuda. Es por ello que este endeudamiento no podía más que conducir a un nuevo default. De este modo, lejos de contribuir a levantar la restricción externa –traba histórica para el desarrollo argentino–, la política de endeudamiento exterior del gobierno de Cambiemos la agravó. Más aún, reintrodujo en la política interna al FMI, y con él a sus condicionamientos que restringen la posibilidad de llevar a cabo de manera soberana nuestro desarrollo nacional.
Fue tarea del gobierno encabezado por Alberto Fernández renegociar la deuda exterior del Gobierno Central, tanto hacia los acreedores privados como con el FMI. Del lado de las provincias, 12 de ellas (es decir, todas las que tomaron deuda externa menos dos) debieron renegociar sus deudas externas a partir de 2020
Sobre el diluvio y la inundación Milei pretende imponer la dolarización y eliminar el BCRA
La dolarización que propone Milei tendría un costo gigantesco para el país y su población. Ella va de la mano de una mega devaluación como la que viene empujando estos últimos días en su campaña de candidato. En línea con ello haría subir más aún la inflación, implicaría el congelamiento de los depósitos bancarios, un muy fuerte aumento de la deuda externa de la mano de la devaluación, y la liquidación de las empresas públicas con la inicial entrega de YPF. Esto implicaría el derrumbe de los salarios y jubilaciones, del ingreso de las pequeñas y medianas empresas con el consiguiente desempleo formal e informal, y llevaría a que el Estado perdiera su capacidad de dirigir y orientar un proceso de desarrollo. También privatizaría la educación.
Tal dolarización significa la eliminación de la moneda nacional y su reemplazo por una moneda extranjera, el dólar, y se suma a su propuesta de eliminar el Banco Central. En dólares se fijarían los precios, las tarifas, los alquileres, se pactarían los contratos y se realizarían las transacciones, mientras el ahorro también estaría dolarizado. En este marco, los trabajadores recibirían 20, 30 o 50 dólares como salario y los jubilados un promedio de 12 dólares, mientras los del salario mínimo y quienes perciben jubilaciones mínimas o pensiones llegarían a los 4 dólares. La ilusión de manejar su economía privada en dólares les mostraría la miseria en el espejo.
No es racional usar dólares para comprar en la panadería, la verdulería o el almacén, o para pagar la tarifa de agua. No fue racional tomar crédito en dólares, como ocurrió con los 300 millones de dólares en bonos del Plan Castello en Río Negro para financiar obras con salarios e insumos pagados en pesos. Fue de alto riesgo, las obras no todas concluyeron y la deuda fue reestructurada, pero sigue condicionando fuertemente al estado rionegrino y al estado nacional. Los pagos de intereses y amortizaciones ponen en riesgo el funcionamiento de distintas áreas del Estado. Estos endeudamientos fueron estimulados desde el gobierno macrista con la ilusión de menores costos de financiamiento. Los arrastró y arrastra la población rionegrina que ve deteriorados los servicios estatales y deprimidos distintos rubros del gasto público porque hay que pagar la deuda dolarizada que crece con cada devaluación monetaria.
La renuncia a la moneda nacional implica, asimismo, la pérdida de la política monetaria, y sin moneda el Estado resigna un instrumento con el que todos los países regulan la liquidez en la economía y la demanda o gasto interno. Perder la definición de la política monetaria implica para un país perder la capacidad de moderar los ciclos económicos. De este modo el país se ve incapacitado para aplicar a través del Banco Central una política contracíclica, moderando la emisión y subiendo los encajes bancarios en tiempos de economía recalentada, o inyectar moneda y crédito bajando la tasa de interés para salir de ciclos recesivos. De este modo la economía queda presa del resultado de la balanza de pagos, que puede ser positivo si hay buenas cosechas y precios internacionales, o buenos precios en las exportaciones de petróleo que permitan acumular moneda extranjera, y puede tener un balance negativo si caen los precios internacionales, o suben los costos de insumos, fletes o seguros.
Además, la moneda tendría un valor rígido como en la Convertibilidad, habría flexibilidad entonces en precios y salarios buscando competir en el comercio con otros países. La flexibilidad a la baja para poder competir en el exterior, provocará como en la convertibilidad cavallista una caída salarial y de jubilaciones y pensiones, la contracción económica y la caída de PyMes y micro empresas, del empleo y de la recaudación tributaria. Sería una economía similar a la de 1995 a 2001, con ajustes sucesivos de tarifas, desempleo en alza, y hasta reducción nominal de salarios, gestionada por los mismos hombres de ese tiempo de astringencia monetaria y caída industrial, como Roque Fernández y Carlos Martínez, asesores estrella de Milei, y se podría llegar al congelamiento y corralito de depósitos. La flexibilidad del mercado laboral volvería a imponerse acompañada de otros ajustes, privatizaciones y desregulaciones. A ello obligaría la existencia del dólar como moneda para las transacciones, y el Estado dejaría de arbitrar y de promover determinadas actividades económicas y tipo de empresas.
Finalmente, la supresión que Milei plantea del Banco Central es temeraria. Los ciclos de crisis y depresión como de auge afectarían la liquidez y la solvencia de las entidades bancarias pudiendo estimular una crisis bancaria. El Banco Central en todos los países actúa como prestamista en última instancia y como generador de alternativas en caso de emergencias por crisis externas, climáticas, etc. Quedarse sin Banco Central es abandonar la posibilidad de supervisar el accionar de los bancos, de orientar el crédito, de prevenir las crisis o enfrentarlas. Orientar el crédito no es sólo definir montos, sino evaluar a quién prestar y con qué objeto en el marco de una estrategia de desarrollo.
Reflexión final: Liberalizar todo, perder la memoria y la moneda, el Banco Central, las empresas públicas, la educación pública, y la salud pública no es avanzar, es atrasar, es volver a una economía que excluye, a una sociedad violenta que discrimina. Es convertir los vínculos sociales sólo en vínculos mercantiles y al pretender imponer la moneda dólar nos transformará en factoría, al tiempo que desprecia el futuro, plantea que somos un país basura y reniega de la soberanía. Que la voluntad popular no lo permita, de otro modo la Nación sería rehén, y se nos impondrá remar en el fango, la ignorancia y la esclavitud agravando la desigualdad y el sufrimiento de los sectores más vulnerables.
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