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La pandemia de Coronavirus ha puesto en crisis el individualismo capitalista y el dogma del mercado a nivel mundial y en la Argentina, como un relámpago en medio de las tinieblas, ha dejado ver por un instante todas las miserias del neoliberalismo criollo.
Ahora ha quedado expuesto: los sectores que critican al Estado, sólo se preocupan por sus intereses y profesan la indiferencia por el prójimo, alientan un modelo de país que a la postre lleva a todos, incluidos ellos mismos, a las puertas de la catástrofe.
Alberto Fernández está demostrando unas dotes de estadista que no se le conocían. El presidente de la transición, aquel de quien se esperaban tal vez no los cambios de fondo que el país necesita sino la reparación de las inequidades más flagrantes heredadas del peor gobierno desde el advenimiento de la democracia, ha comenzado a exhibir talla de líder.
En apenas una semana, el presidente ha logrado encolumnar detrás de sí a los tres poderes del Estado, a los gobernadores y a los principales líderes de la oposición para llevar adelante un programa de emergencia destinado a impedir que el país, sus habitantes, se precipiten al abismo.
Fernández encara este desafío con una Argentina cuyos recursos económicos, sanitarios y científicos se encuentra diezmados por el macrismo. Para imaginar la catástrofe nacional que le hubiera esperado al país de prolongarse el martirio macrista, sólo hace falta ver la miopía criminal que sus pares en el continente y en el mundo -Bolsonaro, Trump, Johnson- están aplicando en sus propios países.
Se trata ya no sólo del desprecio por el otro sino de una mezcla patética de ignorancia, prepotencia y estupidez.
Pero esta vez ha quedado claro: los que insisten en creer de que la ciencia es una tontería, la tierra es plana y el universo gira alrededor, más tarde o más temprano sólo podrían llevar el país a la ruina.
Por el contrario, en esta coyuntura mundial impensada ha quedado demostrado también que los países altamente organizados socialmente, donde el Estado cumple cabalmente con su función y prima el interés colectivo por encima de cualquier “salvación individual” -China, Cuba, Corea-, son los más aptos para resolver cualquier crisis que se presente.
Más aún, sólo un modelo que valore adecuadamente del rol del Estado, que aliente la solidaridad, distribuya la riqueza armónicamente y preserve la naturaleza del daño incalculable -acaso irreparable- que el individualismo capitalista le ocasiona, puede ofrecer un futuro deseable para todos.
Cuando la crisis haya pasado y otra vez un manto de tiniebla tienda a cubrir la realidad, cuando los poderosos y los desprevenidos pretendan que nada ha pasado y la complicidad de los medios de comunicación vuelva a derramar su cuota de amnesia sobre las conciencias, habrá que tener muy presente lo ocurrido.
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