Columnistas
23/09/2020

Aguafuertes del confinamiento

Evitar la deriva hacia la desesperanza

Evitar la deriva hacia la desesperanza | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

El cine ha relatado la trayectoria humana con creciente desconfianza sobre el lugar y las condiciones del destino. ¿En qué medida la muestra torrencial de historias sin finales felices propicia acciones reparadoras o solo abruman ante el curso de los acontecimientos?

Ricardo Haye *

Hace muchos años, cuando el canal de las pelotitas todavía se llamaba Teleonce y su avatar era un simpático leoncito, las tardes de los sábados eran un templo en el que ocurría el fascinante ritual pagano de rendir culto al séptimo arte. Se llamaba “Sábados de súper acción” y, en gran medida, ese continuado de películas era un tributo al cine clase B.

Eso sí, había un poco de todo: innumerables versiones de Robin Hood; historias de vaqueros, cuando el western gozaba de mejor salud que hoy; la infaltable cinta policial y muchas realizaciones de terror en las que Boris Karloff, Vincent Price, Peter Cushing y Christopher Lee campeaban a sus anchas.

A mí me interesaba en particular el segundo filme, que comenzaba aproximadamente a las 2 de la tarde. En esa segunda sección el programador siempre ubicaba “una de ciencia ficción”. Por allí pasaron “El planeta prohibido”, “El planeta infernal”, “Viaje al planeta de los saurios”, “La amenaza de otro mundo”, “El invasor de otro mundo”, “La invasión de los platos voladores”, “La extraña monstruo radioactiva” y otro millón de títulos parecidos en los que ‘planetas’ e ‘invasión’ eran marcas recurrentes.

Los que crecimos bajo el influjo poderoso e idealista de “Star trek” encontrábamos allí la cuota semanal de una ficción científica que no abundaba como ocurre hoy, y cuyas producciones en muchísimos casos eran de exiguo presupuesto y poseían tramas que se apoyaban más en un concepto ligero de aventura que en argumentos serios con alguna base científica.

Aquellos niños y adolescentes que fuimos observábamos alucinados naves espaciales a las que “se les veían los hilos” y tolerábamos ocurrencias ingenuas carentes de todo rigor conceptual.

Ya había relatos fílmicos preocupados por el destino del mundo. De hecho, el primer clásico de la ficción científica se remonta a 1927, cuando Fritz Lang dirige “Metrópolis” y plantea un futuro distópico en el que el trabajo deja de ser una actividad de realización personal y se convierte en espacio de degradación humana al servicio de una industrialización despiadada. Como fue anterior a la formulación de las tres leyes de la robótica que Isaac Asimov redactó en 1942 para establecer que un robot no podrá dañar a un ser humano por acción o por falta de ella, la película presentaba androides malvados que contribuían a trazar un futuro sombrío.

Pero aquellos años no habían profundizado aún el sesgo de tecno-pesimismo que iría creciendo en las décadas siguientes. Esa deriva desde la ilusión utópica de Tomás Moro hasta el presente desesperanzado está jalonada por fábulas de conclusión apocalíptica que, en el último instante, la humanidad terminaba sorteando mediante la construcción de arcas modernas con las que surcaba el cosmos en ruta hacia nuevos hogares (“Cuando los mundos chocan”, Rudolph Maté, 1951) o por monstruos alienígenas que acababan hocicando después de provocar exterminios masivos (“La guerra de los mundos”, Byron Haskin, 1953) y, más recientemente, también por armagedones que finalmente cumplían su objetivo destructor (“Melancolía”, Lars von Trier, 2011). 

Así fue evolucionando el relato de nuestra trayectoria, con una creciente desconfianza respecto del lugar y las condiciones del destino, fruto -al mismo tiempo- del malestar general que sentimos con la época y de nuestras aversiones y paranoias respecto de la realidad y algunos de nuestros prójimos.

El “no future” del movimiento punk parece preñar conciencias y el propio paladar de lectores y espectadores experimenta un sabor demasiado edulcorado e ingenuo cuando la salvación corona las historias. El riesgo es que terminemos naturalizando que no hay escape y bajemos los brazos en pos de los principios de fatalismo y resignación que las religiones suelen defender y estimular con tanto fervor.

Cuando revisamos la historia del último medio siglo apreciamos con consternación que hasta la Internacional Situacionista plegó sus banderas revolucionarias, como si la dominación capitalista y la dictadura de la mercancía que denunciaba fueran invencibles.

Ese es el momento en que nos asaltan los interrogantes acerca de las responsabilidades de un ecosistema mediático que, a partir de los procesos confluyentes de concentración económica y convergencia tecnológica, se ha robustecido y desarrolló capacidades extraordinarias de incidencia social.

¿En qué medida la muestra torrencial de historias sin finales felices que hoy nos llega desde las pantallas de los televisores, computadoras, tabletas y celulares reproduce, naturaliza o cuestiona las desigualdades sociales y las relaciones de poder entre grupos hegemónicos y oprimidos? ¿A qué propósitos sirven las ficciones distópicas? ¿Movilizan conciencias y propician acciones reparadoras o, por el contrario, abruman y convencen que no tiene sentido oponerse al curso que llevan los acontecimientos? 

La ácida descripción de nuestro contexto y circunstancias debiera ser un estímulo para la acción y no una droga paralizante. Si no es así, quizás convenga revisar los relatos.



(*) Docente e investigador del Instituto Universitario Patagónico de las Artes.
29/07/2016

Sitios Sugeridos


Va con firma
| 2016 | Todos los derechos reservados

Director: Héctor Mauriño  |  

Neuquén, Argentina |Propiedad Intelectual: En trámite

[email protected]