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22/10/2021

Aguafuertes del Nuevo Mundo

En defensa propia

En defensa propia | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

“Si no hubiera tantos planes sociales, la gente se esforzaría más. El Estado está criando vagos”, decía la mujer cuya familia tuvo un almacén de barrio y luego la franquicia de una cadena comercial. Quiso convencer a la empleada que trabajaba en tareas hogareñas, que un día rompió el silencio.

Ricardo Haye *

Tuvieron los vaivenes lógicos que se experimentan en cualquier relación de veinte años. Pero Marita y el Cacho nunca dejaron de quererse y respetarse. Ni siquiera durante aquel distanciamiento que duró tres meses y que ahora, con las ventajas curativas del tiempo, atribuyen a “cuestiones sin importancia”.

La base de ese entendimiento que trasciende y absorbe matices siempre fueron las ideas comunes, las convicciones compartidas y, según dicen ellos mismos, los gustos musicales complementarios: Cacho es fanático del rock y el blues y a Marita le encantan los boleros.

Cacho es chofer en una empresa de colectivos urbanos y un activo dirigente sindical al que nunca una mancha le afeó el historial. Por eso lleva diez años renovando su representación gremial sin despeinarse siquiera.

Marita tiene en el barrio en que viven un arraigo que comprende todo el trayecto de su vida. Y, casi desde que tiene memoria, trabaja como empleada doméstica. Lo hace con alegría, que es una marca de identidad de su carácter, aunque la designación no le caiga en gracia. Marita sabe que “doméstica” viene de la expresión latina “domus”, que era la forma en que los antiguos romanos de hogares acomodados llamaban a sus viviendas. El inconveniente surgió cuando se enteró que el cabeza de familia recibía el título de “dominus”. De ahí a conectar esos antecedentes con la idea de dominio y de personas mansas y débiles o domesticadas había solo un paso. Y a la esposa de Cacho ese paso le sulfuraba los ánimos.

El colectivero se reía y decía que su “pequeña fiera” estaba completamente a salvo de cualquier intento de someterla. “Mi esposa es como las cebras -celebraba-: nunca pudo domesticarse a ninguna”.

Desde hacía casi un año, los Pérez Rivarola le habían pedido a Marita que les ayudara con las tareas hogareñas. En el barrio se los conocía de toda la vida, pero desde que Rogelio amplió el almacencito y lo convirtió en la franquicia de una cadena nacional pasaron a ser los “nuevos ricos” o, como decía el Cacho, “los que habían pelechado”.

Sin embargo, a doña Liliana el buen pasar no le había modificado el rictus amargo que le ensombrecía el rostro cada vez que se asomaba a la calle. En la intimidad del hogar seguía reclamando una mudanza a un sitio ¨más a la altura de uno”, discusiones que Rogelio siempre pateaba para más adelante, cuando hubieran acumulado un capital mayor.

Los vecinos de la cuadra ya llevaban dos colectas para ayudar a solventar el tratamiento del bebé de los Rosetti, afectado de atrofia muscular espinal, y para los Barragán, que se habían quedado sin sustento cuando cerró la curtiembre en la que trabajaban Pedro y su hijo Eduardito.

Es cierto que los Pérez Rivarola habían contribuido con algo, pero las dos veces fue a regañadientes y con una cifra mucho menor a la que sus posibilidades permitían.

La queja de doña Liliana no había tardado en retumbar por toda la casa: “para qué pagamos un platal en impuestos si después tenemos que ayudar a la gentuza que no se esfuerza como uno”.

Marita acopiaba comentarios como estos y los procesaba con dificultades cada vez mayores. Y ese “como uno” que se reiteraba tanto no contribuía en nada a aplacarle la acidez estomacal recurrente.

“Si no hubiera tantos planes sociales, la gente se esforzaría más”. “¿Cuándo nos vamos a dar cuenta de que el Estado está criando generaciones de vagos?”, “¡Ahí tenés lo que ganamos con estos gobiernos populistas!”, se desesperaba “la marquesa”, como Marita la llamaba mentalmente cuando la mujer sacaba a relucir su muestrario de frases hechas, construidas a partir de recortes de las “opiniones calificadas” que le suministraba la pantalla de un par de canales de referencia. “Los únicos que se pueden ver, los que te cuentan lo que pasa de verdad, Marita”.

A Cacho y a su esposa les costaba un enorme trabajo aceptar que alguien defendiera con tanto énfasis intereses de clase que ni siquiera eran los suyos. Quizás, se decían, era el empeño más o menos consciente que ponían para ser aceptados y pasar a formar parte de un universo al que recién llegaban.

Tanto crecía la furia de “la marquesa” que en algún momento sintió necesidad de llevar la prédica más allá y desasnar al populacho que no entendía razones y seguía votando tan mal cada vez que había elecciones.

Pero cuando lo intentó con Marita alcanzó un punto límite en el que la empleada decidió dejar de lado el silencio y la tolerancia de tantos meses. Una sonrisa discreta acompañó sus palabras tranquilas, casi en susurro, pero que igual desequilibraron a la matrona: “Quédese tranquila, señora. Jamás elegiríamos candidatos dañinos. En mi familia siempre votamos en defensa propia”.



(*) Docente e investigador del Instituto Universitario Patagónico de las Artes.
29/07/2016

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