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Crónica de una ciudad en pandemia

Algo ha cambiado, quizá definitivamente, en “La ciudad de la furia”. Controles, contagios y comercios cerrados, conviven con arbolitos, vendedores ambulantes y cartoneros en CABA. Hay una fina tensión entre la ciudad y la provincia.

Pepe Mateos

Si alguien hubiera estado ausente del planeta o ajeno a todo vínculo con la civilización los últimos meses y de repente apareciera en alguna ciudad, digamos en este caso Buenos Aires, no entendería nada. Algo ha cambiado. Quizás definitivamente.

Controles en los transportes, negocios cerrados, notable baja de tránsito en algunos horarios, cambios de estrategias laborales, sociabilidades afectadas, una suma de hechos que conforman un escenario alienante.

El aislamiento social, las medidas que tienden a evitar la propagación del virus modifican todos los escenarios.

Según el ministro de Salud de la Ciudad de Buenos Aires, desde que se inició esta nueva fase, la circulación pública se redujo entre un 25% y 30% respecto a las semanas anteriores. 

Los que ahora están en discusión son los criterios a aplicar después del 17 de julio, cuando finalice esta etapa. Esto genera fricciones entre la Ciudad y la Provincia.

Cerca de Rodríguez Larreta empujan para volver al estado anterior al 1 de julio, lo que básicamente consistiría en reabrir los miles de comercios que estaban abiertos en la fase anterior, y tal vez volver a permitir la salida de los corredores nocturnos. 

Esto está fundamentado en una baja del índice R (el número que indica la cantidad de  contagiados promedio que hay por cada infectado) y despierta expectativa para “desandar medidas”.

En la Provincia la posición es otra. “No sería deseable” expresó Daniel Gollán, ministro de Salud bonaerense. “El área metropolitana es una unidad epidemiológica que no  podemos separar. Es un gran conglomerado de 15 millones de personas con un intercambio enorme. Lo ideal, como estamos haciendo ahora, es tomar las medidas en conjunto. Eso es lo que pensamos”. 

Si la cuarentena sigue como hasta ahora o se flexibiliza, o si será igual para ambas jurisdicciones o irán por carriles separados, es algo que empezará a definirse el fin de semana, cuando hayan pasado diez días del período actual y se analice como las medidas aplicadas han incidido en la curva de contagios.

El paisaje habitual anterior al inicio del aislamiento social y preventivo se ha modificado notablemente; sufre una mutación marcada en la superficie por el cierre  de comercios y locales de todo tipo. 

Florida, una de las calles más emblemáticas, es una especie de corredor vacío, donde lo que más abunda son los “arbolitos“.  “Compro dólar, cambio, cambio”, es la frase que se escucha en todo su recorrido.

“Lo que pasa es que mucha gente que está bancarizada compra los 200 dólares permitidos en el banco y luego los vende en el mercado negro haciendo una diferencia, que no es poca, aparte de los que compran y no pueden blanquear ese dinero”, explica un “arbolito” con apariencia de conocer todas las mañas del asunto.

Carlos, santiagueño, unos 65 años, artesano, chamán, “temporalmente en la calle”, aclara, se armó una especie de librería al paso con los libros que le proveen cartoneros y gente que le aporta de sus bibliotecas personales. Cuando alguien se acerca, le ofrece lo que tiene con conocimiento de lo que habla. Recita algunos versos de memoria de su libro preferido, el Bhagavad Gita, el libro sagrado de los hindúes.

Una señora se detiene en el puesto y Carlos le dice de pie: “ya te atiendo mamita”.

Se acerca a ella e invoca a divinidades hindúes poniéndole una mano en su cabeza.

“Andá tranquila, sos muy buena”. Extraño momento de intensidad callejera.

Los negocios cerrados, la gente camina distante, algunas miradas se cruzan, flota cierta desconfianza y un cartonero mira la cámara y dice amargamente “a la pobreza no se la fotografía, se la combate”. 

Jorge Luis Sierralta, librero de San Telmo, baja de la vereda a la calle cuando viene alguien de frente. “Estuve 15 días internado con coronavirus en el Argerich, solo, sin ver a nadie; tuve la suerte de que no llegué a necesitar respirador, quedé con una reducción del 20 % de la capacidad respiratoria de un pulmón. No la pasé tan mal, pero tengo secuelas y sentí morir gente cerca de mí, muy duro. Lo peor sería que todo esto que sucede pase y no nos sirva para nada, que no podamos replantearnos qué mundo queremos vivir”.

29/07/2016

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