El exitoso plan económico que Milton Fridmann denomino el “milagro” chileno comenzó a crujir en la primavera del año pasado cuando se produce una rebelión ciudadana popular que tras el rechazo al aumento de la tarifa de transporte se amplía el conflicto con demandas más estructurales que tienen que ver con el pedido de gratuidad de la educación pública particularmente la universitaria, con la crisis del sistema público de salud visiblemente deteriorado luego del proceso de privatización llevado a cabo por el hermano del presidente años atrás, con la reforma o eliminación del sistema de pensiones privadas; en definitiva con reducir la enorme desigualdad social. Es un movimiento transversal que se manifiesta masivamente en las calles y toma la Plaza Italia ubicado en el centro político y social, de la capital Santiago, como el espacio icónico de sus protestas. El resultado de esto es un fuerte desgaste del gobierno de Sebastián Piñera ante la opinión pública, que se agrava  con la decisión de recurrir a una desmedida represión involucrando a las fuerzas armadas, para ahogar estos reclamos de justicia social.

Sin embargo, este panorama se modifica con la llegada del COVi 19 ya que como dice Ignacio Ramonet en un artículo publicado hace unas semanas atrás en Le Monde Diplomatique, la pandemia se convierte en el  gran disciplinador social que congela por el miedo al contagio cualquier expresión masiva que quiera expresarse en el espacio público.

Esto le permite al gobierno de Piñera ordenar el país, a partir del toque de queda y el ejército en la calle, retomando el control social y la iniciativa política logrando diferir el plebiscito y empezar a instalar una figura de recambio de su espacio político como es Joaquín Lavin el alcalde de Las Condes. Al mismo tiempo se intenta mudar la percepción que se tiene de Carabineros, que imprime una nueva legitimidad a su accionar represivo, ya que ahora lo hace en nombre de resguardar la salud de los ciudadanos. 

Pero este accionar empieza a tener flancos débiles ya que intentando sostener los intereses de las grandes corporaciones empresariales, velando por la salud de la economía, impone un plan sanitario con debilidades y contradicciones que lo llevan a fracasa en instalar lo que pomposamente se dio en llamar “la nueva normalidad”. 

Se implementan medidas tardías, cuarentenas dinámicas que consisten en que diferentes localidades y regiones entren y salgan de esa medida sanitaria que son escasamente acatadas por los diferentes actores sociales, pero fundamentalmente impone medidas conductistas pero sin el acompañamiento y la contención de una red social que atienda las necesidades de los sectores más vulnerables.

El resultado es que Chile es uno de los países de Latinoamérica con más infectados más de 65.000 y más de 673 fallecidos.

A esta realidad se suma un aumento de las cesantías de los trabajadores formales y la imposibilidad, por las medidas restrictivas de que los cuentapropistas y los que forman parte de la economía informal puedan aspirar a  un sustento mínimo. Al mismo tiempo hay un alza significativa de los precios de los artículos de primera necesidad y la desaparición de las segundas marcas en las góndolas de los hipermercados y comercios de proximidad.

El resultado de esto es un nuevo estallido social que se da en la comuna de Bosques y que si bien algunos intelectuales lo caracterizan como un continuum de los hechos de octubre hay diferencias objetivas que merecen destacarse.

En primer lugar la rebelión se da en una de las comunas más desfavorecidas en términos socioeconómico del Gran Santiago, como lo son: La  Pintana o Puente Alto, una comuna frágil donde los vecinos, por su inserción económica, no tienen posibilidad de acumulación o de ahorro y por lo tanto comienzan a padecer la falta de alimentos.

En segundo lugar a diferencia de los sucesos de octubre que fue un movimiento transversal los hechos ocurridos en Bosques es más popular y se inscribe en los motines de hambre que los emparenta en Chile con aquellos ocurridos en 1918-1919 y repetidos en 1957 cuando los sectores populares salen a la calle en contra de la carestía de la vida. Es decir por más pan y menos hambre.

Es decir, con este estallido del 19 de mayo  se inaugura una nueva fase del conflicto social pero en contexto de pandemia y que augura un escenario por demás complejo ya que las políticas sanitarias erráticas han aumentado exponencialmente los contagios del covi19, obligando al gobierno a implementar una cuarentena total lo que suma a las desventuras de los sectores populares, la de los pequeños comerciantes, emprendedores, jornaleros, cuentapropistas y pymes.

Además a todo esto debemos sumar los factores climáticos que con la cercana llegada del invierno, agudiza y aumentan las necesidades insatisfechas. A propósito de esto en las imágenes televisivas que mostraban este estallido, se veían algunos saqueos particularmente a distribuidoras de garrafas de gas muy lejos de aquellos hechos de vandalismo de la primavera donde algunos manifestantes desfilaban ante las cámaras llevando electrodomésticos y televisores LED. 

Como seguirá este proceso en los tiempos por venir es un interrogante difícil de responder. Lo que sí es seguro es que la sociedad chilena tiene por delante un invierno que se me ocurre complejo, dramático, acaso violento pero fundamentalmente incierto, tan incierto como el futuro del mundo tras la pandemia del coronavirus.