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15/10/2023

¿Cómo pasamos de la patria es el otro a la motosierra?

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Es difícil no hipotetizar que existe un cambio de época que abandona el objetivo de la comunidad organizada y pregona el sálvese quien pueda y la anomia social.

Sacha Pujó *

Cada sociedad nacional esta inserta dentro de un conjunto mayor que es el sistema mundial del capitalismo. En Argentina las clases dominantes, por su condición de país periférico en la división internacional del trabajo, no suelen tener claros sus intereses a largo plazo y viven en el inmediatismo especulativo. Incluso en determinadas circunstancias históricas las fracciones dominantes se dividen o enfrentan como puede ser en la actualidad, por ejemplo, sobre el proyecto de dolarización.

Adquiere sentido entonces la existencia de un Estado autónomo porque puede organizar la dominación por encima de las partes de una forma racional, conteniendo o hasta reprimiendo la rapiña o voracidad del capital más concentrado a fin de garantizar la reproducción y la cohesión social a largo plazo. Así puede entenderse la forma nacional-popular que adoptó en nuestro país el Estado en diferentes periodos históricos como consecuencia de la resistencia de las clases subalternas. En especial durante el peronismo que, a la par de la constitución de un movimiento de masas y una identidad política, significó una democratización de la economía y la incorporación de demandas sociales como educación, salud, derechos del trabajador, jubilaciones, o seguros de desempleo. Claro que estas demandas implicaron una contradicción con la tasa de ganancia y un recalentamiento de la conflictividad política.

Los años del Estado de bienestar que rigieron desde la segunda posguerra mundial hasta la década de 1970 fuera la excepción a la regla a lo largo de la historia del capitalismo. En aquel periodo el Estado tomó una posición de relativa autonomía respecto de las clases dominantes para asegurar un orden legitimado por la estabilidad y la movilidad social ascendente. Las dictaduras genocidas de los años 70 pusieron fin a aquel tipo de Estado, economía y sociedad a tono con el nuevo orden internacional que se imponía con la globalización neoliberal.

Se trata de un proceso sostenido de cambio en el paisaje social desde una sociedad estructurada en clases sociales relativamente homogéneas con su representación política, a una multitud fragmentada por las transformaciones productivas. En lo político-cultural también se afirmó la fragmentación por la emergencia de una forma de hacer política de las microdesigualdades que no tienen la fuerza para producir los cambios que adoptaba la forma nacional-popular del Estado. Nancy Fraser acuñó el concepto de neoliberalismo progresista para describir los gobiernos que combinan políticas económicas neoliberales con políticas de reconocimiento identitario, lo que ayudó a pulverizar la unidad de un campo popular. Al mismo tiempo sectores agredidos por esa economía se ven interpelados con las “nuevas derechas radicales” que se presentan como la rebeldía a este orden.

La entrada en la era del neoliberalismo supuso la colonización del Estado por la fracción financiera internacional del capital, y la aceleración de los ciclos de inestabilidad. La crisis económica de 2008 con la caída de Lehman Brothers, la conciencia sobre la crisis climática y ecológica con el imparable calentamiento global, el impacto de la pandemia en las cadenas de valor globales y su metabolización política y social preludian una época de transición no solo en lo económico, sino también en la condición humana misma.

La ruptura de la comunidad organizada

La cultura que impuso este orden dominado por el capital financiero tiene como principal consecuencia política la destrucción de la capacidad colectiva para la acción pública de la que Argentina posee un legado enorme con la conquista de ciudadanía. En efecto, la explicación para el malestar es la desgracia personal o que las políticas neoliberales no se aplicaron todavía en su totalidad. El individuo y su esfuerzo y capacidad en el centro de todo, solución individual a los problemas sistémicos. El sistema no funcionaría porque los “políticos socialistas” y el Estado no dejan actuar a la mano invisible del mercado. El Estado queda asociado al gobierno y a la idea de que los políticos forman una casta que le quitan el producto de su esfuerzo a los individuos.

La posibilidad de implementación de una fantasía anarcocapitalista indica que se pueden desmoronar algunos consensos básicos de la sociedad argentina respecto al rol del Estado, la justicia social y los derechos humanos. Como si el país no tuviera un pasado de gobiernos que aplicaron privatizaciones, aperturas indiscriminadas, endeudamiento y especulación financiera con consecuencias desastrosas, ahora como si se tratara de una violenta recaída se pretende dinamitar lo que queda del Estado de bienestar y poner en riesgo la paz social. Por su radicalización extrema se puede inferir que no se trataría de una variante más en la historia pendular de nuestro país entre modelos más pro Estado o más pro mercado ligados a los vaivenes de las crisis macroeconómicas por restricción externa. Al fin y al cabo no se puede subestimar el impacto que pueda tener, tal como afirma Martín Mosquera en Jacobin, una probable crisis orgánica del Estado con el acceso al poder de la extrema derecha que “materialice lo que las relaciones de fuerza sociales del periodo anterior habían logrado hacer fracasar: una terapia de choque neoliberal que quiebre de forma duradera el bloqueo social al ajuste que se impuso luego de 2001”.

