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28/04/2024

Aguafuertes del Nuevo Mundo

Asomó una esperanza para evitar el cataclismo

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A mediados del siglo pasado las historias apocalípticas se presentaron en sociedad con una novela descarnada y amarga. Hace diez años, otra distopía nos sacudía con una narración premonitoria. Quizás podamos utilizar esos relatos como referencias concientizadoras del abismo que, en las presentes circunstancias, se abre ante nosotros y compromete nuestra continuidad como Nación.

Ricardo Haye *

En 1949 George R. Stewart escribió el texto que quizás haya inaugurado la saga de los relatos postapocalípticos, hoy tan en boga.

Ese libro fue “La tierra permanece” (“Earth abides”), ganador dos años más tarde del International Fantasy Award, galardón que posteriormente obtendrían Theodore Sturgeon, por “Más que humano” y JRR Tolkien por “El Señor de los Anillos”.

Según anunció la Metro Goldwin Mayer aquella novela acaba de iniciar este mes su paso a producto audiovisual en forma de serie de seis episodios. "Los mensajes de humanidad, esperanza y compasión de la historia son tan relevantes hoy como lo fueron hace casi un siglo", señala la compañía cinematográfica y televisiva.

Por su parte, el productor ejecutivo y uno de los guionistas, Todd Komarnicki, ha dicho que "los temas iluminados por George Stewart hace 75 años no podrían ser más significativos y más actuales para el mundo en el que vivimos hoy". Y agregó: “A pesar del caos y la división que nos saludan cada mañana en las noticias, la verdad es que el camino a seguir para la sociedad es a través de la unidad, la compasión, el perdón, la comprensión y la gracia”. 

 El libro y su autor

 

En muchos de los análisis que pueden encontrarse en la red se insiste con que se trata de una obra de ciencia ficción, etiqueta incómoda para un relato en donde la ciencia posee una presencia relativa.

La historia tiene como punto de focalización la vida de Isherwood Williams, quien al comienzo de sus años adultos se refugia en una cabaña aislada del mundo para preparar la tesis con la que finalizará su carrera universitaria. El confinamiento en el que pasa sus días le impide enterarse que una epidemia gripal fulminante está acabando con la humanidad. Si él logra salvarse es porque una serpiente le muerde la mano y, sin mucha especificación médica porque ya dijimos que la fundamentación científica (y también la para o pseudo científica) escasea, los fluidos del reptil combaten la infección virósica que cambia radicalmente el paisaje del mundo.

A partir de allí se desarrolla una novela de supervivencia en la que abundan las descripciones minuciosas de las transformaciones que ocurren cuando la energía eléctrica deja de fluir, el suministro de agua potable se interrumpe, la industria se detiene, los seres humanos quedan reducidos a una ínfima presencia, las antiguas ciudades son invadidas por las ratas y otras alimañas, los ciclos de la agricultura sufren alteraciones irremediables, algunas especies animales modifican sus hábitos y el mundo que conocemos desaparece para dejar paso a uno nuevo.

El protagonista logra agrupar un pequeño conjunto de personas y constituyen una tribu que intenta hacer perdurar la especie. Sin embargo, Isherwood experimenta en todo momento una sensación de superioridad intelectual sobre los otros y desencanto por las posibilidades de permanecer. A eso remite el título de la obra de Stewart, un historiador que combatió en la Primera Guerra Mundial, fue profesor universitario y se convirtió en uno de los más importantes expertos en toponimia de los Estados Unidos. Su mayor desazón proviene de la degradación civilizatoria, que rebaja a las personas a sujetos analfabetos y ágrafos, imposibilitados de recuperar sus capacidades de alterar la naturaleza.

El Golden Gate, icónico puente colgante de San Francisco, se erige como emblema de lo que en su día los ingenieros lograron construir y que la herrumbre del tiempo acabará destruyendo sin que nadie pueda evitarlo.

El relato insiste acerca de la pereza de los sobrevivientes que, sorprendentemente, veinte años después del Gran Desastre, aún continúan alimentándose de la comida enlatada que permanece en las tiendas de antaño. Los reclamos de Ish para retomar la condición activa y productora no encuentran apoyo en los miembros de su clan que, a lo sumo, aceptan su propuesta de construir arcos y flechas para cazar algunos de sus alimentos y protegerse de las fieras que acechan.

El nombre de la novela remite al texto bíblico que asegura que, mientras las gentes van y vienen, “la tierra permanece”. Aunque ya nada sea igual.

Pese a que a mediados del siglo XX no ocurrió una pandemia como la de esta historia, los miedos sociales ya se habían disparado. En muchos relatos literarios o fílmicos de la época, a última hora solía aparecer una solución in extremis que habilitaba a soñar mañanas con alguna esperanza. Pero este no es el caso.

Existen otras obras que recorren andariveles parecidos o con algún punto de contacto; entre ellas pueden citarse “Ensayo sobre la ceguera”, de José Saramago (1995) o “La carretera”, de Cormac McCarthy (2006). Pero nos interesa destacar un texto que, en 2014, produce la novelista canadiense Emily St. John Mandel y que quizás debió haber merecido mayor atención. Se trata de “Estación Once” (“Station Eleven”), que en 2019 se convirtió en una serie televisiva, también acreedora a una mejor acogida que la recibida.

