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Mirado de cerca, todo sueño es una pesadilla mal contada.
Los chicos, de no más de 10 años, tienen en sus manos los controles de una perforadora gigante taladrando el fondo del mar del Norte, en aguas noruegas a 300 kilómetros de la costa. La plataforma es un edificio gigante, una cancha de fútbol, 200.000 toneladas de metal apoyadas sobre cuatro columnas infinitas. La perforación debe hacer una curva perfecta para conectar con la veta y extraer la mayor cantidad de petróleo posible. Es difícil. Los chicos no logran controlar el taladro que se sacude más allá de sus fuerzas, empieza a romper las paredes laterales, sacude la plataforma como si estuviera a punto de estallar. La presión sobre sus manos pequeñas es ingobernable. El fracaso dejará un tendal financiero. No sólo eso: a la izquierda de uno de los controles, una señal roja intermitente señala el peligro de destrucción de las maquinarias. Las chances de una explosión de consecuencias difíciles de imaginar no están a la vista.
Los chicos juegan a sacar petróleo, el deporte nacional de Noruega. Una de las mayores atracciones del Museo del Petróleo en Stavanger o el VilVite, el Centro de Ciencia de Bergen montado en cooperación con la empresa petrolera estatal Equinor, es el simulador de una plataforma petrolera. Al final de cada intento, el visitante no solo extrae crudo del fondo del mar sino que aprende cuánto ha colaborado al tesoro nacional, al presupuesto y al Fondo Soberano más grande del mundo que deja algo así como 240.000 dólares para cada uno de los cinco millones de residentes en Noruega. Orgullo nacional, la fuente de los milagros.
¿Hay una historia? Si hay una historia empieza el 23 de diciembre de 1969, cuando el jefe de la Phillips Petroleum en Noruega llamó al Ministerio de Industria con un mensaje: “Creo que acá tenemos un pozo petrolero”.? ? El “regalo de navidad de 1969”. No cualquier regalo: Ekofisk resultó ser uno de los pozos petroleros y gasíferos offshore más grandes del mundo. Noruega se convirtió de la noche a la mañana en un gigante de los hidrocarburos y, un par de noches y mañanas después, en uno de los países más prósperos de la tierra.
Para las últimas generaciones de noruegos, la riqueza descomunal derivada del petróleo es un dato de la realidad más evidente que el aire que respiran, mucho más cercana que la experiencia austera que caracterizó la vida social de este país hasta entrados los años 80. Por esos años, aun cuando el petróleo llegaba a representar un 20% del PBI, Noruega seguía siendo un país modesto. Hasta fines de los años 70 no era excepcional que en los complejos habitacionales de clase media y trabajadora de Oslo los baños fueran compartidos por piso. Las góndolas de un supermercado noruego cooperativo de esos años homenajeaban al libro de Naomi Klein, “No Logo”: los productos envueltos en azul y blanco llevaban el nombre del alimento y nada más. La industria láctea era estatal y la idea de la competencia era tan lejana que la empresa ni siquiera imprimía su marca, Fellesmeieriet, en los envases de leche o manteca. Odd Reitan, hoy uno de los hombres más ricos de Noruega, arrancó en 1979 con una tienda de supermercados que celebraba en su nombre la, para entonces, enorme cantidad de productos disponibles: Rema500 (el nombre cambió a Rema1000 poco después). Para la época en la que Maradona pulverizaba al mundo en el Mundial de México, el ingreso disponible promedio de un ciudadano noruego era apenas mayor que el de la Argentina. Inspirada en el experimento socialdemócrata, Noruega no era comunista como la acusaban los conservadores domésticos, pero en todo caso se parecía a la descripción ficticia que los jóvenes comunistas hacían de la Unión Soviética: un país con pocas diferencias y muchos sindicatos, y en el que las necesidades de todo el mundo estaban satisfechas (y sin gulags. Y con elecciones).
Todo eso es el telón nostálgico en el que se proyecta la riqueza de hoy. El petróleo llegó a representar el 45% de las exportaciones hasta el 2015 y se ha mantenido por encima del 35% desde entonces. La explotación petrolera financió el surgimiento de nuevas industrias -justo cuando la inclusión social basada en las viejas industrias comenzaba a decaer-, muchas relacionadas con el petróleo (como la industria naviera y de maquinarias), la minería, los alimentos y la tecnología.
En el país virtualmente no existe la pobreza extrema, y aunque los indicadores para medir la pobreza general no son siempre confiables, se ubican alrededor del 7% y son de los más bajos de Europa. El desempleo en los últimos veinte años oscila entre el 2 y el 5%. El consumo es, como en casi todo el mundo, una figura dominante del paisaje cotidiano. Con un PBI per cápita de unos 71.000 dólares, casi 10 veces más que el de Argentina, los noruegos gastan su ingreso disponible (el que queda tras cumplir las obligaciones impositivas) en consumos que hasta una generación atrás eran suntuarios, incluyendo cafés y restaurantes y viajes al exterior, autos y electrodomésticos, pero, sobre todo, bienes inmuebles: casas, departamentos y lugares de descanso que en su conjunto llegan a cerca del 60% de la riqueza familiar promedio.
