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10/03/2021

E la nave va

E la nave va | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Esa coalición de radicales y lúmpenes de derecha que es Juntos por el Cambio no es creíble denunciando corrupción, porque esta oposición, que grazna como gansa en celo por las vacunaciones ilegítimas, hace silencio ante los delitos graves que hoy se le imputan.

Juan Chaneton *

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 Los últimos treinta días han sido prolíficos en sucesos argentinos, así decimos parodiando un poco el título de una novela exitosa de Vicente Battista.

Se acaban de cometer errores en la Argentina. Errores -de unos y de otros- estentóreos, pero también errores que lo son y otros que parecen serlo pero que, en realidad, podrían ser algo peor, algo peor que un error: un crimen. En todo caso, y aun concediendo que también éstos pudieran haber sido errores, todavía quedaría por dilucidar si se trató de uno intelectual o de uno moral.

El gobierno de Alberto Fernández, el gobierno popular, democrático y humanista de Alberto Fernández, ha cometido errores. Chocolate. Y ese error -el del gobierno, el verdadero error en esta dramática saga- estuvo, como la carta robada de Poe, a la vista de todos pero, a diferencia de aquélla, el primero que lo advirtió ha sido el propio detective, es decir, el gobierno. Reaccionó rápido y bien, Fernández. Echó a un ministro de límpida trayectoria y acaba de salir a la cancha, el 1° de marzo, con un discurso políticamente sólido.

No es difícil resumir el contexto. Guzmán a cargo de una gestión exitosa de la deuda mediante un eficaz acuerdo con el FMI; el control de la gobernanza mediante un consenso fructuoso en el seno de un renacido Consejo Económico y Social; y un plan de vacunación igualmente eficaz para proteger a los argentinos en circunstancias globales más que difíciles constituían (los tres logros a una) pasaporte seguro hacia un "octubre K", esto es, hacia unas elecciones que ratificarían un rumbo y le soplarían al gobierno aliento en la nuca para arribar a una reelección en 2023 con el programa postergado desplegándose como futuro: apurar la salida industrialista, productivista, soberanista, con las fuerzas armadas incorporadas al proyecto producción para la defensa y la asamblea constituyente como hito refundacional inmediato para subsanar el talón de Aquiles de un genuino proceso de transformación argentina: la deficiente representación política parlamentaria que consagra la así llamada Carta Magna.

Que esto sea o no programa del gobierno es irrelevante. Alcanza con que sea -y lo es- el interés objetivo de los argentinos, de la base social del Frente de Todos y de una parte de la dirigencia política de la coalición que llevó a Alberto Fernández al gobierno. Es la utopía, la módica utopía, que permite pensar la política como algo más sustancial que el rutinario entrenamiento para la siguiente compulsa electoral. Y como la derecha sabe esto, actúa.

El gobierno ya sabe que le tiraron el tema vacunas como, en su momento, le tiraron el tema Nisman y ahora siguen con la "dictadura" de Gildo Insfrán en Formosa: todo vale para los "republicanos" si se trata de golpear a un gobierno popular, al que dicen que hay que golpear porque, por peronista, es intrínsecamente corrupto, aunque en verdad lo golpean porque es un gobierno que, si lo dejan un tiempo en paz, los sepulta en el favor popular. Por eso, hay que cuidarse. Calpurnia, la mujer de Julio César, lucía, a los ojos de todos, honesta. Y además, lo era.

Esa coalición de radicales y lúmpenes de derecha que es Juntos por el Cambio no es creíble denunciando corrupción, porque esta oposición, que grazna como gansa en celo por las vacunaciones ilegítimas, hace silencio ante los delitos graves que hoy se le imputan, cometidos cuando esa oposición era oficialismo y sobre los cuales empieza a barruntar que deberá rendir cuentas.

