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23/10/2020

Aguafuertes del confinamiento

El género negro en Argentina

El género negro en Argentina | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Borges y Bioy Casares fueron difusores de la novela deductiva de tradición británica.
Entre quienes leyeron y además escribieron historias policiales se destaca Rodolfo Walsh. Más contemporáneamente, autores como José Pablo Feinmann y Miguel Ángel Molfino (primera parte).

Ricardo Haye *

Después del apogeo de la razón en el que prosperaron las historias detectivescas protagonizadas por sujetos que eran máquinas de razonamiento andantes, la novela policial incursionó en otros andurriales narrativos. En ellos emergió el relato negro que cambió las locaciones señoriales del crimen por escenarios caracterizados por un feísmo desolador. El glamour y la sofisticación con los que las víctimas morían en las historias canónicas que sucedían alrededor de Sherlock Holmes o Hércules Poirot, fue reemplazado por descripciones cruentas y brutales allí donde las luces alumbraban con brillo siempre mortecino a Philip Marlowe y más recientemente a Kurt Wallander.

Los argentinos tenemos el fuerte condicionante de que Borges fuera un afanoso difusor de la novela deductiva de tradición británica. Tan poderosa es esa impronta que el mundo editorial conserva una marca resistente al tiempo. Es la de una colección policial inefable: El Séptimo Círculo, que tuvo seguidores entusiastas como los mexicanos Carlos Monsivais y Sergio Pitol o el español Juan Marsé, entre muchos otros.

Los responsables de esa selección fueron el propio Borges y su lugarteniente Adolfo Bioy Casares. La colección fue creada en 1945 y, sobre todo en el primer centenar de libros, la elección tuvo gran protagonismo de Borges y Bioy. Allí aparecieron Nicholas Blake, John Dickson Carr, Patrick Quentin, Wilkie Collins, Michael Innes o Ellery Queen, representantes todos ellos del modelo inglés de narrativa policíaca.

Sin embargo, incluso El Séptimo Círculo alojó historias propias del relato negro. Uno podría todavía argumentar que las novelas de Ross MacDonald, John D. MacDonald o Raymond Chandler solo aparecieron cuando tanto Borges como Bioy ya habían dejado de participar activamente en la selección. Pero eso no impidió que, entre los primeros veinte títulos publicados, aparecieran tres de James Cain (“Pacto de sangre”, “El cartero siempre llama dos veces” y “El estafador”).

Los títulos “negros” que aparecen en la lista de El Séptimo Círculoson “El escalofrío”, “Dinero negro”, “El otro lado del dólar”, “Enemigo insólito”, “La mirada del adiós” y “Costa Bárbara”, de Ross MacDonald; “El fin de la noche”, “La única mujer en el juego”, “Cielo trágico” y “Lamento turquesa”, de John D. MacDonald y “La dama del lago” y “Asesino en la lluvia”, de Raymond Chandler.

Dentro de esta tradición (¿?) la nómina también incluye una larga serie (quizás demasiado larga) de títulos correspondientes a James Hadley Chase, un autor que nunca alcanzó los niveles de calidad de Chandler o los MacDonald.

Una curiosidad: no hay obras de Dashiell Hammet (No está “Cosecha roja”, ni “La maldición de los Dain”, ni “El halcón maltés”) pero sí uno que lo homenajea: “Al estilo Hammett”, de Joe Gores.

Varias generaciones de lectores crecieron con estos libros, disfrutaron sus historias y también de sus diseños de tapa tan característicos, obra del ilustrador José Bonomi.

Y entre quienes no solo leyeron, sino que también escribieron historias policiales, es insoslayable la presencia de Rodolfo Walsh, ejemplo de autor comprometido, y una más de las tantas víctimas de la dictadura genocida instalada en marzo de 1976.

Walsh fue el responsable de la antología “Diez cuentos policiales argentinos” y el autor de “Variaciones en rojo”, un libro con tres novelas breves que la crítica valoró como auténticas piezas maestras de la literatura policial.

Esa destreza en el relato iba a manifestarse luego en “Operación Masacre” (1957), “¿Quién mató a Rosendo?” (1969) y “Caso Satanowsky” (1973), tres textos de investigación donde confluían sus pericias de escritor de ficción y de periodista.

Walsh solía insistir con esta idea: cuanto más ortodoxo es el planteo de un relato policial, menos margen queda para lo que él llamaba “el interés humano”. Y allí reside una porción destacada de las particularidades del género negro. Pero no porque se encuentre necesariamente ausente en la novela deductiva, sino porque en los policiales británicos tradicionales ese interés suele estar puesto a escala individual. La novela negra, en cambio, acostumbra privilegiar el retrato social y abundar en la denuncia y el cuestionamiento de sus recovecos más sórdidos.