"La patria es el otro" al menos como idea era una síntesis virtuosa entre individuo y sociedad "yo soy el otro del otro", que intentaba expresar el mensaje de las políticas públicas que aplicaba el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Es difícil no hipotetizar que existe un cambio de época que abandona el objetivo de la comunidad organizada y pregona el sálvese quien pueda y la anomia social. A esta altura ya debería ser evidente para el 99% que nunca en la historia la doctrina de shock favoreció a un laburante, y sin embargo se sostiene la creencia en que el plan de la motosierra es para el otro. No todo es tan lineal y mecánico. No es una novedad que existe una fabricación emocional de la voluntad general que destronó al sujeto racional que postulaba la ilustración. La realidad no es transparente, está mediada por la visión del mundo, por los modos de pensar, los valores y la ideología dominante que se transmite en los procesos de socialización, y que hoy las plataformas con su economía de la atención disputan en gran medida a instituciones primarias como la familia y la escuela.

La mutación en la condición humana

En la práctica cotidiana y en sus intercambios los individuos adoptan un cálculo racional maximizando los beneficios en la medida de lo posible o, en otras palabras, ajustan las expectativas a las posibilidades objetivas. Sin embargo, lo político tiene otra lógica, y cuando se trata de pensar y actuar sobre las cuestiones fundamentales que afectan a todos allí se manifiesta el sentido común que construyen los grupos dominantes. La solidaridad y unidad entre los de abajo no surge espontáneamente como agregado de individuos con intereses objetivos similares, porque esa posibilidad está obturada por los procesos de subjetivación que dan cuenta de un hiperindividualismo exacerbado por las ilusiones de autarquía individual que brindan las nuevas tecnologías. Estamos en presencia de una mutación de la condición del sujeto contemporáneo que tiene su exponente en el individuo tirano tal como lo describe Eric Sadin. Se trata, en pocas palabras, de la primacía del yo ante el orden común.

Los dispositivos digitales y las plataformas proveen no solo de facilidades a la existencia, sino también de acceso inmediato a información y a opinar y juzgar, proporcionando la sensación de hacerse valer, de tener dominio de los acontecimientos y posesión de la verdad que desafía a cualquier autoridad. Esta visión se conjuga con elementos conspiranoicos como pudo observarse en el caso de las vacunas o la idea de la dominación mundial del “marxismo cultural”. Individuos desposeídos pero armados con dispositivos inteligentes frente a fuerzas y poderes que los exceden. Así puede entenderse en este clima espiritual de época el deseo de libertad y ser dueño del propio destino aunque pueda evidenciarse como una forma de desintegración social e indiferencia de lo común.

Sin negar el machaque constante que hacen los medios concentrados de comunicación y su viralización a través de redes sociales contra la intervención o regulación estatal, la experiencia de la pandemia generó un resentimiento en gran parte de una sociedad ya precarizada que pagó demasiado caro el encierro y la incertidumbre. En ese contexto puede conectar la propuesta anarcocapitalista con los deseos de autogobierno y de un Estado que no se meta. No es casualidad la emergencia de figuras políticas que se alimentan en este humor social. Crearon un enemigo al que culpar, políticos con privilegios, beneficiarios de planes sociales y empleados públicos principalmente, y además generaron un lenguaje para nombrar la crisis, muy permeable en las generaciones más jóvenes que descreen o sospechan de cualquier instancia o encarnación estatal. Las explosiones de rabia de estas multitudes no se dirigen hacia un objetivo constructivo, sino más bien siguiendo el estilo catártico de las redes sociales, a destruir el espacio comunitario.

Los espacios políticos tradicionales no son actualmente una fuerza de atracción ni tampoco abren espacios de participación para las grandes decisiones. Y ello va de la mano de un realismo capitalista que dice que no hay otro modo posible de hacer política ni alternativa que el actual estado de las cosas, lo que también genera una desmoralización en los elementos comprometidos y participativos de la sociedad.

Retomando el punto de partida, y citando a Poulantzas, entendemos al Estado como “condensación material de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase”. Es decir que la solidificación que adquiere es expresión de relaciones de poder. Apuntar a la disminución o hasta la eliminación del Estado es casi un suicidio para las grandes mayorías, teniendo en cuenta que como expresión de aquellas relaciones y con gobiernos de orientación nacional-popular, puede ser un equilibrador del poder del mercado. El Estado no es una abstracción, lo encarnan instituciones y personas de carne y hueso, y no debería brindar servicios y bienes públicos de mala calidad y a la vez hacerse presente en trabas burocráticas y carga impositiva sobre sectores que apenas llegan a fin de mes. Tampoco debería ser un lugar capturado para proyectos personales de enriquecimiento, dado que también ese es el terreno fértil donde encuentra sustento el proyecto de la dolarización como símbolo de quitarle el poder a los políticos, y la motosierra contra empleados públicos o quienes viven de la asistencia estatal.



(*) Magister en Políticas Públicas -FLACSO-
Lic. en Sociología -UBA-

29/07/2016

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