Hablan como si no hubieran robado del erario público, como si no hubieran dejado morir a marinos argentinos en una horrorosa cripta a dos mil metros de profundidad; como si el insólito Pantagruel que fungía como presidente anterior no hubiese tratado de hurtarle al Estado 70.000 millones de pesos haciéndole un pagadiós al Correo en su propio beneficio; hablan como si no hubieran espiado ilegalmente hasta a sus propios de la política, al mismo Rodríguez Larreta, devenido así, por obra del miserable escrutinio de intimidades organizado durante el gobierno macro-radical, una especie de patético Rubaschov como el mentado en El cero y el infinito por Arthur Koestler: ayudó a llegar al poder y después lo espiaron, lo vigilaron y trataron de eliminarlo de la política.

En todo caso, gobernar un país como el que dejó Macri y encima con la plaga haciendo estragos en el mundo no ha sido tarea simple para Alberto Fernández, ni ha sido reconocido su esfuerzo por parte de una oposición que continúa en modo salvaje e, incluso, a veces, también retaceado, ese reconocimiento, por unos afines al gobierno anhelantes de urgencia, ganados por la ansiedad y dominados por la impaciencia.

Acotar los daños con gestión y, de ahí, poner la proa hacia octubre 2021 y 2023. Eso es lo que ha hecho AF en su discurso del 1° de marzo.

De ese modo, el Presidente empieza a expulsar de la coyuntura un tema que había despertado en la oposición la esperanza de los desesperados: parar al gobierno a como dé lugar con tal de que no salga exitoso de la pandemia. Sus cuentas (las de Mario Negri, por caso) son claras: si con catástrofe mundial éstos son capaces de arreglar la economía... se quedan para siempre.

Pero siempre es mucho tiempo. Y tampoco es cierto que Alberto Fernández haya "optado por el kirchnerismo duro", como ya se dice por ahí. La explicación sencilla de su discurso se cae de madura: defendió su gestión, ratificó los lineamientos ideológicos de un gobierno mayoritariamente peronista y apuntó la proa hacia octubre. Full stop. Cristina, unos días después y frente a unos jueces patéticos, dijo lo mismo que ya había dicho Alberto.

El sosegate a la impunidad opositora quedó simbolizado en un dictamen que es a un tiempo jurídico y moral: endeudar al país entero como subterfugio negocial para amigos, parientes y delincuentes de la finanza no puede quedar sin sanción en la Argentina. Los que se prueben el sayo y les calce, que se arremanguen: enfrentarán la pertinente querella criminal.

Similar grosor conceptual tuvo otro de los temas de fondo en la Argentina de hoy: la justicia. Jueces que esconden sus declaraciones juradas y que no se jubilan cuando deberían hacerlo no son, precisamente, un ejemplo para nadie. Pero eso, claro está, no es lo más grave. Lo más grave es el lawfare. En Brasil ya tiraron la toalla: la justicia tuvo que anular todas las causas contra Lula. Reconocimiento implícito de que lo persiguieron para sacarlo de una cancha, la de la política, a la que tal vez vuelva. Aquí, los senderos se bifurcan un poco pero el jardín es el mismo que en la Argentina. Por eso, y para mejorar la calidad institucional, el Presidente planteó, en línea con el texto de la Constitución Nacional, el "control cruzado sobre el Poder Judicial".

Este punto es especialmente significativo. Llama la atención que no se haya reparado todavía en que tal control no es el anhelo perverso de totalitarios insomnes ni de kirchneristas decididos a "quedarse con todo", pues ya un jurista de la calidad y credenciales democráticas de Roberto Gargarella ha planteado la necesidad de encarar un problema que se resume como la "objeción democrática al control judicial de constitucionalidad". Este autor nos ha deparado una reflexión original sobre el tema.

Gargarella acepta, en principio, la legitimidad de tal objeción debido al hecho evidente de que controlar la constitucionalidad es controlar -y eventualmente impugnar- una ley, y una ley es un acto del Parlamento que, a su vez, es un poder del Estado elegido por el pueblo, mientras que al poder que controla -el judicial- no lo elige el pueblo en elecciones, de modo que sus credenciales democráticas, en el caso, son débiles (v. "Un papel renovado para la Corte Suprema. Democracia e interpretación judicial de la Constitución". En esto consiste la objeción democrática al control de constitucionalidad.

