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Los datos del aumento de contagios de COVID de las últimas semanas indican que los segmentos etarios más jóvenes son los que en mayor medida se están contagiando, y luego lo transmiten a los mayores y las poblaciones de riesgo. Dicha situación ha motivado un debate mediático marcado por la polarización entre la condena a los jóvenes, y la crítica al gobierno anclada en el hartazgo que generan las medidas para afrontar la pandemia. Tanto en Argentina como en la mayoría de los países, las medidas de políticas públicas que se han implementado como forma de procesar la situación inédita que se vive están partidizadas. En este sentido la pandemia tiene tanto de enfermedad infecciosa como de hecho social. Además hay que mencionar que la crisis económica desatada por la peste no ha afectado a todos por igual sino que ha provocado una mayor concentración del ingreso y la propiedad en unos pocos, y ha desposeído a la gran mayoría.
En estas líneas se trata de intentar comprender más allá de la simple condena moral a los comportamientos o la partidización política de las medidas implementadas para sobrellevar una situación atípica. Esto no niega que no se puedan criticar medidas oficiales. De hecho la falta de consenso sobre algunas medidas indica el cuestionamiento de alguna parte de la sociedad, en gran medida motorizada por la acción de la oposición política y los factores de poder real. De esta manera, hay dos cuestiones que se pueden señalar para entender las acciones de gran parte de la juventud que en este contexto parecen no encontrar explicación desde el punto de vista moral. Por un lado, vivimos en una situación que la sociología describe como de anomia, esto es, según Emilio Durkheim, la ausencia de normas, de un poder moral superior, encarnado en la sociedad o en algunas instituciones de ella, que sea capaz de fijar los limites a los deseos exaltados que el sistema económico genera. Cabe agregar como señala Daniel Feierstein, que las normas definen lo que se puede o no hacer, son constituyentes del lazo social porque son necesarias para la vida en común. Hay así normas de cooperación básicas como también aquellas que garantizan la dominación de algunos pocos. Aquí lo que se observa es que cuando cada uno “hace lo que se le canta” se está cuestionando normas básicas de cooperación que tienen que ver con el bien común, y no se están rebelando contra un sistema de opresión. Si en este escenario se requiere de ciertas conductas, responsabilidades colectivas y controles estatales para combatir al COVID, la realidad es que la pandemia se introduce sobre una sociedad que obstaculiza, en sus mecanismos más enraizados de funcionamiento, dichos compromisos requeridos.
La situación de anomia va de la mano del individualismo y de la competencia que constituyen los mecanismos que rigen las relaciones sociales impuestos por la lógica del mercado. Se hace difícil pensar en solidaridades intergeneracionales o de clase, por ejemplo, cuando el marco en el que se socializan los sujetos no las favorece. La competencia de todos contra todos no puede estimular las solidaridades y las normas de cooperación. Este tipo de lazos de cooperación serían en algún punto contra hegemónicos, lo que hace que el mensaje que se transmite en los medios de comunicación y en los canales oficiales sea deslegitimado o percibido como fuera de contexto. No se trata de hacer una justificación de las acciones sino de intentar comprender y no quedarse solo en la condena moral, porque para transformar los vínculos y los comportamientos sociales antes deberían alterarse las representaciones sociales y la lógica darwinista que impone el mercado en todos los aspectos.
Por otro lado, la cultura del hiperconsumo no deja espacio para la reflexión o simplemente estar aburrido. La subjetividad es colonizada por una sobreoferta de estímulos de los cuales los dispositivos de las redes sociales, de los que la juventud es nativa, son parte fundamental. El sujeto vive para estar entretenido, desarrollándose así una cultura conformista sin tiempo ni margen para desarrollar otras perspectivas. Este entorno genera un círculo de descontento que se reinicia de forma permanente creyendo encontrar en los distintos tipos de consumo una satisfacción que es temporal. De hecho el ensayista Mark Fisher (2016) señala que en la juventud se da el fenómeno de la hedonia depresiva, definida como “la incapacidad para hacer cualquier cosa que no sea buscar placer”. Es distinta de la depresión tradicional caracterizada por la anhedonia, que es la incapacidad de sentir placer.
Al margen de que no se puede hablar de la juventud como un sujeto homogéneo, todo se percibe como vivencias individuales en una sucesión de instantes sin conexión. Pareciera ser una época que no permite pensar un futuro promisorio colectivamente. Si hoy no hay grandes relatos de futuro que incluyan y comprometan colectivamente es el producto histórico del triunfo de la globalización neoliberal frente a otras perspectivas de sociedad. Sin embargo no todo es individualismo, competencia, consumo vacío y desolación, ya que una gran parte de la juventud se compromete desde espacios colectivos como el feminismo, el ambientalismo y movimientos sociales en la lucha contra las distintas injusticias.
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