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Primera parte: el miedo burguesito de sentarse a mirar
Una escena se repite en muchas partes del país, pero... ¿qué le hace pensar a cada persona de la clase laburante cercana a la media y a la clase media argentina que puede excusarse de ver la serie “Diciembre de 2001” diciendo que la trama le incomoda, le angustia o le conmueve demasiado?
No hago esta pregunta desde el púlpito, eh. Más bien todo lo contrario. Lo digo en una primera persona transferible, lo digo como un integrante particular de ese colectivo de millones de personas de la clase media argenta, lo digo como un alguien que se negó durante semanas enteras a ver la serie de Benjamín Ávila para Star Plus con excusas de lo más variadas en referencia a lo afectado que podría resultar en lo individual si me sentaba a mirarla y otras tantas excusas medio burguesas por el estilo. Dije de todo para demorar el visionado. Dije que la historia la había vivido de muy cerca, me acordé del balazo que arrancó un pedazo de pared y clavó una bala en un ladrillo a cinco centímetros de mi cuerpo estupefacto mientras cubría el saqueo del Topsy de Belgrano y Larrea para La Mañana del Sur, el 20 de diciembre. Dije otras cosas también, con una mezcla de miedo e injustificado espíritu de superioridad que ahora me da un poco de vergüenza. “Cringe”, dirían les pibis. Tragué saliva, despejé un poco aquel recuerdo del balazo en la pared. Pasaron un par de días, preparé mates, retomé el ejercicio de la duda y me dije: “no, no pasaré por esto nuevamente, no volveré a 2001”. Me repetí a mí mismo y hasta en voz alta que ya conocía la historia, que no me faltaban pedazos para su comprensión cabal. Entonces supuse en monólogos caseros, mientras lavaba los platos, que ver la serie poco y nada iba a agregar a lo que yo ya sabía sobre un tema que para mí -tanto como para lxs de mi generación, para la de nuestrxs antecesores y para la de lxs antecesores a ellxs- es un tema “cercano” y “ya vivido”. Me jacté de tener la memoria viva. Con todo eso bastaba. No tenía que ver la serie ¿Para qué, para sufrir? Eso pensé. Todas esas estupideces pensé. Lo confieso.
Durante una semana y media más me aparté del click al play. Seguía en la tesitura de que no tenía por qué adquirir un compromiso ineludible con esa ficción. “No hay una obligación, ni siquiera un pequeño compromiso o una responsabilidad que me empuje a ver la serie” me decía ahora, mientras secaba aquellos platos una vez más. Hasta que un día, lavándome la cara por la mañana, descubrí que lo que realmente me perturbaba no era la supuesta “obligatoriedad militante” de ver esta ficción, lo que me comía por dentro era el miedo que tenía de encender la tele, darle play a la serie y darme cuenta de que podía comenzar a trabajar el enorme vacío que sentía en torno al tema, el estallido social de 2001, ese que había dejado un hueco en mí, como la bala lo había dejado en la pared del Topsy. La diferencia es que la gerencia del supermercado refaccionó la pared en 2002, ni bien cobró los seguros y los subsidios por cobertura de los desastres del 20 y el 21. Yo no.
Una cosa es racionalizar el 2001, otra es dejarse atravesar por él con perspectiva reparadora. A mí me tocaba ahora agarrar el control remoto, darle play y -sin más excusas cobardes y pasatistas- ponerme a tratar de emparchar el agujero que llevaba adentro y tenía nombre y apellido: “todo lo que vivimos como personas y como pueblos en diciembre de 2001”.
Segunda parte: ¿el palacio o la calle?
“Por los pasillos, incluso por la galería que en épocas opulentas Roque Sáenz Peña había engalanado con genuinos vitrales art nouveau, circulaban presurosos carritos de supermercado cargados de biblioratos y carpetas. Por las escaleras descendían funcionarios apresurados cargando papeles en bolsas de consorcio. En los salones semidesiertos, mientras un televisor que nadie miraba mostraba las cargas de la Montada contra periodistas y manifestantes, ajetreados empleados de camisa arremangada se llevaban las computadoras. Más que la sede del gobierno, el Palacio parecía el cuartel general de un ejército en fuga”
MIGUEL BONASSO, fragmento de “El Palacio y la Calle”.
Seis capítulos de entre 35 y 50 minutos le alcanzaron a Benjamín Ávila y su equipo para contar completa la línea cronológica de los días más duros de la historia de este siglo en Argentina. ¿Lo hicieron bien? Muy bien ¿Fue bueno el recorte que escogieron? Muy mucho, pues les permitió hacer foco en la fluidez narrativa y en la contundencia del mensaje/testimonio que querían dar. ¿Les quedó algo afuera? Sí. Y no. Leí algunos comentarios desfavorables que hacían hincapié en que lo que les quedó bastante afuera fue “la calle”, que la serie tenía “más palacio que calle”.
