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La juventud parece haber dicho “¡basta!” en países que hasta no hace mucho eran presentados como modelos por parte del establishment conservador. Chile y Colombia fueron los paraísos neoliberales que tras una fachada de supuesto éxito macroeconómico no pudieron esconder un modelo que se desarrolló en base a construir sociedades significativamente desiguales.
Los jóvenes que ganaron las calles en distintas partes de Colombia han manifestado, a quien quisiera escucharlos, su total falta de expectativas respecto a su futuro. Esta juventud de las barriadas populares, que asegura no tener nada que perder, son los “pelados” de “la primera línea” en los enfrentamientos con la violenta policía antidisturbios, el Esmad (Escuadrón Móvil Antidisturbios). Desde la propia Naciones Unidas reclamaron una profunda transformación del Esmad.
El saldo provisorio de estos enfrentamientos ya es muy grave. Hasta el 26 de mayo, organizaciones de Derechos Humanos denunciaron al menos 60 muertos. También más de 700 heridos -46 de ellos con lesiones oculares-, y casi 40 casos de agresiones sexuales de diversa modalidad cometidas por integrantes de las fuerzas de seguridad del Estado. Además, centenares de detenidos permanecen desaparecidos.
Si bien la violencia social y política no ha terminado, el proceso de paz entre el gobierno de Colombia y las fuerzas irregulares parece haber abierto una caja de pandora para los dueños del modelo. La calle hoy reclama por inequidades sociales que ya parecen no tolerarse.
El llamado al Paro Nacional, y las consecuentes protestas callejeras, tuvieron su origen el pasado 28 de abril a partir de una propuesta de reforma tributaria regresiva por parte del gobierno de Iván Duque, pero los reclamos son más amplios y profundos. De hecho, en estos días de protesta social el gobierno no sólo se vio forzado a ceder con el tema impositivo, sino además con la reforma del sistema de salud, las renuncias del ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla; de la ministra de Relaciones Exteriores, Claudia Blum; y del comandante de la Policía Metropolitana de Cali, el general Juan Carlos Rodríguez. También promocionó el anuncio de una matrícula universitaria gratuita para los jóvenes de estratos sociales empobrecidos.
En los últimos días, Cali ha sido el epicentro de la protesta social y también de la violencia policial. Allí reside María Isabel Galindo, antropóloga, investigadora y docente universitaria, a quién entrevistó -vía correo electrónico- para profundizar sobre lo que está viviendo la sociedad colombiana.
- La protesta social que atraviesa Colombia se origina en una rebelión contra una reforma impositiva impopular. Pero ya había antecedentes de movilizaciones en el 2019, antes de la pandemia. ¿Qué otras cosas se estarían expresando en las protestas actuales?
- La reforma impositiva fue el detonante de un profundo descontento social que camina las calles y los campos desde hace años, si pensamos en nuestra larga historia de opresiones, pero también de luchas y resistencias. En el último año y medio de silenciamiento pandémico, la protesta se había aquietado como casi todas las dinámicas de la vida. Sin embargo, ante la cruel insensatez de un gobierno cuyas decisiones acentúan las desigualdades, justo en un momento en que la vida de muchxs se precariza con tanta fuerza, ya que las mayorías dependen del trabajo informal que les permite sobrevivir al diario, la digna rabia estalló de nuevo en las calles de las ciudades y en algunas zonas rurales. En Cali, que es el caso que conozco de cerca, la inequidad entre formas de vida cuyas posibilidades de ser se erosionan estructural y cotidianamente, y aquellas que rebosan en privilegios, se revela contundente en este instante de ruptura. La crisis desnuda el horror naturalizado y remueve los sentidos comunes que no cuestionamos a pesar del absurdo que sostienen. La segregación social en Cali, que agrieta la geografía urbana escindiéndola entre sectores claramente desiguales, ha enardecido los ánimos de quienes no aguantan más el peso de tantos sometimientos y de tantas formas de violencias legitimadas. El 21N (21 de noviembre), a finales de 2019, alimentó la posibilidad de imaginar que mediante la protesta callejera y multitudinaria era viable impugnar las políticas del actual gobierno.
- ¿Son los jóvenes, a su entender, los protagonistas de esta protesta?
- La gente que ha enfrentado con su cuerpo los bloqueos y ha "puesto el pecho" y la vida en las primeras líneas de la movilización se siente lejos de la parafernalia sindical-caudillista-doctrinaria de siempre. Hay una efervescencia potente de parte de lxs jóvenes que no adhieren a discursos y peroratas sin calle y sin práctica. Mucho dolor, muchas lágrimas, mucha rabia. Muchxs parcerxs muertxs. Y están ardidxs, sí, y queman el mundo, sí. Un mundo injusto que ha negado todo a muchxs. Hay peladxs que están poniendo sus vidas porque siempre están en riesgo de perderlas, de formas más violentas que la destrucción de una estación de policía. Peladxs que nunca habían comido tan bien como en estos días en que la solidaridad de quienes montan ollas en los barrios les ha abrazado.
