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Columnistas
04/12/2022

Economía Política (2)

La gran crisis

La gran crisis | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

En esta segunda entrega, el autor recuerda de que la década del ‘20 del siglo XX comenzó y culminó con sendas y graves crisis que pusieron en duda el mantenimiento del sistema económico capitalista. En particular, fue muy grave la de 1929, cuyos efectos se extendieron en toda la década de los ’30, y que se conoce como “la gran crisis”.

Humberto Zambon

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En la nota anterior, la del domingo pasado, vimos un esquema del funcionamiento del sistema económico:

 

 


Para que el sistema funcione en forma equilibrada se requiere que la oferta agregada de bienes sea aproximadamente igual a la demanda agregada (que se venda la producción); como la inversión implica la introducción de maquinarias que aumenta la productividad del trabajo, la producción física es creciente y aunque la mayor productividad se traduzca en un abaratamiento relativo de los productos, es preciso una demanda creciente, lo que está asegurado mientras los receptores del ingreso (salarios y ganancias en sentido amplio) lo gasten íntegramente (consumo más inversión).

Con respecto a los salarios podemos suponer, sin mayor margen de error, que se consumen íntegramente: el ahorro de algunos se compensaría con las compras a crédito de otros; no ocurre lo mismo con la inversión de las ganancias; sus receptores invierten si creen que los ingresos potenciales cubrirán sobradamente los costos, incluyendo el riesgo; es decir, si la tasa de ganancia esperada justifica la inversión. De lo contrario se lo atesora, esperando el momento oportuno de inversión. La forma actual de atesoramiento es la “fuga de capitales”, en especial su depósito en “paraísos fiscales” que produce un doble daño: por un lado, como implica evasión impositiva, priva al estado de recursos; por el otro, al sacar fondos del circuito económico, genera recesión económica.

En los casos de atesoramiento, la producción no vendida se presenta como aumento de la inversión en stock de productos terminados. Se asegura así la igualdad formal entre demanda y ofertas globales.

Pero para el empresario que ve aumentar en forma no deseada el stock de productos terminados, no lo conforma la igualdad formal: procede a reducir la producción (disminución de las compras y menor trabajo insumido), con lo que se reduce aún más la demanda agregada, dando lugar a un proceso auto-sostenido de menor inversión – menor demanda - aumento de las existencias de productos terminados – menor inversión - …

Así, se produjeron crisis en los años 1825, 1837, 1847, 1857 y 1873, esta última muy profunda. En el siglo XX, la década de los años `20 comenzó y culminó con sendas y graves crisis que pusieron en duda el mantenimiento del sistema económico capitalista. En particular, fue muy grave la de 1929, cuyos efectos se extendieron en toda la década de los ’30, y que se conoce como “la gran crisis”.

En Estados Unidos, la recesión a principios de los años ’20 fue relativamente breve. La expansión de la economía real que le siguió fue acompañada por un fuerte crecimiento del crédito y del sector financiero en general, dando lugar a una desmedida especulación con valores mobiliarios y con los inmuebles. En particular, era posible comprar acciones pagando sólo una pequeña fracción del precio y, con cotizaciones en alza, realizar ganancias rápidamente; también era posible obtener préstamos ofreciendo como garantía esas acciones, lo que generó un enorme endeudamiento sin activos como contrapartida.

Como un enorme globo, esa expansión ficticia explotó.

Entre el 22 y el 29 de octubre de 1929 la Bolsa de Nueva York tuvo una caída catastrófica, iniciándose la peor crisis del capitalismo. La profunda rece­sión que siguió al "crack de Wall Street" afectó a todo el mundo durante la década siguiente y culminó con la Segunda Guerra Mundial.

La característica económica de la década de los años '30 fue la interrupción de la cadena de pagos, la desaparición de las ganancias, con las consecuentes quiebras y cierres de empresas, la sobre­producción relativa tanto en el agro como en la industria, y la desocupación creciente en la clase trabajadora, en una época en que no existía ningún tipo de legislación de carácter social. Hubo una ola de suicidios, principalmente entre los empresarios y banqueros arruinados, y un panorama de miseria y desnutrición tanto en el campo como en la ciudad, apenas paliado por las "ollas populares" y la caridad pública.

Entre 1931 y 1932 hubieron, término medio 2.652 quiebras mensuales en Estados Unidos, 1.684 en Italia y más de 1.000 en Francia y Alemania. Al promediar la década, el ejército de desocupados era enorme: 10.850.000 en Estados Unidos y más de 2.000.000 en Alemania y en el Reino Unido.

