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Columnistas
14/05/2023

Decime si exagero

Presiento que no importaba nada más

Presiento que no importaba nada más | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

La serie de Fito fue solo una excusa para verbalizar emociones en múltiples charlas en nuestros trabajos, bares, redes digitales, colas del banco, mesas familiares y otros sitios más o menos tangibles. Durante las últimas semanas pensamos que estábamos practicando fanatismo o sentido crítico por un producto audiovisual, pero quizás no tuvimos plena consciencia de que de lo que estábamos hablando era de otras cosas bellas, crudas e importantes.

Fernando Barraza

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La palabra nostalgia, tan incorporada a nuestro acervo, tan respetada y tan querida en su significado, tiene una etimología bien clara y un originen súper preciso y determinado. Vivimos la fuerza de la nostalgia, ponderamos No siempre tenemos en cuenta su origen y su más apretado significado primigenio. Está muy bien, porque si las palabras solo se ajustaran a su definición más pura y dura y no se flexibilizaran con su uso, enloqueceríamos. Pero igual hagamos el simple ejercicio de ir a buscar la etimología perfecta de la palabra nostalgia, porque bien puede servir para entender cuales son los motivos por los cuales recién por estos días estamos empezando a salir de la fiebre de hablar sobre la serie biográfica sobre Fito Páez como si habláramos de uno de los temas más relevantes de la actualidad, de nuestra actualidad colectiva, claro.

Vamos al ejercicio etimológico. Presten mucha atención, porque quizás les sorprenda: la palabra nostalgia está compuesta por dos partículas constituyentes, por un lado está “nostos”, que en griego quiere decir “regreso” y por el otro está “algos” que en el mismo idioma de raíz quiere decir “dolor”, por lo que juntas forman una nueva palabra que ahora pasa a significar el “dolor por la evocación del nosotros” ocasionado por el vacío existencial que causa la distancia. Hay que destacar que “nostos” es la palabra más usada en la poesía épica griega antigua (Homero, o Hesíodo) para aludir directamente al viaje de regreso a casa, la larga travesía luego de no estar en la propia tierra, un tema recurrente en la narrativa que dio origen a todas las ficciones occidentales posteriores, que siempre incluía un tema aledaño que le deba fuerza al relato: el viajero volvía a su casa tras haber sorteado las más fuertes y peligrosas peripecias que solo alguien con coraje y determinación podía sortear, el héroe, bah. A toda esta información súmenle algo importantísimo: la “nostalgia” es un neologismo acuñado por primera vez por el médico suizo Johannes Hofer, que en 1688 realizó una tesis que describía una enfermedad que sufrieron un estudiante y un empleado doméstico que se encontraban en un estado agonizante a raíz de una fuerte dolencia respiratoria, pero al regresar a sus respectivos hogares se curaron como por arte de magia. O sea: el primer uso de la palabra nostalgia fue médico, y sirvió para denominar una enfermedad psicosomática.

 

Fito tiene SIDA

¿Qué tendrá que ver todo esto con la serie de Fito Páez estrenada en Netflix hace veinte días que -por la intensidad de lo conversado hasta aquí- ya parecen dos años? Mucho.

Si hace dos meses era claro que el estreno de esta biopic iba a generar la típica y habitual grieta entre quienes adorasen el producto final y quienes lo odiasen (a veces pienso que todes nos hemos convertido en esa pobre disyuntiva) lo que ha quedado claro tres semanas más tarde es que el efecto de repercusión fue mucho mayor al estreno audiovisual en sí, y que todo lo que generó la serie trasciende con creces lo que fue contado desde las imágenes.