La frugalidad nórdica es hoy, sobre todo, una forma de reponer el pasado para medio ocultar la vorágine consumista del presente. En un almuerzo de trabajo, un argentino puede ser el único que lleve un sándwich con dos tapas y bastante adentro: la tradición indica que el sándwich del mediodía, estimulado incluso por el gobierno desde la segunda guerra mundial, es de una sola rodaja de pan y lleva adentro apenas una feta de queso y una rodaja de pepino, aun si el gasto diario de ese comensal alcanza para una bruta comida diaria en el restaurant de Narda Lepes. Los noruegos abrazan con pasión el dugnad, el trabajo voluntario de origen ancestral con el que anualmente contribuyen a la comunidad arreglando algo en el consorcio, el parque o la montaña sin distinción de clases ni de poder. Pero la ética del trabajo comunal implícita en el dugnad parece haber tenido poco impacto en la formación de John Fredriksen, uno de los billonarios más ricos del país, que se nacionalizó chipriota para evitar la presión impositiva noruega después de beneficiarse de la explotación de los recursos naturales y públicos del país. La virtual desaparición del impuesto a la herencia y la aparición periódica de nuevos millonarios parecen más representativos de la Noruega de hoy que el letárgico sándwich del mediodía. Al viejo país austero hay que buscarlo debajo de capas y capas de autoengaño, crudo y gas.
¿Cómo sucedió? Entre quienes tratan de explicar cómo esa riqueza no se concentró en unos pocos a costa de la miseria de muchos, la peculiaridad de las instituciones y el carácter nacional -austero, legal, estratégico- alimentan una suerte de “excepcionalismo noruego” que parece confirmarse en cada cuenta bancaria. Esa explicación étnico-racial caería destrozada si el arquitecto del milagro noruego en lugar de llamarse Håkon se llamara Farouk al-Kasim. Bueno, el arquitecto del milagro noruego es Farouk al-Kasim, un ingeniero petrolero iraquí formado en Londres y en la naciente burocracia pública de Bagdad. En 1968 Al-Kasim bajó con su mujer a Oslo y mientras esperaba el tren que los llevaría al pueblo de su familia política decidió darse una vuelta por el Ministerio de Industria para dejar sus antecedentes.
Al-Kasim fue el cerebro de las dos armas con las que Noruega combatió el fantasma de las naciones petroleras hundidas en la desigualdad, precariedad social y el desasosiego político (apresado en esa desazón, Ahmed Zaki Yamani, el ministro del Petróleo de Arabia Saudita entre los años 60 y 80 aparentemente dijo alguna vez, “ojalá hubiéramos encontrado agua”). Una fue la creación del ente público regulador, del Directorio Noruego del Petróleo, y de StatoilHydro, la empresa nacional de petróleo rebautizada este siglo como Equinor, que por ley participa en un 50% junto a empresas privadas de cualquier explotación petrolera en aguas nacionales. La otra arma fue la decisión de exigir una tasa de extracción más alta que en el resto de la tierra. Mientras la tasa de extracción mundial es del 25% del petróleo que se encuentra, la de Noruega supera el 45%, incrementando enormemente la productividad por pozo petrolero.
El nombre de Faruk al-Kasim no es un secreto. En el 2010, Martin Sandbu escribió para el Financial Times un extenso y minucioso perfil del ingeniero iraquí. Este verano, la radio pública le dedicó un reportaje en el que, por encima de todo, se destaca la increíble austeridad de quien produjo una de las mayores riquezas de la tierra. Sin embargo, para la mayoría de los noruegos su nombre es desconocido, desplazado a las tinieblas bajo ideas de una superioridad nacional tan incomprobables como inamovibles.
El invento asociado, el niño mimado del país, la gallina de los huevos de oro, llegó en 1990, cuando el parlamento creó el Fondo Público Global de Pensión, o Fondo de Pensión, o Fondo Soberano, o, para los amigos, el Fondo del Petróleo. Desde 1996, todas las regalías que el Estado recauda de la explotación de gas y petróleo van a parar al fondo de pensión, que en la actualidad llega a 1,3 billones de dólares, o 1.300.000.000.000 de dólares. Es el fondo soberano más grande el mundo, sus inversiones incluyen decenas de actividades distintas en más de cien países y ofrecen un respaldo inigualable a la economía local. La plata es mucha, pero el truco está en las regulaciones con la que se rige. El fondo no puede invertir en moneda noruega, por lo cual cumple una función anti-cíclica perfecta: cuando la corona se devaluó tras el derrumbe del precio del petróleo al comienzo de la pandemia, el Fondo Soberano se revaluó proporcionalmente. El fondo tampoco puede gastar en la economía doméstica más que las regalías anticipadas, cerca de un tres por ciento del total, de manera de dosificar la inyección de dinero en la sociedad (para afrontar la recesión, el gobierno autorizó una expansión de un punto más).
