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“La palabra es un soberano muy poderoso, que dotado de un cuerpo diminuto y casi imperceptible es capaz de llevar a cabo hazañas realmente divinas, ya que puede detener el miedo, mitigar el dolor, suscitar la alegría y provocar la compasión”, decía el retórico Gorgias de Leontino en “El Encomio de Helena”.
Hábil en el uso de la palabra, el filósofo sofista asumía la defensa de Helena, la hermosa esposa del rey de Esparta, cuya supuesta traición provocó la mítica guerra de Troya.
Gorgias busca demostrar que no hace falta que el discurso sea verdadero para ser convincente, eficaz. Y, podríamos agregar, para producir verdad, aunque el hecho al que remite no exista o no se corresponda con lo que efectivamente sucedió.
El texto está fechado en el año 414 AC y los casi 2.500 años que nos separan de él no solo no lo envejecieron, sino que, como sucede con todas las grandes obras, mantiene una vigencia que no deja de sorprender.
Es que en nuestros días el discurso adquirió nuevos lenguajes (el audiovisual, el digital), nuevos soportes y dispositivos (los medios de comunicación masiva, Internet) y subjetividades (un mundo culturalmente mucho más homogéneo globalización mediante), pero mantiene intacta su función disuasoria, hacedora de verdad.
Construir verdad para construir poder. Poder económico, político, simbólico. Poder para que las cosas sean de una manera y no de otra. Poder para construir sentido común. Poder para establecer un orden, una lógica, un mundo que se perciba como el único posible.
Hoy ese mundo, mucho más “chico” que la Grecia continental en la que debió exiliarse el pensador, tiene en los medios de comunicación, y en la industria de la información y el entretenimiento en su conjunto, a miles de Gorgias “diciendo verdades” que poco tienen que ver con la realidad que viven miles de millones de personas.
En 2016 el Diccionario Oxford, considerado el más importante en lengua inglesa con más de 300.000 entradas principales, eligió “posverdad” (post-truth en inglés) como palabra del año. Consideró, entre otras razones, que el término pasó de ocupar un lugar marginal en el habla cotidiana a ser “eje en los comentarios políticos”.
Al año siguiente hizo lo propio la Real Academia Española (RAE). Incorporó la palabra posverdad a su diccionario y la definió como la “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.
Durante el anuncio el director de la RAE, Darío Villanueva, dijo que el término se refiere a aquella información o aseveración que no se basa en hechos objetivos sino “que apela a emociones, creencias y deseos del público”.
Hay una nueva conciencia que no viene de los diccionarios sino de la experiencia que se produce en la vida cotidiana: la verdad “ya no existe”. Y sobre esa inexistencia articulan los poderosos, con los medios hegemónicos como filosa lengua de Gorgias.
Así se pueden dar por verdaderos hechos que jamás ocurrieron. También demonizar a personajes públicos, a políticos que no acatan el sentido “común” que intentan imponer los poderosos e incluso a ciudadanos que pueden servir para presentar un acontecimiento como espectáculo.
En los títulos de los diarios, en los zócalos de las señales de noticias o en los posteos de las redes sociales (que en muchos casos suelen replicar, en otro formato y con otro lenguaje los mensajes de los anteriores), podemos encontrar decenas de ejemplos de mentiras que repetidas miles de veces se convierten en “verdades”.
El conteo por momento morboso que algunos medios realizan de muertos e infectados a causa del coronavirus, el “exilio” o “huida del país” de miles de argentinos y argentinas producto de las políticas del gobierno o la instalación de una suerte de dictadura a través de las políticas de aislamiento y cuarentena derivadas de la pandemia, son solo algunos ejemplos.
Sin embargo, en el problema puede radicar la solución. O al menos una esperanza. Hacer visible a la posverdad nos da la posibilidad de estar más atentos, de examinar aquello que nos quieren presentar como verdadero y confrontarlo con la realidad, sopesando datos, cruzando información, separando lo que realmente ocurre del impacto emocional que persiguen determinadas imágenes o frases.
Después de todo los argentinos nos convertimos en buenos lectores de lo que dicen los medios hegemónicos. A fuerza de operaciones, desestabilizaciones, imposiciones o pliego de condiciones que en los últimos 20 años hicieron más patentes las grandes empresas periodísticas aprendimos a leer más y mejor entre líneas. Conocemos, como bien definió el saber popular, que cuando “dicen que llueve nos están meando”.
Es por el camino de la lectura crítica de cada noticia, de cada acontecimiento convertido en espectáculo, que podremos diferenciar lo verdadero de lo falso, la realidad del engaño, la verdad de la posverdad.
“El lenguaje del hombre, ese instrumento de su mentira, está atravesado de parte a parte por el problema de su verdad”, escribió el psicoanalista Jacques Lacan. Y es hora de asumir este problema y de mirarnos cara a cara con él.
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