Ellos lo llaman "el artesano", con un dejo despectivo en el adjetivo.

Ellos, que aunque no se lo pidan, les encanta ponerle adjetivo a todo.

Ellos, turistas all inclusive de los grandes medios de comunicación cinco estrellas, en los que poderosos empresarios les permiten alojarse por una temporada.

Ellos, los buenos inquilinos de una larga trayectoria coronada con una medallita, que recordará su paso por la institución, que es como una verdadera familia, aunque con la familia verdadera, hayan fracasado.

Ellos, a los que al final de sus días, los recordará una emotiva necrológica, escrita por la gran pluma de algún buen colega, no de un amigo.

Ellos, con toda una vida transcurrida amontonados en galpones, a los que presuntuosamente llaman estudios o redacciones.

Ellos, sentaditos en fila como en la escuela, en sus miserables escritoritos, siempre tan próximos, pero tan alejados, de las paradisíacas playas del poder verdadero, ese fruto prohibido tan deseado.

Ellos, con sus módicos sueños que apenas alcanzan para retirarse a escribir la gran novela de su vida, donde revelarán los auténticos entretelones del poder, al que nunca tuvieron acceso, y apenas se lo contaron fuentes de segunda mano.

Ellos, que correrán el velo de una familia de inmigrantes, con madres ultrajadas que se rompieron el lomo planchando para afuera, para que su hijito pudiera estudiar.

Ellos, nuevos emprendedores, con algún que otro quiosquito, con un barcito, o un restaurante, en Hollywood, en el barrio porteño de Palermo.

Ellos, guardianes con la pluma y la palabra del periodismo independiente, que dicen y escriben libremente, siempre acorde a los intereses de otros.

Ellos, defensores de la libertad de prensa, del patroncito dueño de la estancia.

Ellos, con sus buenos salarios, aunque no les alcanza para vender el alma al diablo, y apenas subastan su moralina en el mercado.

Ellos, los que llaman "el artesano" al joven desaparecido Santiago Maldonado.

Ellos, los artesanos del sujeto y el predicado.

Ellos, los cagatintas.