En un giro que según cómo se lo mire es noble o perverso, el fondo derivado de la industria que más colaboró con el calentamiento global durante el último siglo está dirigiendo sus inversiones hacia industrias no contaminantes. La relación del país con el pecado original de su acumulación originaria es, como casi siempre, tortuoso. Mientras Noruega exporta petróleo y gas al resto del planeta, utiliza buena parte de sus ganancias en desincentivar su uso doméstico mediante incentivos para la energía eléctrica (lo que lo ha convertido en el país con más Teslas por habitantes del mundo, una escena casi surreal que uno puede comprobar cada día en los barrios de clase media de todo el país). La estrategia podría definirse como siniestra sino fuera porque la condición global del calentamiento la torna, más temprano que tarde, en inútil.
Los chorros de petróleo cayendo sobre las calles de Noruega también cambiaron el panorama laboral y tecnológico. Unas 160.000 personas (el 6% de la fuerza laboral) trabajan relacionadas con el sector, que al mismo tiempo se nutre de una renovada industria naviera y de un desarrollo tecnológico de punta que emerge mayormente de universidades e instituciones de investigación estatales. Esos campos, al mismo tiempo, atrajeron una inmigración laboral internacional que modificó la narración monocromática que el país tomó como propia, tiempo atrás. En las principales ciudades noruegas no es inusual encontrarse con gente que va al trabajo en helicópteros que los depositan en las plataformas petroleras y los devuelven a tierra firme dos semanas después, para gastar ingresos que en la casi totalidad de los casos exceden los salarios promedios del país.
La economía robusta y el bastón del fondo soberano se retroalimentan y financian una red de recursos formidables. La educación y la salud públicas son de alta calidad, el fondo de desempleo garantiza, casi siempre, que quien pierde el trabajo reciba durante un plazo de hasta tres años un 62% de su sueldo (el porcentaje es mayor cuando el salario es más bajo). El gasto público como porcentaje del PBI supera el 50% (en su libro, Mauricio Macri protesta porque en la década anterior había superado el 30). En el retiro, la vieja generación de noruegos criados en la austeridad descubre los placeres de una vejez confortable y extensa: la expectativa de vida es de 82 años, cinco más que en Argentina.
Por sobre todas las cosas, lo que hizo posible el milagro brillante del sueño socialdemócrata es un secreto expuesto a la vista de todo el mundo: en Noruega, la estructura igualitaria de la sociedad y la economía preceden largamente a la llegada de la prosperidad. Y, en muchos sentidos, ambas están en tensión. Buena parte de lo que convierte a Noruega en el modelo idealizado del comentario político argentino se cuela por la historia que le dio forma al país durante el siglo XX y que hizo posible que las ideas de al-Kasim se hicieran realidad. En el centro de esa historia están los monstruos temidos del liberalismo actual: un partido laborista de fuerte base obrera, una de las tasas de sindicalización más altas del mundo -que en su momento casi llega al 90% de los trabajadores y hoy sigue encima del 70) y un fuerte control estatal sobre la economía.
En Noruega, el Estado de Bienestar es una experiencia temprana que arranca en los años 30 y se consolida después de la Segunda Guerra Mundial. Comandado por el Partido Laborista (que durante cuatro décadas desde 1945 tuvo una mayoría que osciló entre el 40 y el 48% de los votos), Noruega abrazó inicialmente una versión radicalizada del Estado de Bienestar con reminiscencias socialistas, incluyendo planes quinquenales, el Comité Nacional de Coordinación Económica que reunía al Estado, los sindicatos y los empresarios, y la creación de una burocracia pública que abarcaba desde los bancos hasta la producción de alimentos pasando por la regulación de todo lo demás.
Hay muchas interpretaciones sobre este periodo, pero entre quienes estudian en los últimos años la distribución del ingreso durante el siglo XX parece haber una coincidencia firme, la verdad más odiada para muchos: la principal razón por la que Noruega pudo imponer el Estado de Bienestar y extenderlo en el tiempo es que no había ricos, o dicho de otro modo, que la diferencia relativa entre los sectores más concentrados de la economía y los de menos ingresos era mucho menor que la del resto de Europa. Para Rolf Aaberge -uno de los mayores expertos en desigualdad e ingresos en Noruega- el principal factor que explica la caída de la desigualdad durante el siglo XX es la baja desigualdad dentro de la mitad más rica y entre el 10% más rico y el 10% más pobre, un fenómeno que se consolidó hacia fines de los años 30 y duró hasta los años 80, cuando la desigualdad comenzó a subir nuevamente. Para Aaberge, los seis factores que explican esta tendencia fueron la política, la demografía, la educación, el comercio, las finanzas y la productividad derivada del avance tecnológico.
A final de cuentas, el secreto para lograr una sociedad próspera y sin conflictos extremos estaba en tratar de producir un país sin ricos. He ahí una verdad incómoda.
¿Cuánta prosperidad aguanta la igualdad? El paisaje rosado del milagro petrolero noruego es sólo una parte de esa respuesta. Y no necesariamente la más veraz.
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