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Columnistas
11/09/2022

La organización política del odio: quién administra el resentimiento

La organización política del odio: quién administra el resentimiento | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Con el intento de asesinato de la principal líder política del país se pasó de la violencia simbólica a la física y se traspasó un límite que deja un precedente muy riesgoso en torno a los límites de lo posible.

Sacha Pujó *

En plena pandemia nos preguntábamos si íbamos a salir mejores de aquella experiencia totalizante en las vidas. Si el hecho de atravesar la incertidumbre colectiva, la cercanía diaria de la muerte y los diversos confinamientos o aislamientos iba a implicar un replanteo de lo que debería privilegiarse como sociedad. En ese sentido se pueden nombrar algunas de las situaciones que se hicieron evidentes: el rol fundamental de los trabajadores en la economía y en la generación de la riqueza; la salud como derecho y no como negocio privado; el rol del Estado como garante del bien común, en la planificación democrática y la eficiente asignación de recursos ante situaciones críticas; la necesidad de inversión en infraestructura educativa para cerrar brechas digitales que se convierten en barreras entre grupos sociales a largo plazo; y la importancia de una comunicación social transparente por encima de las distorsiones de oscuros intereses privados.

Pero los cambios no suceden por si solos o por arte de magia y ello es el resultado de largos procesos históricos cargados de conflictividad social y política. El saldo de la combinación de crisis sanitaria, económica e internacional es que una minoría le impone a la mayoría una receta ya utilizada y probada: recesión y ajuste. Se achica la torta y también empeora el reparto. Este resultado se asume como el natural, no se puede hacer otra cosa porque sería caer en lo irracional. Cómo demostrar que ese resultado al que se llegó es arbitrario, que responde a intereses particulares y no a una necesidad o a la naturaleza. Es la lucha de las interpretaciones, la batalla por el sentido.

En esa lucha, la decisión política es constituyente de la voluntad popular, le da un cauce a la demanda, ordena y conduce en el medio de la incertidumbre. Sin embargo la política está hoy regida por la lógica del entorno digital más preocupada por satisfacer a las audiencias segmentadas por los algoritmos que por encontrar acuerdos básicos para superar escollos estructurales. En esa línea surge la cuestión de si es posible alcanzar un contrato social o la frontera está cada vez más fortificada. Cada fuerza sigue una agenda de temas que producen la gratificación y la interacción con sus seguidores, o para peor, el debate público se va corriendo detrás del fanatismo que imponen los grupos neofascistas. Los espacios parlamentarios son permeados por la lógica del panelismo televisivo más apto a los titulares, las polémicas banales y a los personalismos que a ser la representación de los actores sociales.

El antagonismo no se puede suprimir pero debe encuadrarse en un mecanismo en el que la política atañe al modo de resolver conflictos y problemas comunes. De continuar con este guion regulador de deseos y gratificaciones instantáneas para audiencias emocionales y con ansias identitarias, la frustración puede aumentar consagrando aún más a los grupos neofascistas que buscan capturar la subjetividad frente a la falta de alternativas. Estamos hablando de quién se queda con ese resentimiento y organiza políticamente el odio.

La materialidad del discurso

Con el intento de asesinato de la principal líder política del país se pasó de la violencia simbólica a la física y se traspasó un límite que deja un precedente muy riesgoso en torno a los límites de lo posible. Pueden mencionarse hechos de violencia política previos como lo sucedido en Santa Cruz en 2017 donde atacaron a piedrazos e intentaron ingresar a la casa de la gobernación en la que se encontraban la ex presidenta y la gobernadora Alicia Kirchner con una bebé encerradas, el caso del diputado de Corrientes baleado en 2021 durante un acto partidario, y también el reciente ataque a piedrazos al despacho de la vicepresidenta en el Senado de la Nación. Además se pueden señalar los violentos escraches a ex funcionarios de los gobiernos de Néstor y Cristina, y las escenas barbáricas de bolsas mortuorias, representaciones de guillotinas y horcas frente a la Casa Rosada en ocasión de movilizaciones opositoras.

