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22/03/2017

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El Calafate

El Calafate | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Parece que Henry Moore no hubiera inventado nada. Lo imagino en el lago Argentino, sentado muy cómodo, copiando las formas de los témpanos desprendidos de los glaciares. Sólo falta pintarlos de negro o azul negro y llevarlos a alguna plazoleta de Londres: entonces allá son mujeres sentadas, mujeres que amamantan, parejas que se aman y se rechazan, besos que se dan o se roban.

Gerardo Burton

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La vocinglería parece haber dejado ser patrimonio de italianos y argentinos este luminoso mediodía de fines de febrero en la pasarela frente al glaciar Perito Moreno. Japoneses, chinos y coreanos arman un bullicio digno de un mayúsculo gallinero como acostumbramos los latinos. Europeos no peninsulares observan con agrado tanta diversidad, que prefieren y disfrutan -como las guerras- lejos de sus lares. En un momento impensado entre tanta algarabía, un estruendo precede al silencio más profundo: es el momento en que el vacío de sonidos es más elocuente, y parece música, parece poesía. Ya con varias horas de sol sobre los hielos, las rajaduras apenas celestes se parten todavía más y un estrépito de espuma helada se escucha segundos después de verse caer sobre el agua. Babel ha callado, y apenas se oyen algunos pájaros de la cordillera y el chasquido amortiguado de las cámaras fotográficas y los teléfonos celulares. La tecnología no es capaz de guardar tanta belleza y entonces, por fortuna, quienes se dan cuenta de eso admiran, simplemente. Contemplan, como monjes sin claustro.

Parece que Henry Moore no hubiera inventado nada. Lo imagino en el lago Argentino, sentado muy cómodo, copiando las formas de los témpanos desprendidos de los glaciares. Sólo falta pintarlos de negro o azul negro y llevarlos a alguna plazoleta de Londres: entonces allá son mujeres sentadas, mujeres que amamantan, parejas que se aman y se rechazan, besos que se dan o se roban. Y todo en el hielo que acá es blanco veteado de azul, de celeste, salvo donde las morrenas llevan algo de oscuridad, de sombra congelada. Las morrenas, esa acumulación de rocas que aparece en el centro del hielo como rajadura, como la vida de la montaña presa en el corazón del agua dura.

sargazos de hielo, camalotes fríos

un cuerpo de hielo

que enciende el azul

en oleadas

de agua

El glaciar Moreno tiene paredes de 50 metros de altura de promedio sobre la superficie del lago, aunque alcanza los 70 metros de alto, y hacia abajo la pared de hielo compacto se sumerge hasta 160 metros. Esto ocurre en el denominado canal de los Témpanos, que configura un desfile continuo de bloques enormes de hielo, de formas varias: cúbicos, prismáticos, octaedros con conos o pirámides truncas. Acá la naturaleza imita a la geometría, es un muestrario de cuerpos a cielo abierto, cuando el sol cae a plomo y la espuma en el lago levanta columnas desde el agua y forman un templo que el hielo abriga.

La toponimia, que es política en todos lados, aquí lo es todavía más. Conviven en calles que se cruzan o corren paralelas nombres que pocas veces podrían coincidir en vida: Julio A. Roca, San Martín, Juan Perón, Teresa de Calcuta, Eva Perón, Nicolás Salvatori (sic, de sobrenombre “Kolynos” y oficial odontólogo), San Juan Bosco. Por caso, el glaciar tiene el nombre de Francisco Moreno, el perito en límites, fronteras y estudioso de las comunidades preexistentes o sobrevivientes a la campaña de Roca. Un positivista en acción, cuya obra sirvió para convertir en barrera la cordillera que para los pueblos originarios fue puente. Y el lago, que lleva el nombre de Argentino, también es una señal. Un mojón turquesa que bautiza el territorio que allí empieza. Porque allí parece empezar la nación, justo en el límite. Todos los nombres expresan las ideas, aspiraciones y deseos de los que nominaron. Pero no eluden las tensiones que se generaron entre ellos a lo largo de la historia.

