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17/11/2018

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Perón, Arlt y la Patagonia

Perón, Arlt y la Patagonia | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

El anciano ya nunca volverá a su casa, tampoco al sur. Sin embargo, irá al viejo balcón del edificio rosado, y volverá a ver esos rostros; escuchará voces, gritos, cantos. Les responderá, en ese diálogo que lleva ya más de treinta años pese a las interrupciones del exilio.

Gerardo Burton

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El anciano parece saber que son sus últimos días. Su biógrafo afirma que lo acosan pensamientos agoreros. Hace menos de un año que volvió al país, pero nunca dejó de añorar su casa allá en Madrid. Él la llama así: “mi casa” ahora cuando se va apagando despacio pero sin pausa. Seguro que le gustaría ir a ver a sus amigos en el sur como lo entusiasma su sobrino, recién llegado con nueces rionegrinas de la última cosecha. Claro que le gustaría ver de nuevo a Félix y a Pedro, y a su otro amigo del sur de Neuquén, Bertil, el estanciero hijo de unos alemanes que se instalaron en Sañicó a finales del siglo XIX y al poco tiempo se trasladaron a Mamuil Malal, donde tuvieron su primer lote, ahora estancia. Ya era 1892. Se instalaron en una ensenada muy linda, a unos mil metros del río. A los hermanos San Martín y a Grahn los habrá conocido en 1934, cuando redactaba el diccionario, la Toponimia patagónica de etimología araucana, un trabajo que se publicará para distribuirse con el Almanaque de la agricultura en dos ediciones, en 1935 y 1936 y para el que habrá utilizado varias fuentes, Mansilla, Zeballos, Félix San Martín, el padre Milanesio y “entendidos y aborígenes”. Ahora dice que “de buen grado” volvería a Junín de los Andes, los pagos de Bertil, a Mamuil Malal, o a recorrer con “gente baqueana” -Don Félix o Pedro San Martín- que “no quisieron aguardar el retorno de este amigo”. El historiador biógrafo asegurará que el anciano, en la conversación con su sobrino, se considerará “patagónico de alma, de Sierra Cuadrada, de Puerto Camarones, de Comodoro, lo mismo da”. Y que anhela sin esperanza volver al “territorio de mi infancia... La patria del hombre es la niñez”...

En enero de 1934, un periodista, novelista e inventor que no cabe dentro de una redacción de diario y menos en una oficina, a la que piensa como cubículo poco menos que carcelario, llega a Carmen de Patagones .

 Su destino es una estancia en el sur, que posee la familia Newbery hace 50 años gracias a la generosidad del general Roca, que logró esas tierras a costa de sangre mapuche. El periodista parece un personaje de película norteamericana del oeste: una cámara fotográfica Kodak en bandolera, un saco de cuero, una pistola automática y su máquina de escribir portátil. Se cree un aventurero, y como es un porteño atorrante, mira todo de costado, casi sobrador. A mediados de enero dirá que “Neuquén podría llamarse el país del viento, y estoy seguro que semejante nombre reflejaría mejor su realidad geográfica”. (El país del viento, El Mundo, 17 de enero de 1934) Dos semanas después escribirá que debido a los pocos argentinos allí existentes, “incluyendo entre su número los jueces de paz, empleados de policía y alguno que otro pájaro raro, Neuquén tiene una atmósfera de territorio neutral... (que) no parece chileno ni argentino, sino un país aparte, uno de aquellos pequeños estados luxemburgueses, principados de opereta, aunque más violento y real, como que es frontera en el más amplio sentido de la palabra”... (Chilenización de la Patagonia, El Mundo, 2 de febrero de 1934). No es un viajero inglés, pero se aproxima: le parecen inconvenientes la composición de la población y la toponimia y pretende cambiarlas, sin ningún éxito a la vista. Escribe Nahuel Huapí, con acento en la i, tal como figura en la nomenclatura de Buenos Aires y como se pronuncia en esa ciudad desde siempre. Poco antes de morir, el periodista habitará una pensión en la calle Iberá del barrio de Núñez, que corre paralela, a pocas cuadras de “Nahuel Huapí”. (a partir del minuto 7:22)

