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“Soy retratista y me llamo Alejandra Fenochio”, así se presenta la pintora a las personas
que están presentes en una de las tantas visitas guiadas que realiza casi todos los días en la sala del segundo piso del Museo de Bellas Artes de Buenos Aires donde está expuesta una selección de sus obras desde el año 2001 hasta hoy. El espacio principal es una sala con las paredes pintadas en gris casi negro donde las pinturas de gran tamaño están iluminadas por una luz que modifica la intensidad y escamotea y revela detalles imperceptibles a primera vista.
La primera de las pinturas es un retrato de ella misma y su familia cartoneando en la calle. Es del año 2001 cuando los cartoneros comenzaron a ser parte del paisaje urbano. Durante los años 90 Alejandra había pintado retratos de personajes y artistas del under porteño con una paleta de colores vibrantes. Pero algo de la realidad en ese momento se coló en su obra y marcó todo lo que vendría de una forma inexorable.
“Cuando empecé estas pinturas tenía gente viviendo enfrente de casa en la calle, pregentrificación boquense, y compartía el desayuno con ellos en invierno. Estuvieron bastante tiempo y me relacione sobre todo con uno que se llamaba Roly y me contaba su historia. Siempre decía que vivir en la calle era circunstancial y estaba esperando que alguien de su familia se comunicase con él. Con el tiempo lo veía deteriorarse y se notaba que era una persona muy buena. Un día un vecino con casa muy violento, le quemó la rancheada. Me acuerdo muy bien de ese fuego. Sentí que podía pasarme a mí. Que éramos iguales. Ese hecho fue definitivo. Tiempo después lo encontré y él me dijo -Usted me ayudó- Creo que nunca nadie me lo había dicho así. Después conocí y conozco otra gente que vive en la calle, pero ese gesto de agradecimiento fue único e inolvidable”. Así relata Alejandra cómo de alguna manera esa realidad que en el principio de los 2000 empezó a estallar en las calles se le convierte en cercana, la impacta y se hace presente en su obra.
“No fue consciente, esa realidad se metió en mi obra. Yuyo (Felipe Noé), mi gran maestro, hablaba del artista como un brujo/bruja que baja lo que está sucediendo”.
“Mi pintura es muy autobiográfica, siempre estoy contando mi historia y está entrelazada con lo social. Tiene que ver con lo que estoy viviendo. Me crié en talleres, de costura y de carpintería. Mis juegos de infancia eran una combinación de objetos y mundos mágicos y los de hoy, de algún modo, también. Me gusta construir, armar, que es lo que hago con cada obra. Trabajé mucho tiempo ilustrando publicaciones, en diarios y revistas. Eso le agrega a la pintura un pensamiento, una intención, aporta elementos al retrato. Mis cuadros no son realistas. Son una especie de cuento para el que me baso en las personas que retrato. Explico el proceso constructivo porque explica el cuadro, explica esa sensación de realidad. Trabajo un tiempo con la persona hasta que se me va apareciendo la escena. No hago bocetos previos. Estoy como dos meses mirando y pintando los ojos, nunca se lo que va a pasar, qué va a venir. La pintura es una mancha que se va construyendo, creando diagonales, espacios y ciertas cosas arquitectónicas. Detrás de esa apariencia de realidad hay una estructura totalmente irreal, una deformación del espacio que me permite decir muchas más cosas que si fuera una perspectiva realista.
Me toma un año cada cuadro, creerme esa “falsedad”, un año para que se me haga real”.
Así va describiendo Alejandra parte de ese proceso creativo en una de las visitas guiadas junto a Ana Longoni, la impulsora y curadora con Carlos Herrera de la exposición. En todas se entusiasma, cuenta detalles y pequeñas historias, cómo surgieron y se incorporaron al planteo inicial.
“Leo mi obra con una profundidad que no la lee nadie y muchas veces tengo ganas de contarla, pero son lecturas que hago después que está realizada. Cuando pinto lo hago buscando lo que necesita, volúmenes, contrastes, líneas. Después empiezo a encontrar significados de manera más consciente”.
