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El 21 de junio de 2018, apenas pasadas las diez y media de la noche, Mario Bravo se bajó de su camioneta empuñando con firmeza un cuchillo Ombú. Padre de cinco hijos y enfermero de profesión, llevaba sus manos cuidadosamente protegidas con guantes de látex. Atravesó la calle y se abalanzó sobre Leticia Gómez, ex pareja y madre de su última hija, quien recién había salido de la escuela nocturna 253. Con una mano le detuvo el cuerpo, con la otra le asestó 12 puñaladas, aunque bastó sólo una, la que fue directo a su corazón, para matarla. Espantados, algunos vecinos llegaron corriendo casi al mismo tiempo que dos bici policías que se encontraban cerca. “La maté, la maté porque me engañaba” decía Mario Bravo, arrodillado frente al cuerpo de Leticia, en medio de la calle San Luis al 1800 de General Roca.
Pocas semanas más tarde, el 16 de julio de 2018, G. -de 15 años de edad- dormitaba en la habitación que su tía Delia le preparaba cuando iba a visitarla a Mariano Moreno, en la provincia de Neuquén. Estaba de vacaciones por el receso de su escuela en El Huecú, donde vivía, y llevaba puestos los audífonos para escuchar música. Cerca de las 7 y media de la mañana Leonardo Perea -pareja de la dueña de casa- entró en su habitación, se metió en su cama, la inmovilizó y la violó. En absoluto shock, G. llamaría minutos más tarde a su mejor amiga para decirle: “Mi tío me violó”.
¿Qué hilo invisible une a los dos crímenes? Perea y Bravo -ambos condenados- nunca se conocieron y tampoco las dos víctimas. Lo que tienen en común es el trato que una parte de la justicia penal reservó para ellas: la de acusarlas de ser “partícipes necesarias”, por acción u omisión, del crimen cometido en su contra.
No fui yo, fue tu histeria
Durante el juicio contra Bravo, sus defensores privados Oscar Pineda y Luis Iribarren sostuvieron que Leticia Gómez fue co- autora de su propio asesinato. Para ello contrataron un perito psicológico de parte, Fabián Müller, quien dictaminó que la mujer asesinada “padecía un trastorno histérico” que unido a la personalidad obsesiva de Bravo desencadenaron los hechos. En el planteo de la defensa el asesino “comprendió la criminalidad de su conducta, pero no se hubiera dado sin la participación de la víctima” (textual, de la sentencia). Leticia “tuvo una especie de participación en el desenlace fatal, no en el momento del hecho pero sí a cómo se llegó al mismo”. Los defensores enfatizaron que la víctima se había separado varias veces y ello, obvio está decirlo, sólo podía terminar con las puñaladas letales que le arruinaron la vida... ¡a su defendido! Prueba de ello es que hoy tiene una condena a perpetua, todo por culpa de lo que hizo su ex pareja mientras estaba viva.
La defensa (oficial) de Perea tampoco ahorró esfuerzos en cargar contra la víctima, en este caso una niña. Pablo Méndez planteó que: 1) la menor no era virgen y tenía novio, algo totalmente irrelevante para el delito imputado a su defendido; 2) la niña no tenía hematomas ni lesiones en su cuerpo porque no había resistido lo suficiente; 3) en consecuencia ella, de 15 años de edad, habría consentido una relación con su tío, un adulto de 57 años; y 4) le pidió a los jueces que no tuvieran en cuenta las leyes nacionales y convenciones internacionales sobre los derechos de las mujeres y las niñas (¿!).
El feminismo, ese peligroso enemigo
En el juicio contra Bravo la defensa arrancó con un dato incuestionable: “Hay dos conceptos que han avanzado en el derecho penal, la perspectiva de género y la violencia sobre la mujer.” A continuación, el defensor confesó algo que todos sospechaban: “Todavía no entiendo el primer concepto”, para luego enojarse: “Frente a este panorama, el derecho de defensa viene disminuyendo notablemente”. Ahora resulta que ya no se puede tratar de putas a las niñas ni de objetos a las mujeres para defender a los imputados de femicidios y ataques sexuales, diría con ganas más de un defensor irritado.
Por su parte Méndez, el defensor de Perea, consideró que la Convención de Belem do Para (del sistema interamericano, de prevención y erradicación de la violencia contra las mujeres) y las leyes nacionales “en materia de género”, pretenden “un relajamiento más allá del habitual en este tipo de delitos en el estándar de pruebas”, y que su uso en la judicatura es “peligroso” porque “podría violar el principio de igualdad”. La realidad es que los estándares probatorios en delitos sexuales estaban relajados, sí, pero antes de la aplicación de las leyes de género: bastaba un solo comentario sobre la víctima para activar el prejuicio de los jueces y obtener impunidad.
Pero no son dinosaurios. Forman parte de generaciones enteras de abogados y peritos adiestrados en el “todo vale” por el derecho de defensa del imputado, pero sobre todo en hundir a las mujeres en la humillación machista. Porque difícilmente alguno de ellos defendería a un acusado de estafa argumentando que sus víctimas buscaron ser despojadas de dinero o que no hicieron lo suficiente para evitarlo.
El feminismo ha cuestionado históricamente la antigua costumbre de los operadores de justicia de menospreciar a las mujeres y a los crímenes cometidos contra ellas, como si no fueran merecedoras de justicia. Y ha denunciado estas prácticas como sistemáticas para garantizar la impunidad masculina mucho más que como victimización secundaria.
Y aunque la erradicación del sexismo -y de la homofobia y del racismo, dicho sea de paso- debería ser un valor fundamental de los sistemas de justicia y no sólo del feminismo, de uno y otro lado del mostrador actúan en bloque en nombre de un penalismo arcaico que aún en sus facetas más “críticas” se distraen mirando por la ventana cuando maltratan a las mujeres (vivas o muertas) que entran al sistema.
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