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26/11/2020

Política, más allá de la penosa coyuntura

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La hegemonía cultural de Occidente descansa en la absolutización del mercado, pero a la par necesita de la dominación cultural. Recientemente alguien se preguntó: «En esta “nueva” guerra fría ¿qué diferencia a China de EEUU?».

Juan Chaneton *

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El dato fuerte de aquella modernidad ochentista fue la tensión entre sociedad y Estado como formaciones sustantivas que daban cuerpo a lo esencial de las comunidades nacionales. En rigor, esa tensión venía de lejos, pero desde la posguerra en adelante fue una tensión débil: al Estado la sociedad nada le exigía, salvo que se dispusiera, de buen grado, a bailar con la más fea, es decir, a hacerse cargo de la reconstrucción europea.

La primera gran catástrofe del siglo XX ya había ocurrido (la "guerra del 14"), y despuntaba, en esa ocurrencia, la emergencia de una voluntad nacional "volkisch", que pronto empezaría a reclamar no su lugar en el mundo sino el mundo como su lugar exclusivo.

Tuvo que ocurrir primero, en el medio de las dos guerras, otra catástrofe, un crack de la economía mundial que por poco no se llevó puesto a un Occidente con la fractura expuesta de su "cuestión social" irresuelta y bajo la mirada burlona de un poder soviético que asustaba.

Fue, así, la segunda guerra -la tercera catástrofe del siglo- la segunda oportunidad de Alemania, que no vino suave, sino con fondo musical de Götterdämerung y en tragedia wagneriana, fue allemanda, fue courante y zarabanda (Littell dixit), fue el horror, la vesania desatada pero -hay que decir esto porque es lo esencial- el nacionalsocialismo fue también una Weltanshauung que se desplegó como locura pero esa locura, en realidad, encubría una lógica cuya racionalidad política era incuestionable: ir contra el bolchevismo sin mezclarlo con el "problema judío", devendría proyecto condenado, de antemano, al fracaso.

Si el nazismo aceptaba discutir su cosmovisión en términos estrictamente políticos se autoenajenaba una legitimidad que sólo el esoterismo podía proporcionarle. Stalin es un hombre bien terrenal cuya propuesta es, en suma, otra "Weltanshauung": es la "clase" y no el "pueblo-nación" la que cuenta, porque lo volkisch conduce a las jerarquías y a la esclavitud, en tanto que aquélla, la clase, va por todo, va por la utopía y empieza, para ello, por someter a discusión una concepción de la economía que sabe que los recursos naturales de un país y toda su riqueza social nunca es del todo individual sino que, porque tiene un origen colectivo, pertenece a la colectividad.

Si esta idea, primigeniamente rudimental, pasaba por el tamiz del debate comunicacional de entonces, se puliría lo suficiente como para abandonar su estado de diamante en bruto y pasar al de preciosa gema incandescente. Si, en cambio, el enemigo era el "judeobolchevismo", ese peligro se difuminaba porque con semejante espantajo tremolando al viento de la superstición y la estulticia, la cuestión quedaba impregnada de lo esotérico irracional y, con ello, las masas que llenaban a reventar Unter den Linden atraídas por la verba floral de un agitador de cervecería, permanecían, arrobadas, en la oscuridad que suscita el miedo a lo desconocido, y nada más desconocido y, por ende, temible, que "eso", el judeobolchevismo.

Y fue el programa de exterminio el que le impidió a Hitler jugar la baza del "baluarte europeo" contra el bolchevismo. Alemania tendría que haber renunciado de entrada a los genocidios para impedir la alianza de las democracias capitalistas con la URSS. Al final lo quiso hacer, pero ya era tarde. Por lo demás, siempre quedará esa duda que la Humanidad se llevará a la tumba: si los aliados, en secreto, no deseaban -e incluso apoyaban absteniéndose de ayudar a Stalin en tiempo y forma- el avance nazi sobre los soviets, hasta que tal ignominia se hizo insostenible.

Aquella modernidad catastrófica de un siglo XX ya ido es la protohistoria de nuestra historia presente. Aquella modernidad, ya al finalizar su siglo XX, fue impugnada de obsoleta por una posmodernidad que decía muchas cosas pero que, sobre todo, decía una: no es el Estado y la sociedad, es el Estado y el mercado; la sociedad no existe y, si existe, hay que sustituirla por el mercado, pues es el mercado (la libertad) el que se opone al Estado, y se opone, por cierto, de modo virtuoso y, por ello, deseable. Un sofisma, claro; y ¡qué sofisma! Gorgias, Trasímaco, Glaucón ... no lo hubieran hecho mejor.

Sobre la absolutización del mercado ha descansado, hasta hoy, la hegemonía cultural de Occidente. Pues Occidente necesita, a la par de su superioridad económica, de la dominación cultural. Sin Hollywood no habría habido "edad de oro" (1945-1975) para el capitalismo, como no habría hegemonía hoy sin una universalización de los mensajes que demonizan a Xinhua, Russia Today, Telesur o Sputnik.

A la inversa, China no quiere ni puede hoy extender hacia Occidente ninguna hegemonía cultural. Ni las generaciones de Pink Floyd ni las de las escuelas de Frankfurt serán enamoradas por Confucio, Sun Yat Sen o Mao Tse Tung. Lo único que quiere China es desarrollar las fuerzas productivas del capitalismo global hasta que no se pueda ir más allá y se le plantee, entonces, a la Humanidad, el dilema esencial de su existencia, que no el fundamental: si esa Humanidad, que ya ha acumulado tanta riqueza como para no necesitar de la guerra ni convivir con la pobreza, puede seguir viviendo bajo el capitalismo o debe pasar a otro sistema social, que no igualará para abajo sino para el medio y, de ahí en adelante, hacia arriba, siempre hacia arriba, sobre todo en materia espiritual.

Es un poco lo que, de un modo u otro, se acaba de decir con nitidez contundente: «En esta “nueva” guerra fría hay que preguntarse qué diferencia a uno del otro, a China de EE.UU, tanto en el discurso como en la práctica. Mientras EE.UU. elige la amenaza y la agresión, China se define por la cooperación, la solidaridad y la integración. Esto establece una disyuntiva para la humanidad y el planeta: la desintegración por el egoísmo, el consumismo enfermizo, el fin de lucro como único fin, el guerrerismo, la atomización, o la integración con cooperación, con solidaridad y con justicia social. Y no una justicia social simulada a través de las dádivas de los poderes fácticos, y sus gerentes políticos, a los condenados de la tierra...»  J. C. Camaño, (Federación Latinoamericana de Periodistas).

En la travesía del género humano hacia alguna parte menos doliente que la actual se cruzan, siempre, la política con algunos interrogantes que la exceden. A veces, pareciera que la Historia fuera un relato que la Humanidad se hace a sí misma para disimular su estupidez. Menos tajante, otro juicio reverbera, un tanto trémulo, junto a ese: la Historia es la brújula que le permite a la Humanidad olvidarse de que carece de brújula. Ambos juicios tal vez estén revelando -como dijimos recién- el dilema fundamental de nuestra civilización terrestre, que no el esencial, ya que éste, al parecer, lo contesta bien la política: hay que ir hacia el orden mundial multipolar y, de allí, en un tiempo que no nos está dado vivir, a alguna forma de socialismo universal, con el algoritmo y la inteligencia artificial -como recursos técnicos inventados por el heredero del mono- al servicio de una vida signada por el bien supremo, la libertad y, sobre todo, al servicio de una vida vivida por hombres y mujeres más ricos, espirituales y creativos que los/las que viven hoy.



(*) Abogado, periodista, escritor.
29/07/2016

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