Pitazo inicial y el mundo cayó a los pocos segundos. Angustia, caras largas y tapadas, dientes mordiéndose el labio inferior y las puteadas se repetían y no cesaban. Nadie entendía qué pasa. Ecuador, uno de los peores equipos de la eliminatoria, estaba dejando afuera del mundial a la Selección Argentina.

La cerveza se calentaba, la pizza ya no importaba, los ojos y las retinas estaban direccionadas a la televisión. La pantalla se convirtió en el imán de los ojos del público y el partido comenzó a manejar el ritmo cardíaco. Las pelotas erradas eran marcadas por los golpes en la mesa y la ilusión de ver a Messi levantando una copa se desvanecía enfrente de personas desconocidas que compartían el mismo sentimiento. Pero eso cambió.

Un jugador de fútbol, con capacidades diferentes, tímido para hablar, pero más capitán que cualquier cabrón nacionalista agarró la pelota y el equipo y modificó la historia. Luego de una pared, empató el marcador, inflando la red y gritando al cielo. Un grito que se unió con otros 43 millones que desde toda la Argentina siguieron el partido.

Abrazo con los compañeros y volvió la magia. A los poco minutos, pelea, gana y la clava en el ángulo derecho del arquero. El capitán argentino dio vuelta el marcador y trajo la ilusión de un Mundial.

Las sonrisas se potenciaron entre abrazos y carcajadas. La vida volvió al bar y a los televisores argentinos, porque el Seleccionado iría al Mundial.

Mediante el juego colectivo, Argentina intentó y demostró su juego. A partir de un desequilibrio de Messi, marcó el tercero y estalló la alegría, volviendo a poner en manos de cada persona el ritmo cardíaco y dibujando una sonrisa en cada rostro.

Se recargaron los vasos, se multiplicaron los abrazos y los teléfonos comenzaron a mandar fotos, videos y audios. La alegría se percibía en el ambiente y el grito era unánime: “nos vamos a Rusia”.

Pero los jugadores, algunos entre lágrimas, nos estaban diciendo otra cosa:

“No me importa lo que digan,

esos putos periodistas,

hay que alentar a la Selección…”

El vestuario argentino comenzó a corear esas estrofas, seguramente desquitándose de una prensa amarrilla que buscó siempre la crítica y la negación, sin comprender que los futbolistas son, antes de dedicarse a su oficio, personas.

Entre las cataratas de mensajes por redes sociales de felicidad y apoyo, se expuso que el fútbol no responde a ninguna lógica, aunque la tevé tal vez que sí.

El bicampeón de américa, Chile, se quedó afuera del Mundial siendo el mejor equipo del continente a partir de las dos Copa América conseguidas en 2015 y 2016. Pero los tres mejores del mundo: Neymar, Cristiano Ronaldo y Lionel Messi si irán.

“Si ustedes no van al Mundial, yo pierdo guita”, dijo un periodista que increpó a Messi y a la selección hace algunos meses, haciendo creer que un conjunto de personas definían cuanta plata debía ganar él en viáticos, dependiente de que si el seleccionado de su país ganara o no. Y esa lógica se puede relacionar en los medios masivos de comunicación, donde solo importa qué vende o qué mueve el dinero para definir qué se publica y qué no.

Tal vez, en contrapartida, el fútbol como juego no se define con una lógica preestablecida, pero lo que hay que entender es que es un juego. Un juego donde tenemos que disfrutar y celebrar la fortuna de tener al mejor del mundo, y tal vez eso se pudo ver hoy en los abrazos entre argentinos por la celebración.

De la risa a los abrazos, de un bar en Buenos Aires a Ecuador, desde Quito a toda la Argentina, y desde la Argentina a Rusia sin escala. La Argentina está dentro del Mundial de Fútbol 2018.

Rumbo a Rusia