También la toponimia esconde, escamotea: el paisaje recuerda que El Calafate era un puesto de esquila donde llegaban las majadas cuya lana se transportaba en carretas hacia la costa, en un viaje que demoraba entre cuatro y siete días, según el clima reinante. Aquí las estancias no tienen fin, porque el alambrado se mimetiza con el paisaje: gris, marrón deslucido, verde claro, seco. Lejos de la pampa húmeda, el verde está como deslucido, los arbustos achaparrados y el aire parece detenido hasta el próximo viento. El alambrado, que se desdibuja en el horizonte, excluyó a yaganes en Tierra del Fuego y a tehuelches en Santa Cruz y Chubut. Se acabaron los rebaños de guanacos; se terminó la caza libre, y la vida libre. Las orejas y los testículos empezaron a cotizar en libras. Así nomás.

Y ahora las majadas pastan tranquilas. Es febrero y quedan algunas pasturas. Lo bucólico también queda escondido, escamoteado en el nombre de la estancia cuando el ómnibus transita la ruta XX. Anita se llama la estancia de más de 74 mil hectáreas; es una denominación cariñosa, tierna. Refiere a una niña, o a una anciana de ojos mansos. En los años veinte del siglo pasado, también se llamaba así, y era propiedad de los Braun Menéndez. Comenzaba la crisis en el mercado lanero en el mundo -la factoría británica que era la Argentina entonces empezaba a crujir- y los capitalistas apretaron las clavijas: condiciones de trabajo, sueldos, todo se revisó para abajo.

El levantamiento tuvo su apogeo en 1921 cuando obreros, campesinos y esquiladores fueron fusilados por soldados del Ejército argentino cuando gobernaba Hipólito Yrigoyen. Reclamaban “100 pesos por mes de salario, que las instrucciones del botiquín de remedios no estuvieran en inglés y que se les entregara un paquete de velas por mes para poder alumbrarse a la noche. Todo esto, y otras cosas por el estilo, figuraban en un convenio firmado un año antes por un representante del mismo gobierno que ahora los mandaba matar. Los patrones no lo cumplieron nunca. Y cuando los obreros se quejaron ante el gobierno porque no cumplían lo que se había pactado, el mismo gobierno que había firmado el convenio los fusiló”. No se sabe cuántos murieron en la Estancia Anita, la del nombre dulce.

En El Calafate, de regreso. Sobre un recodo de la bahía Redonda, frente a la isla Solitaria, donde la Costanera se une con la calle Los Gauchos, hay una casa tras unos abedules que funcionan de custodias cimbreantes, rumorosas. Es la residencia de Cristina Fernández de Kirchner y constituye aparentemente uno de los atractivos colaterales de El Calafate. La gente va como en peregrinación, se acerca, observa, se toma fotografías con la casa de fondo, bajo los árboles. Esperan que ella aparezca y si no lo hace, vuelven. Los autos giran en la esquina para continuar su camino a paso humano y atisbar el sitio. Algunas matas de nomeolvides en el sendero junto al puente de la calle Padre Agostini que cruza el arroyo cercano.

Como en (casi) todos los sitios del mundo, siempre aparece un neuquino. En la comisaría de El Calafate y, sobre el mostrador, la fotografía de un hombre de uniforme despierta la curiosidad. Es el retrato de José de la Rosa Inostroza, un policía territoriano nacido en Neuquén el 24 de agosto de 1928. Inostroza, en el año 1962 viajó a Río Turbio para colaborar con el establecimiento de un destacamento de la fuerza policial santacruceña. Estuvo poco tiempo, y de ahí se dirigió a El Calafate, que entonces era un pequeño pueblo. Allí fue uno de los que fundó la primera comisaría.

29/07/2016

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