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07/09/2019

Decime si exagero

¿Y ahora que jazz(a), eh? Parte 2

¿Y ahora que jazz(a), eh? Parte 2 | VA CON FIRMA. Un plus sobre la información.

Ésta es la segunda parte de un informe sobre jazz argentino que iniciamos promediando el invierno, paso a paso, década por década. A las puertas de la primavera vamos a continuar esta aventura secular escuchando más jazz criollo.

Fernando Barraza

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La primera parte de este dossier nació un sábado de este largo y frío invierno, cuando nuestro lector Germán desafió al responsable de este espacio semanal a “escribir menos y poner más música”, un hermoso desafío para una columna que se caracteriza por su verborragia. Recogimos el guante del desafío que Germán nos lanzaba y elaboramos una primera parte de un dossier que repasaba momentos salientes del jazz argentino. Desde la década del 30 del siglo pasado, compilamos en cinco capítulos iniciales cinco discos que consideramos esenciales dentro de la historia nacional del jazz, así fuimos desde las aventuras foxtrot de Carlos Gardel en los años 30 a esa joya imperecedera que es el disco de Piazzolla y Mulligan editado en los 70, y pasamos por Oscar Alemán y su sencilla alegría virtuosa, por la popularidad cuasi cumbiera (latin jazz, le dicen ahora) de Varela Varelita, o por la vanguardia free jazzera del “Bronca Buenos Aires” del maestro Jorge López Ruiz.

Ahora es tiempo de seguir este viaje a través de las décadas, no sin antes volver a repetir un concepto vertido en la primera parte del dossier: cada disco escogido es emblemático de su época, pero no tiene la pretensión de ser “el mejor”, ni caer en esas subjetividades absurdas de rankings o listados del tipo “los diez mejores de…” Nada de eso, aquí estamos para escuchar buena música. Hagámoslo entonces.

Capítulo VI: La década de la diversificación

Damas y caballeros: todos de pie. Acabamos de entrar a la década del ‘80, los diez años de mayor diversificación estilística en la historia del jazz nacional. Varios son los puntos que llevan a que este heterogéneo “paso a nivel” musical se derrame en disquerías y, si bien no hay un único disco “hitero”, llegue gota a gota a un público grande. 

El primer elemento a tomar en cuenta para entender esta explosión de cambio es que una nueva generación de músicos irrumpe en la escena como líderes de sus propios proyectos, son aquellos que se formaron tocando como sesionistas con los miembros salientes de la generación anterior, con Anders, López Ruiz, Piazzolla, Schiffrin, Villegas, Amicarelli, y una buena e imponente lista de etcéteras. Ahora ellos manejaban su propio tren: Horacio Larumbe, el Chivo Borraro, Roberto Fernández, Alejandro Santos, Litto Nebbia, Rodolfo Mederos, Luis Cerávolo, del otro lado del Río de la Plata llegando Rubén Rada. La lista es larga y –sobre todo- muy ecléctica, el arco va desde el jazz más be-bopero de Fats Fernández, al tango y progresivo de Mederos, pasando por el Latin Jazz de Borraro o Rada y llegando al jazz canción de Nebbia o Baraj. Todo era posible, la oferta era tan sólida como ecléctica, y esto habilita la entrada del segundo elemento en este listado de explicaciones:

Las compañías discográficas querían aprovechar la segunda década de venta masiva de long plays editando cosas bien diversas. Este fenómeno fue naciendo en los 60 con las ventas masivas de discos de larga duración que impulsaron mundialmente Los Beatles y se consolidó –como costumbre que reemplazaba al hábito de comprar mayormente discos simples- en la década del ‘70, reinando en la del ochenta. Para mediados de los ochentas a nadie se le ocurría comprar un simple. Este nuevo hábito de consumo impulsó a las discográficas a editar variedad, sobre todo porque la venta estaba asegurada, ya que aún no entraba en juego la costumbre que un lustro después se desataría con el advenimiento de la sofisticación de los equipos de audios hogareños: dejar de comprar originales, pedir prestado y copiar la música en cassettes vírgenes. Esta ola de ediciones hizo que muchos artistas nuevos o no consagrados grabaran y editaran durante los ochentas. Así el jazz argentino creció y se expandió, generando un circuito más expandido que el que vivió en los 60 y 70, cuando –al igual que el tango- perdió la popularidad en la preferencia masiva en manos del folklore y el rock.