Para completar la gravedad del cuadro, la teoría económica no acertaba con una explicación del fenómeno y, por lo tanto, con las recetas de política adecuadas para solucionarlo. La tradición neoclásica negaba la posibilidad de una crisis general del sistema, por lo que también entró en crisis; los economistas fueron incapaces de articular las políticas expansivas que reclamaban las autoridades gubernamentales, por lo que los gobiernos quedaron librados a experimentar en base al sentido común y a la observación de los resultados que obtenían los otros gobiernos con las medidas que en forma tentativa venían adoptando. Recién en 1936, con la aparición de "La Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero" de J.M. Keynes, se conoció una explicación teórica coherente sobre la crisis y una justificación teórica a las políticas que empíricamente habían seguido los gobiernos. Se suplantó así la teoría neoclásica y al liberalismo económico por un nuevo paradigma científico, el keynesianismo.

La recesión de los años '30 se manifestó a primera vista como una sobreproducción. En consecuencia, la reacción inicial fue la de suprimir ese exceso de oferta, eliminándolo del mercado. Así, en Estados Unidos la agencia gubernamental compró cerca de 700.000 cabezas de ganado por semana (un total de 8 millones durante el año 1934) que fueron destruidas; en la Argentina se quemó trigo y se tiró el vino a las acequias de Mendoza; en Brasil se destruyeron más de dos millones de toneladas de café. En un mundo con hambre y necesidad, la destrucción de bienes es claramente irracional. Sin embargo, los ejemplos similares son innumerables en todo el mundo. La continuación de esta política fue la de control y limitación de la producción (fue la época de las Juntas Reguladoras en la Argentina) y el aumento del proteccionismo comercial para evitar la competencia externa a la producción local.

De todas formas, las políticas de oferta no alcanzaron para lograr la recuperación económica. En 1933 un informe de un funcionario del gobierno norteamericano decía que "para volver a poner en movimiento nuestras fábricas y nuestras granjas con la seguridad de que colocarán sus productos es necesario que aseguremos a los consumidores los medios para comprar esos productos. Pero sería preciso para ello que no tuviésemos entre esos consumidores doce millones de desocupados al margen de la capacidad de comprar". En el mismo año, al poner en marcha en nuestro país un plan de recuperación económica, el gobierno informaba que "se ha llegado en la Argentina a un punto muerto. La industria privada no puede absorber a los desocupados porque, para hacerlo, debería producir más y correría entonces el riesgo de pasar el límite razonable y de ver agravarse sus dificultades. Está claro que si todos los industriales aumentasen simultáneamente su producción, los productos suplementarios podrían ser consumidos gracias al acrecentamiento del poder de compra resultante de la vuelta de los desocupados al trabajo. Tal movimiento simultáneo no puede producirse sin un estímulo exterior. Con ese fin, los trabajos emprendidos por el Estado constituyen el medio más eficaz. Los trabajos públicos distribuyen el poder de compra entre un gran número de trabajadores, desarrollan la demanda general de bienes y contribuyen así a la reabsorción de los desocupados por la industria privada".

En todo el mundo comenzaba la política de los grandes trabajos públicos como forma de convertir en consumidores solventes a los treinta millones de desocupados. Era la aplicación de la política keynesiana antes de que Keynes elaborara su fundamento teórico.

Los grandes trabajos públicos fueron complementados -y luego sustituidos- por la carrera armamentista, cuyo efecto económico es similar al de los primeros y tiene como ventaja que no existe un límite objetivo al gasto: es suficiente convencer al público de la existencia de un enemigo (real o ficticio, no importa), responsable de los males del país de quien, por la grandeza de la patria, es necesario defenderse y, si fuera posible, sería conveniente destruir. Las posibilidades que dan los medios modernos de publicidad para lograr esos objetivos y generar verdaderas psicosis colectivas son asombrosas; quizá el caso más patético sea el de la Alemania nazi, que había montado un verdadero ministerio de propaganda, aunque los ejemplos se pueden ver en todo el mundo: en la Argentina de fines de los '70 se trató de crear un clima similar ante la posibilidad de guerra con Chile.

La carrera armamentista, por su inutilidad práctica, es lo que más se asemeja a la propuesta irónica de Keynes de emplear a la mitad de los desocupados para que hagan pozos durante el día y a la otra mitad para que los tapen durante la noche, aunque esta última es realmente preferible: la acumulación de armamentos puede tentar a su utilización, que es lo que realmente ocurrió a partir de 1939. Como dice Henri Claude (“De la crisis económica a la Guerra Mundial”, Ed. Americalee, Buenos Aires, 1946), la gran crisis fue la principal causa de la Segunda Guerra Mundial.

29/07/2016

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