De simple factura, bien narrada, con recursos y resortes argumentales a veces cercanos al cliché, la serie ha capturado la atención de millones de personas y no solo en Argentina. El boca a boca la ha convertido en un suceso latinoamericano equiparable a aquel más que sonoro estreno hace un lustro del primer éxito señero en el arte de la biografía-de-cantante-famoso-que-mostrará-su-intimidad-a-quien-quiera-mirarla: la serie biográfica de Luis Miguel que, como esta misma, es una suerte de telenovelización de la vida de un ídolo popular. Claro que Fito no es Luismi. Si el mexicano necesitaba un extra exceso de misterio en su vida para tratar de poner una dosis de mística al suceso de popularidad de un intérprete de canciones sobre el mero amor romántico, Fito no necesitaba nada de eso, porque lo suyo -estamos hablando del trabajo artístico- es más bien la obra (¡propia!) de un cancionero que reflejó durante décadas el espíritu de época de su país, y hasta llegar a reflejar de a poco el mapa de Latinoamérica toda. Si bien Fito tiene una historia en la que la tragedia talló al artista, el rosarino no necesitaba una trama recargada en esos acontecimientos. Solo bastaba verlo transitar los días (los buenos y los pésimos) con el hilo articulador de su potente obra musical, y de paso invitar a participar de la fiesta a figuras aledañas de su propia historia que son ni más ni menos que Charly García y Spinetta, sus dos maestros y dos de los ídolos populares de la música argentina más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Dijo Andy Chango, el músico que interpreta a Charly en la serie que si no hacía bien el papel de García en la serie, debía irse del país porque lo iban a linchar pues con un ídolo popular de ese tamaño no se jode. Mucho de verdad hay en una expresión así de tajante.

Pero volvamos a Fito, el de la serie. Ese, el personaje, no precisó demasiada parafernalia para lograr que millones se identifiquen con su camino recorrido. Mucho menos con el “nostos” que lo trajo de regreso a su hogar (el amor) y le quitó el “algos”, el dolor que no le dejaba vivir. No hicieron falta demasiados gaffes de thriller sofisticado o notas de culebrón total, solo bastó con que el guion de la serie nos permitiera verlo andar como lo que siempre fue Páez (un pibe sensible de Rosario) a través de las paredes mortuorias de la dictadura cívico militar, luego surfear empoderado sobre la ola bravía y feliz de la primavera democrática, luego transitar a los tropezones los existenciales días mugrientos del menemismo individualista, globalizante y neoliberal (que son las tres la misma cosa) y, finalmente, regresar a la paz de la casa de la mano de la fuerza del amor que -parece- es la energía más útil, esencial y disponible para hacer que alguien se recupere y lograr que su vida cobre un verdadero sentido: el colectivo, que es el único que vale la pena al final de todo.

Quizás por todo esto, por representar tan cabalmente el simple espíritu de vida de cada quien se sentara a mirar la serie, es que “El amor después del amor” la rompió toda.

Encima la obra (las canciones y los discos) de Páez acompañan a la perfección cualquier intento de ficcionalización o documentalización que se quiera hacer sobre su figura. Sea una serie clichera de Netflix o un documental dirigido por Werner Herzog. Todo en Fito (el cantautor, ahora hablemos de ese) es conceptualizable porque hasta el disco “El amor después del amor”, que es el periodo que toma la ficción de Netflix, cada placa de estudio de Páez sintonizó a la perfección con lo que sucedía en el país. Repasemos someramente:

 

“Del 63” mostró con canciones tan heterogéneas como “Tres agujas”, “Cuervos en casa” y “Rojo como un corazón”, por mencionar solo tres, que había una generación de argentinas y argentinos que llegaban a vivir en libertad el legado de quienes fueron jóvenes en la dictadura y lo tuvieron que reprimir, no pudieron expresarlo; pero iban a mezclar ese legado (hippie) con una modernidad irreverente que estaba naciendo en las juventudes del planeta. La tapa del disco es la mejor síntesis: Fito está de pie en un baño público, que es el epítome de un sitio urbano total, su teclado (instrumento de época) está apoyado en la pared. Tiene una musculosa con el sol naciente (una simbología ancestral que la modernidad rescataba) y sus zapatos/zapatillas son indescifrables ¿son modernos o están pasados de hippies? En una sola imagen Fito es TODA UNA ÉPOCA.

