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Desde hace un tiempo sabemos con certeza y evidencia científica que estamos en una carrera contrarreloj frente a modelos de desarrollo cuyos impactos resultan depredadores. Nuestra existencia como especie humana se debilita por prácticas extractivistas insostenibles sobre los bienes comunes naturales: el suelo, los bosques, los ríos. En este contexto de crisis económica, social y ecológica a nivel mundial -y atravesado por una pandemia- la pregunta sobre cómo se produce y quiénes producen los alimentos que llegan a nuestra mesa, se volvió central.
Según datos del Grupo ETC, asociación civil dedicada a la conservación y promoción de la diversidad cultural y ecológica y los derechos humanos, la cadena agroindustrial utiliza más del 75% de la tierra agrícola del mundo. En ese proceso, destruye anualmente 75 mil millones de toneladas de capa arable y tala 7.5 millones de hectáreas de bosque. Además, es responsable del consumo de al menos el 90% de los combustibles fósiles que se usan en la agricultura -sumado a las emisiones de gases de efecto invernadero-, así como al menos el 80% del agua dulce.
En América Latina, la estructura del sistema agroalimentario dominante tiene características comunes: prácticas intensivas sobre los suelos; récords de deforestación con pérdida de biodiversidad, monocultivos transgénicos diseñados para tolerar la aplicación de agrotóxicos que afectan la salud de la tierra y de las personas; concentración de riqueza en manos de corporaciones y desigualdades en el acceso a la tierra.
El escenario actual nos muestra que es necesaria y urgente una reactivación guiada por formas más sostenibles de producir alimentos, de la mano de los grupos sociales que han sido sistemáticamente invisibilizados pero que cumplen una labor crucial y son una pieza clave en este proceso. En particular, las mujeres han desempeñado históricamente un rol central en la recolección de semillas, la preparación de la tierra, la cría de animales, el tejido de redes comunitarias, la recolección y el almacenamiento de la cosecha, así como en el procesamiento, envasado y comercialización de los alimentos.
Sin embargo, y a pesar de ser las principales productoras de alimentos, son las más afectadas por la inseguridad alimentaria y la malnutrición. Enfrentan barreras de acceso a la tierra, a los recursos productivos y financieros, a la tecnología y a la educación, sumado a la sobrecarga en las tareas de cuidado que recae sobre sus cuerpos.
Según datos de la FAO del 2018, el 43% de la mano de obra agrícola de los países en desarrollo está representada por mujeres aunque, en su mayoría, no son dueñas de la tierra. En América Latina y el Caribe, solo el 18% de las explotaciones agrícolas son manejadas por mujeres, quienes reciben apenas el 10% de los créditos y el 5% de la asistencia técnica para el sector (FAO, 2017).
Ante este escenario, distintas organizaciones de la agricultura familiar, campesina e indígena en la región se organizan para producir alimentos bajo el paradigma de la agroecología. El objetivo común es construir sistemas agroalimentarios social, económica y ambientalmente justos. En ese camino buscan conectarse con sus territorios, sus saberes, sus semillas y su historia. Una historia que se reescribe en clave antipatriarcal para trazar senderos de igualdad e inclusión en el acto político de trabajar la tierra y producir alimentos.
La agroecología como modo de vida
“La agroecología es un movimiento social, una ciencia, una práctica en cuanto a tecnologías, que tiene un componente político y cultural fuerte, y confronta con el modelo productivista agroalimentario hegemónico, históricamente masculinizado”, explica Silvia Papuccio de Vidal,ingeniera agrónoma, doctora en Recursos Naturales y fundadora de la Escuela Vocacional Agroecológica de la granja “La Verdecita”, en la provincia de Santa Fe, Argentina. Este espacio trabaja desde 2010 en la formación política, la agroecología y el mejoramiento de las condiciones de vida de las mujeres.
En la práctica, la agroecología propone producir alimentos de manera sostenible; sin utilizar agroquímicos, respetando los ciclos de la naturaleza y la biodiversidad, contemplando la salud de quienes trabajan la tierra y consumen esos alimentos, y a un precio justo. Así lo explican Zaida Rocabado Arenas y Maritsa Puma Rocabado, madre e hija, productoras agroecológicas nucleadas en la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Tierra (UTT), una organización argentina que reúne a familias pequeño productoras y campesinas de 15 provincias. Además, ofrece talleres vinculados a la producción agroecológica, espacios de contención y sensibilización sobre violencia de género, y encuentros sobre alimentación en barrios populares.
“Hemos elegido a la agroecología porque con este modelo le podemos brindar salud a nuestras familias. Si en un campo están fumigando con agrotóxicos, sabemos que no podemos ir ahí con nuestros hijos porque es peligroso para su salud. En cambio, con la agroecología nos sentimos seguras y tranquilas cuidando la naturaleza, el campo y a nuestras familias”, sostienen.