Pues bien: esto es así. Y no es así.
Si uno efectúa el cronometraje de la serie en abstracto, claro que encuentra que Mario Segade (guionista, ¡contundente su trabajo!) y Benjamín Avila han optado por muchos más minutos de palacio que de calle. Pero: ¿esto es malo?. No. Es solo una decisión narrativa que puede responder a diversos fines. El más notable y sencillo de detectar de todos esos fines es este: en la novela testimonial de Bonasso hay mucha, pero mucha data de primera mano sobre los tejemanejes políticos que desembocaron en las revueltas del 19, 20 y 21 de diciembre de 2001 y la posterior caída del gobierno de la Alianza ¿Por qué entonces el equipo que intentará contar audiovisualmente la historia de aquella catástrofe habría de perderse la oportunidad de recrear al detalle los avatares de palacio teniendo tanta materia prima para trabajar? Encima es materia prima que es didáctica, y no hay mucha más fuentes a las que recurrir para obtenerla, al menos no con ese detalle exhaustivo.
Siendo prácticos: para obtener lecturas posibles de “la calle”, el pueblo argentino se tiene a sí mismo, a sus personas protagonistas (millones de ellas, de diferentes generaciones, estamos vivas) a los gremios que participaron activamente de aquellos días, a las organizaciones nacionales que ya militaban en 2001 -y antes, inclusive-, a todas esas parroquias y templos que salieron a las calles organizados para dar una mano, a las y los laburantes de la comunicación popular que ya trabajaban en red, a militantes estudiantiles de aquellos años. Hay como reconstruir el rompecabezas si el foco está en “la calle”.
En cambio: ¿de qué manera reconstruimos lo que el palacio urdió? Bueno, lo que Segade y Ávila han hecho para esta serie (adaptar el libro de Bonasso y entrevistar durante horas, días y semanas a protagonistas del poder de aquellos momentos) es una excelente tarea y un productivo acometido. En este sentido: bienvenido sea el vasto metraje de palacio que hay en toda la ficción.
De una manera muy simple e ilustrativa Luis Machín, que en la serie hace de Domingo Cavallo -y no hay como dejar de odiarlo y mirarlo alelado al mismo tiempo cada vez que aparece en cámara-, le dijo hace unos meses a Victor Hugo Morales, en una entrevista que le realizó en la radio mucho antes del estreno de la serie, que él consideraba que hay una “responsabilidad muy grande” en contar historias “tal como fueron” para "generar conciencia" y "no repetir los mismos errores", e invitaba al público en general a quitarle la pátina de temor al visionado de la serie, porque de esta ficción -aseguraba- había muchísimo para aprender sobre el estallido de 2001. Errado no estaba.
Quienes no hayan podido leer el libro de Bonasso, que está descatalogado y ni siquiera se puede conseguir usado en Mercado Libre, o gugleándolo para bajar en pdf, tendrán la oportunidad de ingresar en una espiral de datos realmente reveladores sobre los entretejidos políticos que llevaron a la quiebra al país y a explotar a las calles. Bombazo y terremoto asesino, que dejó una cuarentena de personas asesinadas y a una nación sin sus autoridades ejecutivas.
¿Quiénes lo hicieron? ¿Cómo lo hicieron? ¿Por qué lo hicieron? ¿Para qué lo hicieron? Son todas preguntas cuyas respuestas surgen de -¡sí, adivinaron!- desde dentro de los palacios.
¿Fue De la Rúa un desconectado sin carácter para enfrentar la rapiña de la banca mundial? ¿Mingo fue un megalómano neurótico y servil con las pezuñas clavadas sobre la torta que el mismo marmoló? ¿Actuó o no actuó Duhalde como un verdadero gangster silencioso? ¿Qué hizo el congreso para drenar la pus del sistema? ¿Quiénes llevaron y trajeron los mensajes de acompañamiento, o los de sepulcro? ¿Alfonsín es un personaje histórico para rescatar dentro del contexto 2001, o no? ¿Tenía tanto olor a bolas la política Argentina de principios de siglo, eso es gravitante, hoy, a la luz de los hechos en un siglo que fue madurando -entre otras cosas- la crítica al patriarcado?
Muchas de las respuestas a estas preguntas se ensayan durante los seis capítulos de la serie de Segade y Ávila. En este sentido, repetimos, la abundancia de palacio es lo mejor que le podía pasar a este relato, pues en toda esa fuerza didáctica -la que traen todos esos datos tan bien puestos en escena- quienes miramos la serie comenzamos a ocupar un lugar dentro de la historia, porque de eso se trata ¿no? De ir ocupando lugares de construcción tras la debacle.