Un tercer y último elemento a destacar tiene que ver más con el espíritu de la época histórica argentina: la década del ochenta fue la década del gran regreso de la democracia con un sesgo de “Nunca Más”, nunca más dictaduras, nunca más atropellos, nunca más comprar represión (social, política, pero también cultural) a paquete cerrado. Por esto también, los discos de esta década son tan atrevidos como bellos, tan desprejuiciados como entusiastas.

El disco que te vamos a dejar para sellar esta década intensa es, sin embargo, un disco muy especial, único en su factura. Primero porque no está grabado por artistas emergentes, más bien todo lo contrario. Segundo porque es un disco que tiene anclaje sonoro en solo cuatro timbres: guitarra de nylon, piano, guitarra eléctrica y teclados. Segundo porque está grabado por dos “cuarentones” de aquel entonces que ya tenían un recorrido amplísimo sobres sus espaldas y sus nombres vinculados a grandes momentos de la música argentina y latinoamericana.  

En 1987, cuando la década ya había dicho muchas cosas en materia de jazz y experimentación, aparecieron Carlos Franzetti y Ricardo Lew y grabaron y editaron “Géminis”, un disco que hace explícita referencia al signo zodiacal de los gemelos que se complementan. ¿Qué otra cosa eran este pianista y este guitarrista conversando musicalmente a lo largo de un lp entero?

Carlos Franzetti ya llegaba a este disco habiendo sorprendido en la escena norteamericana con discos tan bellos y sofisticados como el setentero “Grafitti” o el climático y logrado “Galaxy Dust”, habiendo trabajado bandas sonoras y habiendo producido y arreglado para artistas de lo más variopintos en USA, Argentina y Europa.

Completando en yang a este ying, el maestro Ricardo Lew, tal vez menos “renombrado” pero igual de experimentado y talentoso, ya había trabajado con músicos del campo de la música popular como Mercedes Sosa, Víctor Heredia, Hugo del Carril, el grupo Anacrusa, Carlos Bisso, Alejandro Lerner, Raúl Lavié, Miguel Cantilo, Sandro, Roberto Goyeneche, Hugo Díaz, Jairo y Rada; como así también con los más importantes directores argentinos: Astor Piazzolla, Lalo Schiffrin, Dante Amicarelli, Jorge Callandrelli, Oscar Cardozo Ocampo, José Luis Castiñeira de Dios, Raúl Garello, Horacio Malvicino y Jorge López Ruiz, entre otros próceres musicales.

De este choque de titanes nace un disco que no deja género por tocar, todos ellos expresados con esa frescura desparpajada del jazz nacional de los ‘80 que hemos destacado en los párrafos anteriores. Las composiciones instrumentales del disco saludan explícitamente desde sus títulos a Erik Satie, a Milton Nascimento, a Miguel Mono Villegas, y hasta al mismísimo Fito Páez. Pues todos los referenciados en los títulos están incluidos estilísticamente en el disco con el refinamiento y el talento virtuoso de ambos. 

Dato no menor: el disco es editado internacionalmente por Verve Records, el sello más importante de la historia del jazz mundial, editor de discos de Charlie Parker, Stan Getz, Bill Evans, Jobim o Frank Zappa, solo para mencionar a cinco dioses indiscutibles del jazz.

Y “los pibes” mezclaron todo: milongas, minimalismos, vidalas, ciertos aires de choros, pequeñas acuarelas de un jazz que puede mezclar a Gershwin con Ivan Lins o Pat Metheny. Todo está allí, en este disco (que no me odie nadie por decir lo que voy a decir) en el que Lew y Franzetti tocan como nunca volverían a tocar en sus vidas. No es despectivo el comentario, eh, que se entienda bien: ambos sacaron discos posteriores que son GIGANTES; pero la amalgama que consiguieron aquí nunca pudo ser empatada, ni siquiera por ellos mismos…

Capítulo VII: ¡Al infinito, y más allá!

Y finalmente llegamos a la última década del siglo XX. Es más: al antepenúltimo año del siglo. Allí, en 1997, es donde ancla este disco que vamos a escuchar ahora; en ese momento exacto en el que todos los prejuicios se hallaron rotos (destrozados) por varios motivos, destacándose para esta reseña el más radical y viral de ellos: el intercambio digital de música en todo el planeta que la gente comenzaba a hacer masivamente a través de internet. Ese “despertar” a la libertad de compartir llegó para explotarle en la cara a los sellos discográficos, a los géneros impuestos por la industria musical y con su propia fuerza desarraigó ese “miedo” que los músicos tenían de salir de las casillas que durante décadas bien les sirvieron a las abultadas cuentas de los millonarios ejecutivos de la música grabada multinacionalmente. Bueno, por esos días del señor, tres músicos argentinos de entre veinticinco y treinta años se juntaron para hacer uno de los discos menos conocidos de este dossier pero –me juego todo lo que tengo en esta apuesta- será el que más sorprenda profundamente al lector de va Con Firma. 