 El libro y su autora


Aquí es una fiebre porcina la que rápidamente consume a gran parte de la población del planeta. Ambas versiones, la literaria y la audiovisual, precedieron a la pandemia provocada por el COVID, de modo que se anticiparon a la emergencia sanitaria.

Lo singular es que, tras el apocalipsis, los supervivientes de “Station Eleven” protagonizan una épica de salvataje humanista conformando una compañía de teatro trashumante íntegramente consagrada a representar piezas de William Shakespeare. La premisa es clara: solo el arte salvará a la humanidad.

Los dos relatos sobrevuelan hoy nuestras conciencias. El primero es más descarnado y amargo; el otro conmueve por su voluntad poética.

En todo caso, ambas epopeyas enseñan que la resiliencia de la especie dependerá de nuestra fortaleza anímica, imaginación y sensibilidad, así como de la preservación de un cuerpo de saberes construidos, acumulados y refinados a lo largo de la historia.

Igualmente necesario será conservar un conjunto de valores como la integridad moral, la solidaridad social, el respeto por los otros, para que la dignidad de la vida no sufra mengua.

Aunque no parece que estemos hoy ante un cataclismo universal, en una escala menor uno piensa que la Argentina atraviesa un momento peligroso y plagado de acechanzas.

Para recurrir a la terminología esotérica que tanto gusta en la Casa Rosada, nuestro Armagedón doméstico cobra impulso cada vez que desde la máxima magistratura del país se profieren agravios brutales que solo buscan lastimar al cuerpo social de la Patria. Su avance se profundiza con cada medida gubernamental que mutila o debilita la estructura del Estado. El cierre de miles de empresas medianas y pequeñas compromete severamente nuestras posibilidades futuras. Los comercios agonizan sin clientes que hagan caja. La gente ya no sabe que más recortar para pagar los incrementos despiadados en las tarifas de los servicios. El transporte sigue subiendo sus precios y la nafta, ídem. Miles de trabajadores arrojados a las calles sin contemplación alguna testimonian la miserabilidad tradicional de los sectores dominantes y la indiferencia inhumana de la terminal que habilitaron en Balcarce 50.

En “La tierra permanece”, el autor encontró la forma de evitar una rápida eliminación humana señalando que la desaparición de miles de millones de los habitantes del planeta había acabado con la mayor parte de las enfermedades. Pero nosotros, que no poseemos esa capacidad demiúrgica que tienen los autores para manipular los destinos de sus criaturas, necesitamos de un sistema sanitario bien abastecido y mejor atendido por sus profesionales, algo que la realidad de nuestros días se encarga de poner en crisis con cada muerte causada por el dengue o con cada fallecimiento de pacientes oncológicos a los que se les niega la medicación necesaria. Los médicos y demás profesionales de la salud, a quienes no puede considerarse integrantes de ninguna “casta”, deben ser remunerados de manera acorde con el servicio esencial que prestan. Mientras estas realidades no sean corregidas, nuestra continuidad como país entra en zona de riesgo.

En “Station Eleven”, antiguos vehículos ahora movidos por tracción a sangre recorren asentamientos precarios acercando una dosis necesaria de propuestas salvíficas porque robustecen el espíritu y estimulan la sensibilidad de personas que sufren privaciones materiales y simbólicas angustiantes. Nosotros, que no estamos en semejantes condiciones, asistimos al ataque irracional que el régimen realiza sobre muchos de nuestros artistas y encima desmantela el Instituto del Cine y Artes Audiovisuales, usina de realizaciones formidables.

Otras instituciones de probado compromiso con la preservación de la memoria, que es lo mismo que el resguardo de la identidad, son agraviadas sistemáticamente desde la presidencia y la vicepresidencia de la Nación.

Mientras más necesitamos de la ciencia y la tecnología para no perder el tren de la historia, desde la casa de gobierno no cesan los pronunciamientos oscurantistas que atribuyen la forja de nuestros destinos y la suerte que habremos de correr, a causas divinas o celestiales.

En cambio, las organizaciones educativas que podrían ser decisivas en el trazado de un porvenir luminoso, como lo han probado innumerables veces en materia de salud, desarrollo aeroespacial y tantos otros campos, soportan un ahogo demencial de sus partidas presupuestarias. Los salarios docentes han visto disminuida su capacidad adquisitiva incluso en mayor medida que los de otros trabajadores. Y en todos los casos es injusto.

La marcha en defensa de las universidades públicas, ocurrida el pasado martes 23, es el equivalente a una flor que brota en medio de un paisaje que el poder parece obcecado en desertificar. La concurrencia masiva de personas de todas las edades, condición social y ocupación en calles y plazas de todo el país siembra esperanzas equivalentes a las que los teatreros ambulantes de “Station Eleven” entregaban en cada aldea que visitaban.

El régimen persevera en sus acciones disolventes; a diario provoca una merma de nuestras capacidades soberanas; con cada una de sus medidas profundiza las asimetrías sociales, propiciando una transferencia de recursos descomunal y perversa que siempre favorece al capital concentrado en desmedro de los sectores populares.

 Un signo de esperanza


Sería deseable que la movilización de la semana que concluye establezca el final del inmovilismo cívico ante tanta crueldad propinada por quienes deberían velar por el bienestar de la comunidad y ocuparse de aventar los peligros de cualquier cataclismo.

Las historias que hemos mencionado bien pueden servir como referencias útiles para edificar la Historia.



(*) Docente e investigador del Instituto Universitario Patagónico de las Artes.
29/07/2016

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