Además de la preocupación por producir alimentos sanos, el enfoque ambiental es una cuestión central en este paradigma. “Agroecología para nosotras es más que un concepto, es un modo de vida en armonía y equilibrio con la madre tierra. Rescatando y revitalizando los saberes y conocimientos ancestrales sobre la agricultura libre de químicos y semillas transgénicas”, cuenta Viviana Catrileo, de la Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas (Anamuri), una organización chilena de mujeres campesinas y pueblos originarios que se articula de norte a sur, gestada al calor de las experiencias de lucha por vivir dignamente y en armonía con la biodiversidad.
Desde Paraguay, Alicia Amarilla representa a la Coordinadora Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas que trabaja la soberanía alimentaria a partir del rescate de semillas nativas, desde una perspectiva de género y clase. “La agroecología es un modelo de producción fundamental para cambiar nuestra forma de vida, que recupera nuestros sabores y nuestros saberes; la esencia de los alimentos sanos, nuestros suelos y nuestras semillas. Con la agroecología, nuestro trabajo como mujeres campesinas se politiza y se valoriza porque no se trata de una receta sino de un movimiento político”, dice.
Por su parte, Vivian Motta, profesora de la Universidad del Instituto Federal de Educación en Sao Paulo, Brasil, e integrante de la Asociación Brasileña de Agroecología remarca el vínculo entre agroecología y género. “Durante muchos años, las compañeras tuvieron que luchar para poner en agenda este modelo. La agroecología es un camino para combatir las opresiones, la violencia, facilitar el acceso a los espacios de poder y promover un modelo que no tenga una economía monetaria en el centro”.
Organizadas para derribar los cercos
Desde el inicio de la pandemia, las organizaciones comunitarias vienen desempeñando un lugar central en la provisión de alimentos y en las tareas de cuidado. “Quienes verdaderamente están parando la olla y protagonizando la producción somos las mujeres. Sin embargo, no figuramos en los registros nacionales de la agricultura familiar y hoy solo el 2% del latifundio en Argentina está en manos de mujeres. Por eso la importancia de organizarse para visibilizar estas desigualdades y que se traduzca en políticas públicas”, explica Sofía Sánchez, representante del Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI-UST Somos Tierra), una organización argentina formada por más de 4.000 personas, que cuenta con un área de género desde donde se abordan estas desigualdades.
Existen barreras que impiden la participación de las mujeres en los ámbitos de toma de decisión y limitan su capacidad de incidir en los debates sobre las maneras de producir. “La historia nos cuenta que fueron las mujeres quienes descubrieron la agricultura y, sin embargo, nos han excluido de este proceso sistemáticamente”, comenta Vivian Motta desde Brasil.
Mientras que Maritsa Puma Rocabado, de la UTT, trae un ejemplo actual sobre cómo se manifiestan estas brechas. “En el campo hay mucha desigualdad. Las mujeres nunca descansan por tener que encargarse de los hijos y no pueden participar de los talleres. Incluso, se complica hacer un contrato de alquiler de un campo para producir a nombre de una mujer”.
Es por eso que estas organizaciones trabajan desde un enfoque de género buscando visibilizar las múltiples inequidades que enfrentan en distintos países de la región. “La ruralidad y el trabajo campesino desde la perspectiva de género radica en que las mujeres hemos sido omitidas históricamente de la participación social. Nuestras propias experiencias de vida en el campo nos ayudan a identificar las formas de opresión y su origen“, destaca Viviana Catrileo.
Mujeres productoras campesinas e indígenas: la formación como respuesta
En los distintos testimonios sobresale la importancia de la organización colectiva y la formación política como herramientas de lucha. Las organizaciones promueven la realización de talleres y espacios de contención y socialización de saberes, fomentando el arraigo rural y el tejido de redes comunitarias. “Es difícil romper con toda una estructura que supone que en el campo nacemos para parir y para cuidar, no para cuestionar”, señala Sofía Sánchez.
Por su parte, Viviana Catrileo agrega: “Desde 2014 desarrollamos un proceso de formación política y agroecológica como una forma de sensibilizarnos en torno a los efectos del capitalismo en el campo y en la alimentación de los pueblos”.
En Paraguay también se trabaja bajo esta premisa. Alicia Amarilla explica que la organización Conamuri cuenta con una escuela de mujeres indígenas desde donde trabajan las identidades étnicas, los derechos de las mujeres y la lucha en defensa del territorio: “Para nosotras es muy importante la formación política de las mujeres, en cuanto a derechos, para poder incidir en otros espacios y debatir propuestas con la sociedad”.
Desde la organización colectiva, y en un contexto de profunda crisis socioambiental, estas poderosas voces se manifiestan de norte a sur de la región. El mensaje es unívoco: una salida que se proponga transformadora desde lo social, lo ambiental y lo económico, tiene el desafío de modificar las lógicas patriarcales del campo. Un paso necesario en el camino hacia modelos de producción de mayor inclusión e igualdad.
Sofía Sánchez lo dice con pasión y convicción: “La salida es colectiva, comunitaria, con trabajo y cuidando la tierra. Ojalá que algún día podamos tener en nuestras manos un mercado de productos artesanales y campesinos que construyan una nueva economía: feminista, campesina, indígena y popular”.
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