De entre los autores contemporáneos, así lo hace, por ejemplo, Juan Sasturain, autor de una trilogía de libros cuyas historias transcurren en la tumultuosa década del ’70 del siglo pasado y son protagonizadas por un policía retirado. Los títulos son “Manual de perdedores”, “Arena en los zapatos”y “Pagaría por no verte”.

Otro autor destacado es el filósofo José Pablo Feinmann, varios de cuyos relatos llegaron al cine. Uno de los más significativos es “Últimos días de la víctima”. El libro se publicó en 1978 y la película es de 1982. Fue dirigida por Adolfo Aristarain y protagonizada por Federico Luppi, que encarna a Raúl Mendizábal, un asesino profesional.

En 1981, aparece la novela “Ni el tiro del final” en la que Feinmann presenta a un artista mediocre que entrega su esposa a un millonario a fin de obtener fotos que le permitan extorsionarlo. En 1999 el libro sirvió de base a la película homónima, filmada en co-producción entre Argentina y Estados Unidos y dirigida por Juan José Campanella.

Feinmann también colaboró con el guion que adaptó la obra del novelista Mempo Giardinelli “Luna caliente”. El filme, estrenado en 1985, fue dirigido por Roberto Denis y también contó con la actuación protagónica de Federico Luppi.

En nuestros días se podría armar un verdadero seleccionado de escritores que cultivan el género, los que para la ocasión -obviamente- deberían vestir casacas negras. Concluiremos esta primera parte refiriéndonos a “Monstruos perfectos”, la potente obra de uno de ellos: Miguel Ángel Molfino, novelista y periodista bonaerense radicado en Chaco.

Lejos de los grandes centros urbanos, constituidos en escenarios tradicionales de la narrativa de este subgénero de los relatos de crímenes, Molfino sitúa las acciones de ese texto apasionante en caminos polvorientos y pueblos olvidados del norte argentino.

La desconfianza y el descrédito de las instituciones encarnan a la perfección en personajes odiosos como el comisario Velarde o el abogado Maciel. En el policía confluyen la bestialidad y la genuflexión, y el mejor ejemplo de esa combinación se trasluce en la escena despiadada en la que entrega una muchachita inocente a los bajos instintos de un superior. Por su parte el letrado, aún con rasgos hiperbólicos que lo acercan a la caricatura, simboliza la ruindad que infecta a tantos de sus colegas y a gran parte del sistema de Justicia. (Aviso de spoiler o revelación inoportuna para quien no haya leído el texto). Las características de Maciel hacían pensar en un final a toda orquesta que equilibrara toda su vileza. Molfino evade los lugares comunes y traiciona las expectativas ancladas en lo previsible o lo obvio. La caída del letrado-hampón sucede sin grandeza alguna, cuando una granada le estalla a centímetros de su mano y su cuerpo se desparrama en pedazos.

¿Con quién establecer empatía en un relato que carece del acostumbrado detective y cuya figura menos aborrecible –tal vez– sea la de un traficante de armas? La otra posibilidad es Miroslavo, adolescente que en su viaje iniciático proyecta más sombras que certezas. El pobre indio “Veinte pesos” no alcanza a durar lo suficiente como para que su fidelidad lo haga querible.

Molfino se ha deshecho de cualquier intención de volver apreciables a sus criaturas. Tampoco ofrece redención (ni siquiera la de una justicia poética provista por los autores de tantos otros textos). Sus mayores energías están puestas en dibujar la crueldad de un sistema perverso, en retratar los arrabales en que malviven muchos compatriotas y en exorcizar los demonios (suyos y nuestros) que agita una sociedad envilecida, poblada por monstruos. Y lo hace con una pluma cargada de imágenes vigorosas y un estilo ligero que, por ende, es capaz de alcanzar alturas notables.

Y un detalle final: sabemos que la novela negra le quita centralidad al interrogante del ¿quién? y lo reemplaza por el de ¿por qué?

La supresión del enigma sobre el perpetrador elimina el sentido de juego cerebral deductivo, pero lo reemplaza por la activación del pensamiento crítico. Allí donde el relato tradicional nos proponía conectar indicios, el género negro nos plantea reflexionar acerca de contextos y circunstancSin embargo, “Monstruos perfectos” no se apega demasiado a esa regla. El texto no incursiona en elucubraciones complejas acerca de las causas que motivaron los hechos. Antes que eso, trabaja naturalizándolos, aceptando que en el escenario en que ocurren nada podría ser de otro modo: la policía es violenta y corrupta y los encargados de aplicar las leyes son difícilmente confiables. Lo que sí cabe en el análisis subsecuente es ¿cómo se llega a una tolerancia semejante? Para quienes habitamos este suelo quizás resulte una pregunta adecuada incluso más allá de las páginas de “Monstruos perfectos”.



(*) Docente e investigador del Instituto Universitario Patagónico de las Artes.
29/07/2016

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