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Columnistas
30/09/2020

La aritmética de la muerte

La aritmética de la muerte | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Las cifras de víctimas mortales del Covid-19 se pueden comparar con otras pandemias. También con las guerras del siglo XX y de este, con bombardeos, genocidios, hambrunas. Esta vez hay otra sensibilidad frente a la muerte y la enfermedad es un problema social y político.

Gabriel Rafart *

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Seguimos haciéndonos las mismas preguntas de cuando se encendió la primera alarma mundial sobre una nueva pandemia. Algunas de esas preguntas tenían que ver con la aritmética de la muerte. Entonces, la preocupación acerca del alcance en términos de ponderar la letalidad recién se iniciaba. Recuérdese que la pandemia habría empezado en Wuhan, ciudad china que ya contaba con un historial de muertes. Ciertamente, Wuhan fue el escenario de una de una de batallas más cruentas de la segunda guerra entre China y Japón entre los años 1937 y 1945. A un año de iniciado ese conflicto la ciudad china fue escenario de una batalla equivalente a Stalingrado o Berlín de la Segunda Guerra Mundial, ya que el asedio de los japoneses a Wuhan que contaba con 2.000.000 habitantes, arrojó más de medio millón muertos entre las tropas chinas y japonesas, además de una cifra estimada en cerca de un millón de víctimas civiles.

Lo cierto es que a poco de la expansión de la pandemia se recurrió a la comparación con la gripe de 1918-1920, o yendo más hacia atrás con la más mortífera peste negra de mitad del siglo XIV que provocó la muerte de una tercera parte de la población mundial. Una verdadera danza de la muerte se enseñoreó. Es cierto que aprendimos mucho sobre la vulnerabilidad de la condición humana. Supimos entonces que uno de los balances globales de la gripe española de hace cien años fue entre 40-50 millones de muertos, aunque muchos estimaron que más del 5% de la población mundial había sido afectada por aquella pandemia.

Desde ya esa esas cifras siempre competirán con la letalidad de los asesinatos provocados por las guerras del siglo XX. Recuérdese que entre 150 y 200 millones de individuos murieron por la suma de guerras de la centuria pasada y, si tomamos como ciertas las cifras de los mandos militares que participaron en cada uno de los eventos que van desde la Primera Guerra Mundial terminada en 1918 hasta la guerra civil de la ex Yugoslavia, solo el 15 % de esos muertos fueron combatientes, o sea que el 85 % resultaron bajas civiles por efectos de los bombardeos, hambrunas y genocidios. Las nuevas guerras totales estaban más atentas en salvar al soldado que a civiles.

Solo mirar la nueva generación de conflictos en el siglo XXI, desde la destrucción de las Torres Gemelas hasta la guerra de venganza de EEUU sobre Afganistán e Irak, donde las cifras rondan el millón de muertes, con apenas el 5% de combatientes. La guerra civil de Siria suma un número similar. Si inventariamos otros conjuntos de conflictos no declarados (una particularidad del siglo XXI, las guerras no se declaran pero se hacen) se estima cerca de veinte millones las vidas perdidas entre balaceras, bombas, gases o falta de atención médica.

Además de las preguntas necesarias sobre la aritmética de la muerte hay otro conjunto de interrogantes que deja este primer millón de muertos del Covid-19 ¿Estamos frente a una ruptura de época? ¿El nuevo tiempo nos habla de más catástrofes? Algunos de estos interrogantes fueron planteados cuando irrumpió el SIDA, que el año pasado ocasionó la muerte de aproximadamente 700.000 personas y tuvo su pico máximo, en 2004, esa vez las muertes superaron los tres millones. Aunque es cierto que rápidamente esta mortandad fue perdiendo peso en la consideración pública. ¿Las elites dirigentes harán lo mismo después de que lleguemos al tope de muertos producto del efecto combinado de mejores terapias y vacunación global?

Podemos decir que hay algo positivo frente a este balance. Hemos establecido nuevas sensibilidades frente a la muerte, que en cierta medida ya se expresaba en el reclamo para prolongar la vida a como sea, medicalización mediante. 

Además, hemos establecido a la enfermedad como problema social y político. Hace veinte años el historiador argentino Diego Armus, pionero en el estudio de estos temas, decía: “Las epidemias ponen al descubierto el estado de la salud colectiva y la infraestructura sanitaria y de atención. Pueden facilitar iniciativas en materia de salud pública y de ese modo jugar un papel acelerador en la expansión de la autoridad del estado, tanto en el campo de las políticas sociales como en el mundo de la vida privada.” También el mismo historiador nos advertía: “Sin embargo, la familiaridad de la sociedad con un cierto mal bien puede preparar el terreno para que se ignore, precisamente porque su persistente presencia lo vacía de algunas de las características asociadas a lo extraordinario y sorpresivo o porque el contexto político —qué intereses pone en juego—, el contexto social —a quiénes afecta— o el contexto geográfico —cuán lejos o cerca está de los centros de poder— no lo transforma en una cuestión pública, aun cuando por definición se trate de un problema que afecta de modo masivo a la población”.



(*) Historiador, autor del Libro “El MPN y los otros”
29/07/2016

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