Los que se horrorizan por lo que reputan una avanzada totalitaria sobre los republicanos poderes del Estado suelen citar, en abono de sus caudalosos pero vacíos alegatos, al juez John Marshall y su decisorio más famoso: el expediente Marbury c/ Madison. La Corte Suprema no sólo tiene el derecho de declarar constitucional o inconstitucional una ley: tiene el deber de hacerlo, sería la conclusión de tal decisorio. Su correlato es inmediatamente advertible: la Constitución es unívoca, dice lo que dice, todos la interpretan igual y no hay lugar a discrepancias. Es la máxima expresión de la voluntad popular, de modo que, al defender su incolumnidad, se defiende y preserva la voluntad del pueblo. Tufillo a sofisma, aquí. Es lo que decían Hamilton y Marshall hace más de dos siglos.

Pues sostiene Gargarella que "...la afirmación de «Hamilton-Marshall» sería irreprochable si el significado de la Constitución fuera más o menos unívoco". Y agrega que, en nuestro caso, las diferencias de interpretaciones acerca de qué es lo que, en realidad, dice la Constitución, instala en zona de penumbra la eventual legitimidad democrática del poder judicial para ejercer el control de constitucionalidad de una ley del Congreso.

Para decir si una ley es constitucional o no lo es, hay que saber qué dice la Constitución. Y el caso es que no todos la interpretan del mismo modo. Por ejemplo: penalizar la tenencia para consumo personal, ¿viola el derecho constitucional a la privacidad (art. 19), o lo protege? La ley del IVE, ¿resguarda la autonomía individual o la niega? El financiamiento de la política, ¿facilita la libertad de expresión o la dificulta? Son de este cariz las fecundas dudas que plantea Gargarella.

Por ende, si no está claro qué es lo que dice la Constitución mal puede la Corte Suprema pretender el ejercicio unidireccional del control: éste debería ser "cruzado", como dijo el Presidente en punto a higienizar un poco a ese poder del Estado que se mueve "en los márgenes de la república", según apuntó con incuestionable verdad.

El "modelo dialógico" de control judicial sobre las leyes que plantea Gargarella es original y hace recordar un poco a las audiencias públicas que implementó Néstor Kirchner mediante el decreto 222/03. Pero su consideración excede el objeto de esta nota. Sólo vale consignarlo como eventual alternativa a la bicameral propuesta por Parrilli.

De todos modos, el pueblo de este país debe saber que lo esencial es invisible a los ojos de los juristas; y que sólo los políticos -y muy pocos- captan por donde va la bocha en materia de poder político y cómo ejercerlo.

La llamada objeción democrática al control judicial de constitucionalidad falla porque, implícitamente, considera que la labilidad democrática está en la aplicación de las leyes y no en su sanción. Aunque la Corte Suprema fuera elegida por el pueblo en elecciones libres su déficit democrático seguiría constante y sin alteraciones porque las leyes que está llamada a aplicar o a interpretar emanan de un órgano del sistema institucional con iguales o parecidos déficit de legitimidad democrática. Es el sistema de representación el que falla precisamente en su función específica: representar. Ese es el origen del problema.

Este tema, núcleo incandescente de la política no sólo argentina sino latinoamericana, debería ser materia de ulteriores reflexiones complementarias. Junto a él, el discurso de Cristina -de altísimo espesor político- en inesperado tándem con el reconocimiento de que Lula había sido juzgado por delincuentes políticos -de la catadura de Sergio Moro- al servicio de la geoestrategia estadounidense en la región y, para cerrar, el rol que juegan las "oenegés" financiadas por la plutocracia global en el socavamiento de los estados nacionales, constituyen una parcial agenda ideológica que, no por parcial, deja de ser central en la coyuntura política y social de nuestro país. Quedan pendientes.

E la nave va, a despecho de las dificultades y la mala leche. No se hundirá esta nave, como la de Fellini. Y es de valor estratégico que arribe a puerto. Y eso es probable. "Aun con sus muchos problemas y todos los daños autoinfligidos, al oficialismo le sobran recursos para inclinar la cancha y ganar en las próximas elecciones" (Claudio Jacquelin, La Nación, 1°/3/21).


 



(*) Abogado, periodista, escritor.
29/07/2016

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