Tal vez hay que preguntarse por qué determinados discursos que destilan odio y demonizan al adversario tienen una receptividad en una parte de la sociedad. Hay que preguntarse por qué la figura del denominado “planero”, que en otros países puede ocupar la figura del inmigrante, se convierte en una categoría social que funciona como chivo expiatorio, a la que los medios concentrados de comunicación y gran parte de la política pueden endilgar todos los males y tener un eco en la población. Seguramente la respuesta está en la creencia de que son ellos quienes gozan del esfuerzo del trabajo ajeno. Y también hay que preguntarse quién es el significante que los representa en la política argentina. Así pueda quizá entenderse la razón detrás de la locura del intento de asesinato de Cristina. El odio social hacia un grupo por parte de alguien que proviene de ese mismo grupo. Los que están en los márgenes, en la precariedad o en la informalidad de un capitalismo decadente.

Tal vez la teoría del loquito solitario ayude a tranquilizar y limpiar culpas pero es un problema negar la cadena de equivalencias que dan forma al neofascismo de nuestra época. En otro contexto histórico, en la República de Weimar en los años 30 del siglo XX los nazis con su discurso nacionalsocialista capturaron la subjetividad de amplios sectores populares deseosos de revancha tras la crisis de la primer guerra mundial. Esto indica que no se debe subestimar el alcance de las denominadas nuevas derechas radicales como fenómeno local y global.

Son tiempos en los que se puede decir cualquier cosa, todo parece dar igual, se puede mentir en nombre de la libertad de expresión, negar los hechos o incluso inventar fantasías conspirativas. Cada grupo cree en el discurso que lo fortalece, da cohesión, unifica, que confirma sus percepciones y ello se ha naturalizado. Durante la pandemia incluso intentaron instalar la idea de una “infectadura” movilizando grupos sociales libremente en la vía pública y cuestionando las medidas que la emergencia impuso. El gobierno se vio obligado a combatir a través de la plataforma “Confiar”, la imparable difusión de noticias falsas que deslegitiman el consenso básico del orden social. El problema es que siempre se va corriendo de atrás y a la defensiva.

La anomia social, la frustración y el resentimiento son el terreno donde puede acumular la derecha radical porque da certezas, respuestas simples y encuentra actores culpables. De allí solo queda el pasaje de la violencia simbólica a la física. Los que se sienten abandonados, olvidados o invisibles que cayeron de una sociedad que exige siempre felicidad y consumismo repetitivo, van a buscar a alguien que les brinde seguridad, valores, cohesión de grupo y representación. El neoliberalismo como plantea Jorge Alemán requiere por necesidad estructural para su sostenimiento de dirigentes políticos con suficiente impunidad, irresponsables y narcisistas que anudan con la locura social en sus aspectos más paranoicos. Una sociedad que como plantea Byung-Chul Han demanda el rendimiento individual en una carrera por la supervivencia y reprime el dolor, solo puede tener una política paliativa, que da analgésicos pero que no soluciona los desajustes sistemáticos y no se puede sublimar o canalizar esa angustia.

Frente a este panorama cabe plantearse cómo se puede contrarrestar esta dinámica en una práctica que reconstruya los lazos rotos, que pueda empatizar con el otro y que la precariedad material, el individualismo y la soledad no se conviertan en ira hacia sí mismo o los pares. Si bien el lenguaje es performático se requiere también un enfoque en lo económico, los gobiernos populares y la izquierda no pueden abandonar esa dimensión esencial, de lo contrario, se convierte en un discurso progresista sin demasiado impacto que desprestigia a la política y a la democracia.



(*) Magister en Políticas Públicas -FLACSO-
Lic. en Sociología -UBA-

29/07/2016

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