 

“Giros” fue el disco que mostró contundentemente que la primavera democrática estaba muy bonita, pero había que empezar a madurarla. Ninguna de sus canciones es una celebración. Si bien hay consignas claramente positivas como “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, no hay un himno a la explosión de optimismo social, más bien todo lo contrario: “Día de los Grones (DLG)” es la más nítida expresión de esto. Ahora, además del chico hippie que es moderno, hay fuerza de tango, hay energía de baguala y modernidad pop (“Taquicardia”). Hay revolución interna (“Decisiones apresuradas”) solidaridad en el desbarranque (“Cable a tierra”) amor para dar (“11 y 6”) y todo lo que la juventud del momento quería para sí y para el resto. Será por eso que ha sido hasta aquí uno de sus discos más exitosos...

 

No se enojen, pero pasemos por alto “La La La” con Spinetta y vamos directamente a “Ciudad de pobres corazones”, el disco que llegó cuando el neoliberalismo golpeaba las puertas de la Argentina para tomar el control definitivo con su nueva cara: las empresas. El año en el que hubo sublevamiento militar y posterior respuesta política históricamente humillante: obediencia debida y punto final. El año en el que salió a la cancha el modelo post moderno de hacer política en la persona de Menem: prometer un cambio, hablar de dejar atrás “lo viejo” y “las ideologías”. Año de inflación y hambre. Es el año del principio del fin de la primavera democrática. Encima Fito pasa por un momento personal espantoso: sus abuelas y su tía son asesinadas de una manera horrible en Rosario. Por eso un disco de tapa negra y azul. Por eso una juventud que se reflejaba en los discursos más evidentes y catártico: “Matan a pobres corazones” o “Que te chupen en la cana, que te enseñen a perder”, pero también despabilaban en medio del maremoto social y reflexionaban existencialmente: “Me dirijo a ese punto donde hay algo y a la vez no sirve nada, me pregunto ¿que otra cosa puedo hacer?” o dejaban bien en claro que sabíamos que “Aunque te inviten a su mesa no estarán de tu lado”. Para muchos, sobre todo el sector más rockero y existencial: la obra cumbre de Fito.

 

Luego llega “Ey!”, el disco que resume el hedonismo en el que se ocultó una generación entera para no sentirse derrotada por el poder fáctico que -a esa altura nos dimos cuenta- estaba bien vivo a pesar de haber entrado en democracia. De este hedonismo quedaron muertes y heridas profundas: toneladas de HIV, sobredosis, estrés traumático pandémico por desazón social; pero de este hedonismo también nacieron expresiones artísticas profundísimas, obras literarias, cinematográficas y discos como éste, que en canciones de existir como “Tatuaje Falso”, de tinte social como “La ciudad de los pibes sin calma”, de esperanzas suplicadas como “Dame un Talismán” o de fascinante cinemática de época como el hit “Polaroid de Locura Ordinaria”, nos dejaron una pintura de época que ni el más avezado ensay histórico podrá empardar. Por eso el disco no se vendió bien (cosa que le costó el contrato a Fito) pero sí se cantó, se canta y se cantará a nivel masivo. Es hermoso que e disco arranque con esta conversación: “está desafinado” dice Fito por su guitarra, por el talk back de la consola le dicen “seguí, seguí igual”. Más belleza y fuerza hedonista, ¡no se consigue!