Hace menos de un año que el anciano volvió definitivamente, seis meses después de aquel primer retorno, un día de diluvio en plena primavera, un mediodía que estuvo custodiado por soldados que decían cuidarlo. ¿Cuidarlo de qué? ¿De hablar con los que iban a buscarme? ¿De volver a ver ese rostro multiforme, multicolor, plural como sólo puede ser un pueblo? Alguno de los jóvenes que habrá ido ese día en un colectivo alquilado o prestado por la unidad básica, con viejas y viejos peronistas cuyos bolsos llevaban a lo mejor un paraguas y botellas de gaseosa y algún sánguche de milanesa, alguno de esos, entre tanques militares, palos y gases lacrimógenos habrá pensado ya está, volvió, lo conseguimos. Habrán pensado en descorchar la sidra que guardan hace 18 años. Y al día siguiente, frente a la casa blanca de la calle Gaspar Campos, ese mismo muchacho que todavía no comprende mucho habrá oído, mientras pisaba un jardín de gente asustada, que el anciano era un superpibe, y habrá buscado su mirada, sus gestos, sin saber ninguno de los dos que seis meses después, cuando esperaban la fiesta, se iba a desatar la masacre. O el primer acto de una difícil pelea que terminaría en horror. Un borrador del terror, quizás del terror más grande de la historia de este país tan entrañable como cruel.

El periodista a veces toma notas a caballo, mientras hace descansar sobre la montura la cámara fotográfica y guarda en su mochila la máquina de escribir -¿Underwood?, ¿Remington?-. En el prólogo a una de sus novelas ha escrito que cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. “Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal porque Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras”. Pese a que lo atrae la belleza, sabe que “entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados”. Ganarse la vida escribiendo, habrá dicho poco antes, es penoso y rudo: es preciso que “los eunucos bufen”. Y ahora, en la Patagonia habla de Neuquén. En este verano, escribe, “todo está aquí sometido al imperio del viento, que sopla, aúlla, se queja y brama, dando en pleno verano la sensación de la proximidad del invierno. Tan sostenido es su impulso que hasta Bahía Blanca llega el viento de la cordillera, y las llanuras de Río Negro están en continuo barridas y limadas por su ola elástica e invisible”. (El país del viento, El mundo, 17 de enero de 1934). Dos días después, el diario va a recibir su crónica sobre el Valle Encantado, ese sitio en parte sumergido luego de la construcción de la represa Alicura. Dice este novelista con la mirada extranjera del viajero, apenas más verosímil su crónica que las de Chatwin, que el Valle Encantado “tiene doce kilómetros. Serpentea, pero jamás se aminora. Hacia donde uno vuelve la vista, la admiración necesita volcarse en adjetivos. Y todo allí es substancial. Posible. Se comprende la magia y el origen de las leyendas y de las mitologías. La piedra pasa por todos los tonos del iris, se descubren titanes de lava anaranjada, brujas de cartón piedra, podencos de hulla, buzos revestidos de una monumental escafandra, verdosos y grises de algas marinas. Si no, son series de monumentos megalíticos, bastos de piedra clavados en el suelo como los menhires de la Bretaña, pero agujereados tan copiosamente que se cree estar en presencia de termiteras monstruosas, mientras el agua rápidamente se desliza entre árboles que dan margaritas de gruesos pétalos de color lila y arbustos y yerbas cuyo tallo solitario y erecto parece guardar embutidas en la vaina transparente, semillas de azafrán”. (El Valle Encantado del Traful, El Mundo, 19 de enero de 1934). 