Las clases populares, la gente que ha vivido la violencia de las armas y del hambre desde hace décadas, están impulsadas por la indignación, las necesidades, la urgencia y la inmediatez de una vida siempre en peligro de muerte. Se ha hecho evidente el cansancio de un pueblo maltratado, masacrado de distintas formas. Muchxs de quienes ponen el pecho son los chivos expiatorios de siempre: desplazadxs del campo y habitantes luego de las periferias urbanas. El oriente y la ladera de Cali son la tierra de fuego en la que muchxs han buscado refugio en una ciudad que asesina. Lo que les impulsa es la llama arrebatada de quien tiene en su cuerpo y en su historia la estela de este “mundo de mierda”. Mundo que ahora se sacude e invita a soñar otra cosa.
- Por las informaciones que llegan, entiendo que existe una corriente de solidaridad desde distintos sectores de la sociedad.
- Además de lxs jóvenes de las “primeras líneas”, la movilización se ha sostenido gracias al tejido articulado en los puntos de concentración. No se trata sólo de bloqueos taponando vías: lo que emerge y alumbra es la reapropiación del espacio público y la solidaridad de ollas comunitarias, mercados “al paro”, bibliotecas erigidas sobre escombros de estaciones de policía, clases a la calle en la “universidad pal barrio”, mesas de radio, cine foros, murales que pintan la ciudad y la revitalizan, las conversas informales y el encuentro de diferentes que imaginamos otros posibles y más justos amaneceres. Esto es algo cuya fuerza no esperábamos y ahora hay que trabajar para darle forma. Todo es difícil y febril, mucha efervescencia. Hay que volver esa fuerza joven a un horizonte político, hacerle parte de un proyecto histórico compartido. Que los viejos rojos e ilustrados bajen los humos y que lxs peladxs sepan que no sólo arriesgan su cuerpo como siempre lo han hecho. Tenemos que imaginar un sueño colectivo. Ese mundo nuevo del que siempre hablamos, pero cuya posible realización nos toma por sorpresa. Todo es muy complejo y brumoso. También bello, contundente, imparable.
- ¿Qué sucede con otros actores sociales, como la Minga Indígena, movimientos campesinos, o el propio Comité Nacional de Paro?
- Como decía, somos muchxs quienes estamos comprometidxs con la protesta social del momento. La Minga Indígena llegó a Cali para apoyar los puntos de resistencia y compartir, al calor de la comida y del caminar la ciudad, su larga trayectoria de lucha y movilización. La fuerte organización de la minga (palabra de origen quechua para significar el trabajo comunitario en beneficio colectivo) acompañó la euforia de lxs jóvenes y ayudó a encauzar esa potencia efusiva. Muchxs no terminaban de entender por qué “los indígenas del Cauca” tenían “bloqueada la ciudad”, ¿por qué “ellos”? Valdría la pena, para responder, contemplar la complejidad histórica que dicha presencia conlleva. Por lo pronto decir que, por ejemplo, los ingenios azucareros y las zonas industriales que avasallan las periferias de la ciudad han arrebatado la tierra fértil que comparten los dos departamentos (Cauca y Valle del Cauca). Para quienes habitan estos valles y estas montañas desde hace siglos eso es "esclavizar" la tierra y los cuerpos que viven en estrecha intimidad con ella, y por eso la “liberan”. Es paradójica y al tiempo reveladora la imagen de quienes se piensan “secuestradxs” en “su” ciudad, y que desconocen el fetichismo de su privilegio al naturalizarlo y borrar las relaciones de explotación y despojo que lo hacen posible.
- ¿Cómo explica el fenómeno del derribo de monumentos vinculados a situaciones coloniales y racistas, y la práctica de renombrar lugares públicos por parte de los manifestantes?
- De la mano de la movilización que responde a condiciones coyunturales hay que pensar en la profundidad histórica de lo que hoy experimentamos. Lo que decía sobre la presencia de algunos pueblos indígenas en Cali apuntaba a eso. Creo que la persecución a las estatuas, que especialmente los misak (pueblo indígena) han emprendido, también es una forma de liberar nuestra memoria de esos símbolos coloniales que a estas alturas siguen imponiéndose, aquellos conquistadores violentamente clavados en los cerros americanos que resultan ser para otrxs sagrados. Siento un despertar anticolonial que busca sacudir la barbarie civilizada que se nos ha impuesto como destino histórico, una roja conmoción que se rebela ante la violencia simbólica que sustenta y legitima otras formas de opresión, tan prácticas como discursivas. El sentido común y la geografía urbana claramente atravesados por desigualdades raciales y de clase afloran por todas partes en Cali. Renombrar la ciudad es un ejercicio poderosamente transformador: La potencia del lenguaje crea mundos: la justicia de las palabras intenta cristalizar la proliferación de lugares de lucha, combate y resistencia, al tiempo que permite su florecimiento.
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