Tercera parte: ¿quiénes nos creemos que somos?
“Rubén Jorge Santos, jefe de la Policía Federal Argentina, se había sumado fervorosamente a la tesis de la posible ocupación de la Casa Rosada. El policía ‘garantista’ y profesional, designado por el gobierno de la Alianza, se defendería después ante la justicia consignando la probabilidad del uso de armas de fuego por parte de algunos manifestantes y la posible acción de personas armadas, que estarían esperando en el conurbano bonaerense y en esta ciudad con el fin de infiltrarse en las manifestaciones de protesta. No hubo armas de fuego entre los manifestantes ni ‘infiltrados’ que las portasen, como lo reconocieron en sus declaraciones judiciales varios de los comisarios que estaban bajo las órdenes de Santos. Pero al jefe de la Policía la realidad le importaba poco, y hasta llegó a denunciar como protoasaltante confeso al conocido periodista y defensor de los Derechos Humanos, Hernán (SIC, por Hermann) Schiller”
MIGUEL BONASSO, fragmento de “El Palacio y la Calle”.
Y ahora -con todo un recorrido ya desplegado a lo largo de este artículo- es hora de retomar el tema de las dudas y el compromiso de visionado de la serie planteado al principio de nuestra nota. La consigna puede parecer un poco confusa, y estas ganas de discutir este asunto de esta manera puede resultar hasta de cuña dudosa:
¿Será que este cronista está financiado por star plus o es amigo de Ávila? ¿Por qué debería existir un compromiso de visionado, entonces?
No elucubren teorías conspirativas. La respuesta es sencilla: porque los tiempos lo piden, y no solo lo piden, lo exigen.
Si hoy, casi mientras leés esta nota, los proyectiles de gas lacrimógeno estallan a la altura de la cabeza (o directamente en la cabeza de los manifestantes), las camionetas sin identificación visible que dé cuenta de que son de las fuerzas de seguridad se llevan personas detenidas y la represión más bestial se consuma en las calles y rutas de Jujuy hoy mismo, ya, en este instante... ¿qué nos hace pensar que no tenemos una mínima obligación de sentarnos a ver esta serie?
Mucho más allá de la sumatoria de nombres y roles históricos aportados por la ficción de Segade y Ávila, los ya conocidos y los que la gente descubrirá. Más allá de los increíbles trabajos de actuación de algunxs de sus protagonistas (César Troncoso como Eduardo Duhalde es realmente escalofriante, solo por mencionar a uno) y más allá de la laboriosa concatenación argumental que el guion propone y la realización respalda, esta ficción pide algo más. Pide que -en momentos históricos de tensión como los que estamos viviendo- nos posicionemos activamente, nos pide abandonar el mero lugar del burgués que sube la calefacción, entra en la cama y solo le da play a una ficción pasatista.
Cada capítulo de esta serie -te guste tanto o un poco menos que tanto su factura- te interpela, te dice cosas a vos que viviste esos días, y también a vos, que eras un niño o una niña o inclusive no habías nacido aun. En todos los casos se pone de frente a tu persona, te muestra lo cercano de todo aquello que sucedió en tu patria, en tu comunidad, bajo el mismo sol que habitaste, bajo el mismo sol que habitás. Y al terminar espera que seas alguien con una tarea, con un ejercicio de resolución independiente.
Puesta la mesa de esta forma ¿cuál es el lugar que ocuparás?
Pregna el discurso antipolítica por estos días. Es más probable que millones de personas hablen durante días sobre si Toretto de Rápido y Furioso murió o no murió en el episodio diez de la saga, o si la nueva reina de los dragones cometió o no cometió incesto, que ver a esas mismas millones de personas hablando sobre el rol político que las cúpulas palaciegas cometieron durante los días de sangre de diciembre de 2001. Pareciera que fuera algo negativo hablar de “estas cosas”, las políticas, pareciera que “no meterse” en temas políticos es un derecho colectivo y una libertad individual (¡algunas personas confundidas creen que son la misma cosa!) que hemos ganado como sociedad.
Por todo esto, este artículo comienza y termina con la misma apelación: no tenemos ningún derecho a decir que no vamos a ver esta serie porque nos angustiará, porque “para amarga ya está la vida” y demás estupideces conformistas ¿Quiénes nos creemos que somos? Vamos a por lo contrario: veamos la serie, achiquemos la distancia que la memoria suele agrandar cuando no se ejercita, démonos una oportunidad de aprender cosas que no sabíamos sobre aquellos días horribles de la historia reciente y después: a ocupar el puesto que nos cabe dentro de esta historia social que -si no activamos, si no ocupamos- es capaz de repetir los mismos horrores, y hasta con los mismos nombres y apellidos blandiendo la espada contra un pueblo de rodillas...
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