El anciano era mayor del ejército cuando fue destinado al sur, al Neuquén. En los pliegues de su memoria ahora recuerda haber sido Juancito Sosa, cuya madre, Juana, era hija de madre tehuelche -aunque él a veces conjetura que su abuela ha sido cautiva-. Su abuelo fue un santiagueño de habla quichua. Le vuelve a la memoria su niñez en Chaok-Aike, en una estancia ubicada a 80 kilómetros de Río Gallegos, donde su padre era administrador. Allí habrá aprendido a escuchar más que a hablar el tehuelche, la lengua de los peones. Cuando llegue a Neuquén en 1934 va a volver a hablar esa lengua que habrá escondido a sus colegas militares, y emprenderá una tarea de rescate y recuperación cuyos frutos van a ser la Memoria geográfica sintética del Territorio nacional del Neuquén, un ensayo sobre las operaciones militares de la campaña de Roca y la Toponimia patagónica de etimología araucana. Dos años después será agregado militar en la embajada argentina en Chile, donde profundizará sus conocimientos sobre historia y cultura mapuche: los chilenos están avanzados en los estudios del pueblo nación. Las obras de Tomás Guevara y Ricardo Latcham le servirán para corregir su Toponimia. Desde Santiago le escribirá a su amigo Félix: hablará de la crónica colonial de Chile, una de las más abundantes y extensas, y citará sus autores, entre ellos a Diego de Rosales, José Toribio Medina, además de Guevara y Latcham. La carta está fechada en diciembre de 1937 y la firma como teniente coronel.

El periodista viaja desde Carmen de Patagones hacia el sur. Es amigo de Diego Newbery, primo del aviador e hijo de los propietarios de 40 mil hectáreas en la margen norte del Nahuel Huapi, cerca de Villa La Angostura. Diego también escribe novelas, con menos éxito. El periodista se propone, con ánimo pionero, “recorrer el Neuquén, la cordillera de los Andes, la zona de los lagos y no sé si descubrir un nuevo continente. Como los exploradores clásicos me he munido de unas botas (las botas de las siete leguas), de un saco de cuero como para invernar en el polo, y que es magnífico para aparecer embutido en él en una película cinematográfica, pues le concede a uno prestancia de aventurero fatal, y de una pistola automática. Todavía ignoro si la ametralladora tira o no, pues me la prestó mi gran amigo Diego Newbery. Con las botas, el saco de cuero y la pistola enigmática, espero descubrir más tierras y maravillas que sir Walter Raleigh, quien, después de volver de la Guyana, intentó pasar en Inglaterra cada boleto que se dijo que podía haber escrito “Las mil y una noches”, y haberse quedado en casa, pues lo menos que pretendía era que en Venezuela existían hombres tres veces más grandes que los ordinarios y negros que tenían los ojos en los hombros y rulitos en las espaldas. Esto es rigurosamente textual y la idea de qué descomunal desvergonzado era el tal Raleigh, la facilita el hecho de durante el año 1618 le separaron la cabeza del cuerpo en forma violenta y con la eficaz ayuda de un verdugo”. (Nota preludio o prólogo, El Mundo, 11 de enero de 1934).

El anciano ya nunca volverá a su casa, tampoco al sur. En cambio, al día siguiente irá al viejo balcón del edificio rosado, volverá a ver esos rostros; escuchará voces, gritos, cantos. Les responderá, en ese diálogo que lleva ya más de 30 años pese a las interrupciones del exilio. Habrá de emocionarse como no lo hizo en este último año desde su retorno. Malicia que le quedan pocos días, menos de un mes, pero nadie sabe dónde van sus pensamientos, a quién dirige sus sentimientos. Menos él.

Abajo, en la plaza, hay muchos de aquellos que lo fueron a buscar dos veces y dos veces se habrán frustrado; están quienes habrán querido una revolución que no alcanzan y por la que van a pagar y a la que habrán de volver una y otra vez porque no hay más remedio. Ésa es la música que escucha el anciano, que dice escuchar, y se conmueve casi por última vez.

29/07/2016

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