 

Ya en la reveladora década del 90, la antesala perfecta de un siglo que comenzaría formalmente diez años después, pero socio culturalmente ya había arrancado, llega “Tercer Mundo”, el disco que sirvió para que Latinoamérica sintonizara la misma radio entendiendo que hay temas comunes que nos atravesaron, nos atraviesan y nos atravesarán. No se necesita estar exclusivamente en Argentina para comprender la necesidad social conviviendo con la poesía en “Carabelas Nada”, o la gracia de ser latino que transpira “Tercer Mundo”, o la idiosincrasia de fuerza y fe que trae “Religion Song”, mucho menos la universalidad en el amor a la manera latina del hit “Fue amor”. Ya no hablábamos de una juventud argentina espejándose en Páez, ahora era continental, y además ya sudaba Siglo XXI. Es un disco que va a más todo el tiempo, a pesar de que arranca con la tremendamente cínica y provocadora frase: “Fito tiene SIDA!” y el cachetazo de continuidad histórica de “El chico de la tapa” que viene a destronar a aquel idealizado niño que vendía rosas en La Paz en la ahora vieja “11 y 6”.

 

Y llegamos al final del recorrido, al menos el que escoge la serie de Netflix, que argumentativamente le da hincapié a que fue el momento de suceso de ventas y público, porque todas las ficciones que se producen con capitales o propuestas de producción norteamericanas deben hablar de eso que les encanta tanto a ellos: el success. Llegamos a “El amor después del amor”, la obra -por lejos- mejor producida a nivel técnico y ejecutivo que el rosarino jamás haya grabado. La serie explica muy bien cual es el motivo principal por el que este disco sale así de impecable desde lo técnico: André Midani, el representante y productor con mayor visión del agigantamiento de obras fonográficas que haya tenido Latinoamérica “bendice” a Fito para que tarde lo que se le cante, gaste lo que se le cante y grabe donde se le cante su próximo disco, tras la declaración de principios artísticos de “Tercer Mundo”. ¿El resultado final?: una superproducción cargada de canciones épicas, salvajes/sutiles y pletóricas de energía para una juventud latinoamericana que necesitaba asomar el cuello por sobre las aguas turbias del neoliberalismo de los 90's y ese horripilante New World Order que había llegado para hacerte sentir un pequeño sorete en manos de gigantescos poderes fácticos. Parece una exageración esto que digo ¿no? Pero... ¡vaya si lo logró! La prueba es que es uno de los discos más adquiridos en Latinoamérica, con canciones de las más versionadas en Latinoamérica, más girado en vivo en estos últimos 30 años por todo Latinoamérica y más bien recibido por la gente y la crítica. Eso un disco malo, o apenas bueno, no lo consigue...

¿Vamos terminando?

Bien, por todo esto que se detalla en este artículo (¡que ha quedado la mar de largo!) es que reflexionamos sobre lo importante que ha sido la reacción de repercusión masiva que ha despertado en las últimas tres semanas la serie de Fito en la N. Repitamos aunque suene reiterativo: no hablamos estrictamente de una serie que puede gustar más o menos, que no pasará a la historia como el logro absoluto del género, ni mucho menos. Hablamos de un país entero, con coletazos en otros países de nuestra amada Latinoamérica que han encontrado en la serie el espejo de sí mismas y de sí mismos. La generación post 65 años redescubriendo como fue el mundo de su camino de ingreso a la vida adulta, la sub 60 recordando lo que era ser joven, la sub 40 atando pedazos de su primera niñez en democracia y la sub 30 haciendo una lectura histórica de lo que sus padres, madres y abueles vivieron. Todo esto, que es enorme, trasciende por lejos a la serie y es hermoso que haya pasado y pase. Podrán ponerse un poco haters algunos y algunas y criticar “lo pava” que se ha puesto la gente con la serie, o podrán otras personas ponerse fanáticas por demás de una serie que tal vez (como producto audiovisual) ni ahí se merezca todo ese fanatismo. Más allá de eso la celebración es haber regresado juntas y juntos a casa, haber consumado el “nosos” y haber dejado de sentir ese “algos”, ese dolor de no tenernos a nosotres mismes. Sobre todo en una época como ésta, que está tan plagada de incertidumbres socio políticas y culturales. Que falta nos haría un buen disco de Fito Páez como aquellos que solía escribir antaño ¿no? Decime si exagero...

29/07/2016

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