La placa se llama “5310” y la agrupación que la grabó es HAL 9000.

Hasta aquí nada pareciera ser destacable. Banda ignota, disco ignoto. Pero hay que prestar mucha pero mucha atención para disfrutar de este disco que hemos elegido como representativo de una década en la que el jazz argentino, muy de la mano de la música latina, el blues y el rock dejó discos bellos y duraderos, bien grabados, excelentemente producidos y finamente arreglados.

HAL 9000 es el proyecto de tres tipos audaces: Fernando Samalea en el bandoneón, la batería y los samplers; Mariano Gianni en el piano y los teclados y Fernando Nalé en el bajo y el contrabajo. Juntos, con alguna guitarra invitada y algún saxo que entra y sale eventualmente, “inventaron” uno de los discos más descontracturados y “desgenerado” del jazz argentino de siempre.

Samalea venía de tocar la batería con Charly García, con Fricción, más tarde con Cerati y coincidía en la segunda mitad de los 90 con Fernando Nalé como base de la banda estable de Illya Kuryaki & The Valderramas. Los dos abrazaron a un buceador del experimento como el pianista Mariano Gianni y en tan solo 8 tracks, que incluyen tres intermezzos ambientales, dejaron un disco que será re-descubierto por generaciones y generaciones.

Si hay que buscar una buena definición, simple y al hueso, podemos quedarnos con la que Gabriel Plaza hizo de este disco en 1997 para el Diario La Nazion, diciendo que: 

“Con una atmósfera espacial, aportes camarístico-incidentales y un concepto casi cinematográfico, Samalea incorpora el fueye para hacer una relectura de joyas del jazz creadas por Bill Evans y Miles Davis”

Exactamente eso es el disco: una relectura libre y desprejuiciada en la que el tango, la música electrónica, el cine, la música de cámara, la música concreta y el funk se encuentran con Bill Evans, Miles Davis y otros próceres del bebop.

El cinéfilo que lea este artículo ya debió darse cuenta a esta altura: el nombre de la banda está tomado de la computadora de la novela de Clarke y la posterior película de Kubrick “2001: una odisea espacial”. No es un dato menor, en la ficción de Clarke de los 50 del siglo pasado, HAL 9000 es la primera computadora que toma la iniciativa propia de revelarse en contra del hombre. La inquietante voz de HAL 9000 aparece durante todo el disco, uniendo los temas como si el disco fuera una película sonora, no ya la de Kubrick, una nueva, con todo y tango del espacio exterior. Samalea dijo en la única nota periodística hecha para el lanzamiento del disco: 

"En alguna medida este disco es una especie de sátira sobre la música que hacíamos en los 80, y esa obsesión que había por buscar la perfección. Ahora, la búsqueda es la libertad".

El experimento salió a la perfección. El disco es una belleza de principio a fin. Tomar el riesgo de hacerlo fue lo mejor que podía haber sucedido. En este sentido - el “riesgoso” – Fernando fue claro. Más que claro, clarísimo. Le dijo a Gabriel Plaza en aquella nota:

"Quiero salirme de ese lugar cómodo en el que se coloca a los músicos de rock y de esa cosa frívola que a veces nos rodea. No quiero ser un mantenido de la música y acostumbrarme a tener todo al alcance de la mano. Por eso, con Hall 9000 no tengo ninguna expectativa comercial. Lo que más me movilizó de esta experiencia es poder jugar con el riesgo de hacer lo que a uno le gusta. Como dijo Robert Fripp, es imposible alcanzar algo sin sufrimiento."

Sofisticadísimo, zarpado en la descontractura, tocado con frescura, “5310” de HAL 9000 para nosotros bien es EL DISCO de la última década del siglo pasado

Bueno amigas y amigos, hasta aquí hemos llegado con la segunda parte de este dossier. Les damos algunas semanas para degustar los dos tremendos discos que hemos subido. Estamos seguros de que les va a encantar zambullirse en estas dos placas. Vayan, naden en estas aguas y nos volvemos a ver por aquí, en clave de jazz argentino, muy pronto, cuando pinchemos discos jazzeros de este nuevo y agitado siglo XXI. ¡Hasta la vista! 

29/07/2016

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