“No voy a salvar a nadie con mis pinturas. Me da mucho pudor mostrarlas a gente que vive en la calle. Hay quienes hablan de hacer visible lo invisible. No hay nada invisible, lo tenemos delante todos los días. Pinto a las personas y a la sociedad en la que estamos, la que veo. Un chico del Isauro Arancibia (institución educativa del gobierno de la Ciudad de Bs. As. para personas en situación de calle) un día, después de una clase me dice, “yo estoy acá por culpa tuya, vos y todos son culpables, yo ahora me voy a dormir a la calle”, sentí que me decía, ¿para que venís a hacerme el verso de la solidaridad si yo voy a seguir igual o peor y vos no me vas a dar nada de lo que tenés?. Por otro lado siento que las pinturas provocan muchas cosas, los empleados del Museo, por ejemplo, sienten una empatía que me la manifiestan, “compañera, vamos a traer a Grabois a verla”, me dice uno, otro “¿vos sos troska, no?”, otro me saluda “muy bueno camarada”. Cuando estuvo expuesta en el puente peatonal que une la Isla Maciel con La Boca, donde permaneció por dos años, tenía temores de lo que pudiera pasar. Cuando la fui a desmontar para traerla al Museo la gente me decía “¿cómo, se la lleva?, yo paso todos los días y hablamos de las pinturas con mis hijos”. La gente del barrio sentía que les pertenecían esos cuadros, que en parte se veían representados y eso me maravilló.
“Me conmueven las historias de gente que puede tener otra vida. Salir de lugares de marginalidad extrema. Hay una pareja que pinté, son compañeros míos de un taller de gráfica. Son del tercer cordón del conurbano. Se criaron muy pobres, en condiciones muy extremas, un contexto complicado y a través de encontrar laburos, militancia y la participación en el taller de gráfica que los puso en una situación más artística, de creación, esos pibes salieron de un lugar y entraron en otro, no importa si no es lo ideal, pero esa cosa de salir de la marginación me conmueve”.
Cada obra tiene una, dos, varias historias dentro, como el esbozo de una película que va uniendo relatos para conformar un gran panorama. Alejandra despliega el relato abriendo de significantes cada cuadro. Cada papelito, cada cartón, cada perro, cada elemento que aparecen, cumplen un rol, narrativo, plástico, todos funcionales a la escena. Escenas todas nocturnas, una nocturnidad que acentúa el desamparo y la intemperie.
“Ese perro no deja de mirarme, aunque me cambie de lugar”, dice una de las empleadas del Museo.
Quizás esté expresando el sentimiento de perturbación que transmite “Manada”, la obra que está a la entrada de la sala. Es la última que pintó Alejandra. “En Manada hay otra cosa. Es la última que pinté y ahí ya aparece la locura. Algo más profundo que se rompe. Desnudo con los perros, se rompen los últimos lazos que lo vinculan con la sociedad. Se transforma en otra cosa. Es lo más distópico. Lo siento futurista. La locura empieza a aparecer por varios lados. Mis pinturas fueron cambiando desde el 2001, en un principio fueron cartoneros y piqueteros, después fui viendo que cada vez más gente vivía en las calles y no era algo circunstancial y ahora veo cómo irrumpe la locura por muchos lados”.
“La gente en la calle tiene esperanzas, como vos, como yo, tal vez pequeñas esperanzas, que no llueva, que no haga frío, salir del desamparo. Tiene esperanzas como tiene, alegrías, pérdidas, vive, acepta esa situación como nosotros aceptamos la nuestra”.
“La belleza de la luna llena reflejada en un tacho de helado vacío”, es el único título que lleva una de las pinturas. Un título que podría ser aplicado a todas las demás, con o sin luna, con o sin reflejo. Algo de belleza que alivie esta desolación. Algún brillo que vislumbre alguna esperanza.
Alguna esperanza que se transforme en un camino colectivo, que no nos deje tan a la intemperie.
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